Hoy visito con Pablo y Álvaro la exposición “La imagen humana: arte, identidades y simbolismo” en el Caixafórum de Barcelona. Hace un calor mauritano —Pablo me dice que, cuando ha salido a la calle, se le ha encendido el pelo— y nos apresuramos a llegar a las instalaciones de La Caixa para refugiarnos tanto en el arte, que es siempre muy refrescante, como en el aire acondicionado. La exposición, que pretende mostrar cómo se ha representado al ser humano a lo largo de la historia del arte, nos recibe con la pieza más antigua: un cráneo rellenado con arcilla y sendas conchitas en los ojos, proveniente de Jericó, en Cisjordania, y fechado entre el 8200 y el 7500 a. C. Un poco más allá nos espera otra pieza espectacular: el retrato de una mujer, una témpera y encáustica sobre madera de tilo, pintado a principios del siglo II d. C. y hallado en Saqqara, en Egipto. Estos retratos de mujer solían depositarse con las momias de los difuntos para que los acompañaran en su viaje, y este, en particular, es de una belleza sorprendente: enmarcados por una cabellera oscura y rizada, los ojos de esta mujer, enormes, de una liquidez viva, casi transparentes, te miran con una misericordia palpitante. La exposición se divide en cinco secciones, cada una de las cuales recoge una perspectiva desde la que asomarse a la reproducción del cuerpo humano: “Belleza ideal”, “Retratos”, “El cuerpo divino”, “El cuerpo político” y “La transformación corporal”. No me preocupo demasiado por cómo se disponen las piezas en estos cinco espacios temáticos. Lo que me fascina en la infinita variedad de modos de reproducir el cuerpo y la riquísima galería de personajes históricos, mitológicos o fantásticos que se ha reunido aquí. Muchas de estas piezas me resultan familiares: la exposición se nutre, fundamentalmente, de los fondos del Museo Británico, que visité muy a menudo cuando vivía en Londres; es más, hasta me hice friend of the British Museum, lo que me permitía obtener descuentos, saltarme las colas soviéticas que se organizaban a la entrada (lo que era aún más importante que los descuentos, con serlo esto mucho) y recogerme en un bar para los amigos del Museo, en el que eludía asimismo las asfixiantes aglomeraciones en el café de la planta baja. Entre las 151 piezas que componen la exposición, saludamos a Sófocles, cuyo busto recorren las hormigueantes ondulaciones del pelo y la barba; Napoleón Bonaparte, cuya máscara mortuoria se reproduce en una pequeña medalla de 1825 (tenía la nariz muy grande), y su hermano José, Pepe Botella, que aparece caricaturizado, cuando se retiró de Madrid, por el inglés Thomas Rowlandson en 1808 (también con una gran nariz: debía de ser un rasgo familiar); el emperador Maximiliano, de Durero, de 1518; Alejandro Magno, en un busto del siglo II d. C.; Isabel la Católica, pintada por Luis de Madrazo, ataviada de perlas y oro, y con un cetro y un breviario en las manos (este óleo no proviene del British Museum; es la contribución del Museo del Prado a la exposición); Marco Aurelio, el emperador romano que tuvo tiempo, entre sus muchas cuitas imperiales, de escribir una de las grandes obras del estoicismo: las Meditaciones, pero que hoy es más conocido, ¡ay!, por ser uno de los personajes destacados de Gladiator (a la estatua, erigida en Alejandría en el s. II d. C., le faltan las manos y los pies, pero sigue siendo Marco Aurelio); la reina Victoria, representada en Nigeria como una princesa yoruba a finales del siglo XIX; y Mao Tsé Tung (no me acostumbro a Mao Zedong: soy boomer), en porcelana blanca —no roja— de 1960 y con un brazo levantado saludando a las masas, aunque tanto el brazo como la cabeza no guardan las proporciones adecuadas: el brazo es corto y la cabeza, pequeña (de hecho, parece microcefálico; quizá esta figura fuese, en realidad, una crítica), entre muchos otros. Los dioses, semidioses o héroes mitológicos también abundan: Heracles, un bronce del s. I a. C., que representa al hombre viril: desnudo, ancho de hombros, musculoso, barbado, aunque le falta un brazo y la espada o lanza que sostuviera con el otro; Acteón, en un grupo escultórico del s. II d. C. en el que aparece atacado por sus propios perros (y es lógico que lo acosen: Acteón sostiene en alto, lejos de las fauces de los chuchos, algo que semeja una salchicha [Álvaro, siempre sugerente, apunta que es una Óscar Mayer] y no parece dispuesto a dársela); Buda, que solo se manifiesta, en una pieza india del s. I a. C., en unas huellas esculpidas de sus pies, donde observamos numerosas esvásticas; y también, si se me permite añadirlas a esta lista deplorablemente pagana —donde asimismo figuran Apolo, Amón-Ra o Dionisos—, varias representaciones de la Virgen María y Cristo crucificado: no podían faltar (una del Cristo es de Rembrandt, aunque lo pintara demasiado recto, demasiado rígido, en semejante tesitura). Es interesante comprobar que muchas de las figuras que representan a dioses, reyes o personajes destacados de una cultura se muestran sin nariz, sin órganos genitales, sin pies o sin manos. La técnica es conocida: cuando una nueva religión o cultura se impone en un lugar, si no destruye los símbolos espirituales o de poder de la anterior, los despoja de sus atributos, de todo cuanto sobresale. Así los deforma y los priva de su ascendiente sobre la comunidad: quedan desposeídos de todo valor. Los romanos, no obstante, no fueron sistemáticos en ello, más bien lo contrario: eran pragmáticos y no derrocaban a los antiguos dioses, sino que permitían que persistiese su culto, siempre que sus fieles aceptaran la autoridad de Roma y pagaran los tributos correspondientes. Los cristianos, en cambio, destruyeron todo lo que pudieron: pasaron de perseguidos a perseguidores y, poseídos de amor divino, se desquitaron a martillazos y golpes de tea de los males que habían sufrido. En la exposición, me llaman la atención dos figurillas de funcionarios egipcios: la primera corresponde al administrador Mery, erigida en Tebas en el 2000 a. C.; y la segunda, una estatuilla sepulcral, a un funcionario desconocido. Ambos comparten algunos rasgos: los dos sostienen una larga vara, símbolo de su poder y con la que quizá les sacudieran a los que no obedecían sus órdenes. Por otra parte, Mery es hierático, pero el funcionario anónimo sonríe levemente. Ambas actitudes responden bien a su condición de funcionarios: no lucen el rictus torcido de quien dobla el lomo para comer (¡y cómo debía doblarse el lomo para comer en Egipto hace tres mil años!), sino la expresión tranquila, y hasta satisfecha, del que tiene la vida resuelta a cambio de unas escribanías aquí y allá. La exposición presta mucha atención a la representación de la mujer en su doble condición de madre y diosa. Las mujeres africanas descuellan por sus senos y sus caderas hipertrofiados: la fecundidad ha sido siempre, más que un valor, una necesidad. (También los hombres africanos, por cierto, se dibujan o esculpen con penes abundantes, por la misma razón, supongo). A Álvaro y a mí nos llama poderosamente la atención cuánto se parece una mujer yemení del s. I-II a. C. a Mark Zuckerberg. Me lo hace notar Álvaro, cuyas observaciones me vuelven consciente de las diferencias generacionales con las que abordamos la aproximación a la cultura: yo reparo en la factura de la pieza, en los patrones estéticos, en la historia; él, ellos traducen todo eso a la realidad actual, definida por su naturaleza digital. (El emperador Maximiliano retratado por Durero se parece, también según Álvaro, a Claudio Frollo, el malo de El jorobado de Notre Dame, de Disney; me enseña una foto en el móvil de ese personaje, ¡y es verdad!). Reparamos asimismo en el retrato de Berthe Morisot, de Édouard Manet, de 1872, para quien Berthe tenía “una belleza española”; en un desnudo de mujer de Matisse; en una maja desnuda contemporánea, fotografiada en 1996, Eva Saumell, carrer de Manso, Barcelona, de Craigie Horsfield, cuyo centro de atención es el sexo, recubierto por una impresionante mata de vello púbico; en la anciana espantosa que se asoma al espejo en Belleza corrupta hasta la muerte, de Goya; en la extraordinaria composición En torno al velo: Madre, hija y muñeca, de la yemení Boushra Almutakawei, de 2010, en la que, en una sucesión de fotografías, se ve cómo esa tríada, vestida a la occidental de la primera foto, se va cubriendo de negruras y velos hasta la última, completamente negra, en la que ya no se ve a nadie; y otra pieza excepcional, también una fotografía: la de una madre africana, de piel muy negra y vestida con un manto rojo pasión, con expresión doliente, amamantando a dos niños muy pequeños y muy delgados. La imagen tiene algo de crística y muchísima fuerza: rojo, negro, hambre, soledad, amor. En la sección de “La transformación del cuerpo” descubrimos un retrato asimismo muy atractivo, firmado en 1793 por George Dance: el del caballero de Eon, también llamado mademoiselle de Beaumont, un espía al servicio del rey de Francia en el s. XVIII, que vivió como hombre los primeros 49 años de su vida y como mujer los últimos 33. Y nunca se supo —ni se sabe todavía hoy— cuál era su verdadero sexo. En 1774, Luis XV le exigió que pudiera fin a las habladurías y declarase definitivamente si era hombre o mujer. El caballero/señorita afirmó solemnemente que era una mujer, y varios médicos validaron la afirmación. Solo que, como el interfecto se negó a desnudarse, tuvieron que contentarse con palparlo por encima de la ropa para llegar a esa conclusión, lo que siempre deja un margen para la duda. Muchas otras piezas, en fin, merecen atención: un vaso de terracota en forma de sacerdote de la cultura michoica del Perú, de una modernidad abrumadora, en el que el sacerdote parece infinitamente enfadado; un niño risueño, gordezuelo y con rizos del s. I d. C., quizá Cupido; una composición, que parece un santuario (como los que le montan a Maradona en Nápoles), del campeón mundial de lucha en los años setenta, el iraní Tajti; una cabeza de rey maya, proveniente de Copán, en Honduras, del 776 a. C., cuyo tocado real incluye algo parecido a unos quevedos; varios relieves asirios, con carros de guerra y figuras aladas; unos ángeles dibujados por Rafael; un ancestro escuálido de Rapa Nui (la isla de Pascua), hecho con madera y hueso antes de 1827, y que es la pieza que más le gusta a Pablo de todas las que contiene la exposición; un sarcófago antropoide negro del periodo ptolemaico, del s. IV a. C.; una colorista calavera mexicana; la fotografía de un hombre desnudo y cubierto de tatuajes de figuras demoníacas (como un yakuza, apunta Álvaro); un cuadro de Tàpies, que representa vagamente una cara (y que, de nuevo, a Álvaro le recuerda a cómo queda el cuadro de Retrato de la madre del artista, de Whistler, en una película de Míster Bean); una escultura con materiales de desecho de un bailarín en una danza de máscaras, en cuya cabeza hay dos peces copulando, del nigeriano Sokari Douglas Camp; y una máscara del teatro No japonés, con cuernos y una sonrisa maligna. La exposición es todo un acierto. Comprende arte, sociología, política, historia, religión y hasta humor. Y ojalá que fuera hiciera la misma temperatura que dentro y, en lugar de un sol implacable, nos moviéramos, como aquí, por espacios en penumbra, sosegados y amables.
Gracias Eduardo por comentar esta exposición. Llevaré a mi hijo, al que le gusta mucho la historia, a verla. Muy curiosa la historia del cuadro de George Dance, del espía transformista! Y tu texto ameno, divertido, interesante...
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Alejandra. Por lo que dices, quizá te interesaría mi libro “Expón, que algo queda”, publicado hace un par de años por la editorial madrileña Polibea, en la que recojo las crónicas publicadas en mis blogs (y alguna inédita) de mis visitas a diferentes exposiciones de pintura, fotografía, antropología e historia en España y Gran Bretaña. Te mando un beso, y que pases un buen verano.
Eliminar¡Muchas gracias Eduardo! Me apunto tu recomendación con ese título tan bueno. Feliz verano para tí también . Un fuerte abrazo y besos
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