No deja de sorprenderme cuánto se ignora —o se quiere ignorar— el sustrato religioso de la bífida derecha española: la conservadora y tradicional del PP, y el neofascismo de VOX. Sobre todo, en el caso de los ultras patrios, valga la redundancia, la necesidad de que haya una entidad única, en cualquiera que sea el terreno, que lo abarque y explique todo, y que, por lo tanto, otorgue esa certidumbre apaciguadora —pero contraria a la ineludible esencia humana— que tanto necesitan los más gregarios, los que menos aceptan —muchos, por no ser conscientes de ella— su radical vulnerabilidad. Naturalmente, Dios es la primera y más poderosa de esas instancias absolutas, pero, en el bagaje neuropolítico de los fachas moderados y los-que-no-pueden-ser-más-fachas, hay otras: la patria, la familia, el Estado: solo un Dios, solo una patria, solo una familia, solo un Estado. La primera, en realidad, explica también el comportamiento de muchos que no son de derechas: una encuesta reciente, publicada por El País, revelaba que dos de las tres medidas adoptadas por el Gobierno socialista a lo largo de la legislatura peor valoradas por los ciudadanos eran el indulto a los condenados por el procès y la suavización penal del delito de sedición (la tercera era la ley del solo sí es sí). El sentimiento nacional que había llevado a unos a cometer actos de sedición y malversación lleva a otros a condenar que se les perdonen. El monoteísmo nacional impera. Aunque uno no acabe de ver cómo se compadece el imperativo cristiano de poner la otra mejilla o ayudar al necesitado (vestir al desnudo, dar de comer al hambriento, etcétera) con las medidas para impedir que la patria única, poblada solo por españoles, se vea solicitada por los desnudos, hambrientos y apaleados que huyen de la guerra, la miseria y el hambre.
A Sumar hay que agradecerle que haya hecho el esfuerzo —acicateado por la audaz convocatoria de elecciones hecha por Sánchez— de agrupar el desconcertante abanico de fuerzas a la izquierda del PSOE en una sola marca reconocible y más o menos coherente. Quizá muchos lo hagan con su voto. Se ha acabado, por suerte, aquella sopa de letras en cuyo turbio caldo chapoteaban tantos rojos desnortados. También deberíamos tener en cuenta algunas de sus propuestas, que son dignas de consideración: el restablecimiento de una banca pública, por ejemplo, o de una sociedad o sociedades que gestionen la vivienda pública del Estado (que antes debería construirse). Si en asuntos tan importantes como la sanidad, la educación, las infraestructuras o la seguridad el papel del Estado es crucial, aunque se conviva con lo privado, ¿por qué en otros no menos esenciales, como el crédito y la vivienda, que tantos problemas causan, además, en nuestro país, no está bien que participe, o solo puede participar simbólicamente? También deberíamos dedicarle alguna reflexión a la idea de trocear las empresas energéticas para evitar abusos y garantizar a los ciudadanos un acceso pleno y digno a la energía, que es tan importante como todo lo demás. Al fin y al cabo, sería una medida de resabios antimonopolísticos, y eso ha sido algo muy propio del mercado, que siempre ha dicho estar a favor de la competencia.
Es muy probable que el borroso Feijóo (que, en cambio, aparece con gran nitidez en la foto con el narco Dorado) acabe siendo presidente del Gobierno, aunque no estoy seguro de que sea en las próximas elecciones. En cualquier caso, ¿estamos dispuestos a que nos gobierne quien no sabe si está en Andalucía o Extremadura? ¿Estamos dispuestos a que enderece nuestra economía quien multiplica diez por dos y le salen veintidós? ¿Estamos dispuestos a que mande quien cree que George Orwell escribió 1984 en 1984? Se me dirá que todo el mundo puede equivocarse. Sí, pero no todo el mundo se presenta a presidente del Gobierno. Quien se presenta a presidente del Gobierno no puede cometer esos errores. Al menos, Rajoy resultaba gracioso con los suyos.
El otro día, viendo las noticias por televisión, me pareció ver una cara conocida en la primera fila de un acto electoral del PP, pero en aquel momento no supe reconocerla. Al poco, caí, pero no podía creerme que fuera la de quien creía que era. Algunos amigos me lo confirmaron por guasap: el interfecto era el poeta César Antonio Molina, que fue ministro de Cultura dos años con Rodríguez Zapatero. Se conoce que se ha pasado al enemigo con armas y bagajes, como ya hiciera Joaquín Leguina, que pidió el voto para Ayuso (como también Fernando Savater, aunque este nunca ha tenido mucho de socialista). Ah, los poetas, cuán imprevisibles son. Aunque también es verdad que los gobiernos socialistas nunca se han lucido demasiado con el cargo de ministro de Cultura: el caso de Màxim Huerta [al que casi todos los periodistas y tertulianos, con ignorancia contumaz, se empeñan en llamar Maxím, como a Artur Mas, Àrtur Mas] es insuperable.
Hablando de ministros, del consejo actual forma parte Joan Subirats, ministro de Universidades, al que no se le conoce (al menos, yo no le conozco) ni una iniciativa legislativa, ni una intervención pública, ni una medida destacada, ni nada de nada. Subirats fue profesor mío en un curso de gestión pública que hice, hace años, en la Universidad Autónoma de Barcelona, y me pareció muy bueno en lo suyo. Era amable, cercano, inteligente y motivador; y se explicaba bien. Como ministro, es fantasmagórico. Una figura espectral. Un fiasco. Y eso que la universidad española es uno de los ámbitos de nuestra vida pública que más empuje necesitan; donde más cosas hay que arreglar. De hecho, la universidad es una de las grandes reformas pendientes de nuestro país, que bien merecería un pacto de Estado.
Ha dado mucho juego la distinción hecha recientemente por Rodríguez Zapatero entre “mentira” y “cambio de opinión”, una expresión, esta última, para la que, después, Sánchez ha encontrado el sinónimo de “rectificación”. Pero esa distinción no es un mero subterfugio dialéctico, propio de la contienda partidista, sino que existe realmente, y se ha podido comprobar en el desempeño de todos los presidentes de Gobierno hasta hoy. En realidad, es una distinción que nos afecta a todos cada día de nuestra vida. Lo que creo hoy la realidad me obliga a reconsiderarlo mañana. Cuando empecé a trabajar en la Generalitat, iba diciendo por ahí que no estaría más de cinco años en la Administración, y este mes de julio he devengado mi duodécimo trienio: treinta y seis años de servicios al Estado. Eso mismo, pero más concentrado en el tiempo, le ha pasado a la buena de María Guardiola, la futura presidenta de Extremadura. Cuando dijo que no permitiría entrar en el Gobierno autonómico a VOX, por machista y racista y por negar el cambio climático, y que su palabra era sagrada, no mentía: se lo creía de verdad (y eso me permitió admirarla fugazmente). Pero, como dijo Moreno Bonilla, se tuvo que tragar sus palabras: rectificó. Y, una vez tragado ese enorme sapo, ya todo ha vuelto a su cauce: se abraza, derrochando sonrisas, con quien la ha obligado a rectificar, Feijóo, y también le dedica muchas a los jefes ultras extremeños, a alguno de los cuales (que, como su partido, no cree en el cambio climático) va a hacer consejero de bosques y florestas. Ya no la admiro. No se admira a quien hace lo que hacemos todos.
VOX acaba de dar a conocer su programa electoral. Aunque el programa electoral es un documento aproximativo y no vinculante, es importante emitirlo como gesto de cortesía con el ciudadano y el régimen democrático (de momento) en el que se actúa. Tranquiliza que el de VOX ya no proponga mejorar el metro de Melilla o ampliar las instalaciones portuarias de Ciudad Real. Pero todo lo demás —es decir, todo— pone los pelos de punta. Y sobrecoge que más de tres millones de compatriotas —los que previsiblemente van a votarles— crean que esas son las mejores medidas políticas que se pueden aplicar hoy en España. Hay una posibilidad real de que Santiago Abascal sea vicepresidente del Gobierno y que haya tres o cuatro ministros neofascistas en el Consejo de Ministros. ¿Ese es el bien que queremos para nuestro país?
Sánchez se queja de la burbuja de mentiras, manipulaciones y maldades en que la derecha, y la derecha mediática, lo han confinado. Ciertamente, ha sido, y sigue siendo, destinatario de la ferocidad denigratoria, de la basta crudeza, que siempre ha caracterizado al conservadurismo patrio, acrecentado ahora por el neofascismo voxiano: desde aquella ristra de insultos (veintisiete, creo que fueron) que le dedicó el defenestrado Pablo Casado (¿qué habrá sido de él?), entre los que figuraba el inigualable “felón”, hasta los disparatados calificativos de “psicópata”, “asesino” o “golpista”, entre muchísimos otros, que le dedican los ecuánimes periodistas de la caverna mediática, gente a la que no se le ha oído, no ya un insulto, sino ni siquiera una crítica sobre la vastísima corrupción del PP o su utilización de la policía y los servicios secretos del Estado para espiar y actuar contra partidos políticos legales y representantes públicos legítimamente elegidos por los ciudadanos. Pero la memoria es frágil, y nos olvidamos con sorprendente frecuencia de la historia. Porque la derecha siempre ha actuado así: cuando no puede derrotar en las urnas al PSOE, recurre a la difamación sistemática y al insulto salvaje para expulsarlo del poder: lo hizo con Felipe González, contra el que movilizaron a todas sus herramientas de conformación de la opinión pública, y lo hizo también con Rodríguez Zapatero, al que tacharon de imbécil para arriba y vilipendiaron hasta no poder más. Lo que sufre Sánchez (a quien la derecha más cafre llama jocosamente Perro Sánchez) no es patrimonio personal suyo: es la actitud de la derecha; es la derecha.
Los ayuntamientos en cuyo gobierno participa VOX, con el amparo o la anuencia del PP, han empezado a cancelar actos culturales. Es la vieja censura (DRAE: “Censurar. 4. Dicho del censor oficial o de otra clase: Ejercer su función imponiendo supresiones o cambios en algo”) adaptada a los tiempos. Entre muchos otros, han impedido la representación del Orlando, de Virginia Woolf, de una comedia del españolísimo Lope de Vega y de otra obra sobre la no menos hispana Santa Teresa de Jesús. Hasta han prohibido una película de Walt Disney porque dos mujeres (dibujadas) se daban un pico. Tengo un amigo que opina que eso no es censura, sino gestión: han ganado las elecciones (no es verdad: están ahí porque otro, que sí las ha ganado, o ha sido el primer perdedor, el PP, se lo ha permitido) y dicen: “Ahora gestiono yo y elijo la programación a mi gusto y el de mis votantes”. A la vista de sus prohibiciones, queda claro cuál es el gusto de los gestores de VOX y de sus votantes. Pero, además, sí es censura: impedir la libre expresión de las ideas, o su representación pública, sean de derechas, de izquierdas o no binarias, supone una coacción ideológica inadmisible. La cultura es universal y ha de seguir siéndolo. José María Lassalle, que ha sido uno de los pocos dirigentes sensatos que ha tenido el PP, ha opinado, contra el parecer de mi amigo: “No es inquisición, es imbecilidad”. Y falta de respeto por la cultura, y mal gusto, y autoritarismo, y sectarismo, y, quién nos lo iba a decir, antipatriotismo.
A todo esto, el Círculo de Empresarios ha propuesto que nos jubilemos a los 72 años, prosiguiendo la vía abierta en 2013 por el PP con el retraso de la edad de jubilación hasta los 67 años. Me parece muy buena idea. Es más, creo que tendría que profundizarse en ella. ¿Por qué no hacerlo a los 75? ¿O a los 80? ¿O ya, echando un órdago, a los 90? Las mujeres españolas ya se acercan a esa expectativa de vida (actualmente llegan a los 86), con lo que muy pronto podrían cumplir el sueño de currar hasta el lecho de muerte, incluso en el propio lecho de muerte: me imagino a las ancianas de este país tecleando excels en la pantalla del ordenador mientras el cura les da la extremaunción, satisfaciendo así el mantra del capitalismo que nos aplasta: producir, producir, producir. Trabajar hasta los 90 tendría otra ventaja indudable: no habría que pagar pensiones de jubilación, que son una pesadez. El capitalismo es un sistema infinitamente expansivo: el objetivo de las empresas es producir beneficios, que se reinvierten para producir más beneficios, que se reinvierten para producir más beneficios, y así ad infinitum. Este circulo más vicioso que nunca no tiene fin. Y con él se acaba con los recursos, con la naturaleza y con las personas, que se consumen igualmente en esa trituradora monstruosa. La voracidad circular del capitalismo —sobre todo en su vertiente neoliberal, que es la abanderada por el PP; el VOX, en esto, es premoderno— afecta a todos los órdenes de la existencia y su mayor éxito es penetrar en la conciencia de las personas, en su meollo más nuclear: no solo las impele a aceptar sus servidumbres, sino también, y peor, a asumir raigalmente sus mandatos: producir, producir, producir; que uno mismo sea su propio explotador; que nos exprimamos para generar un beneficio supuestamente personal que reinvertiremos en exprimirnos más. Trabajando hasta los 72, o hasta los 75, o los 80, o los 90, se amplían nuestras posibilidades de que el sistema nos haga fosfatina. Regocijémonos.
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