jueves, 22 de agosto de 2024

Pinturas y guerra en la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes

Visito hoy, con mi hijo Pablo, la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes, también llamada, más áridamente —y nunca mejor dicho, enclavada como está en el desierto de los Montes Negros—, la cartuja de los Monegros. Tiene una triple historia: religiosa, artística y militar. Las dos primeras suelen darse en casi todos los templos y monasterios españoles, pero la tercera es más infrecuente. Aquí, en cambio, descuella por un simple hecho: la cartuja ha estado siempre rodeada por un muro poderoso, que delimita un recinto amplio, y ha contado con unas instalaciones propias de la orden fundada por san Bruno y san Hugo, es decir, austeras, racionales y resistentes. Estas características la han hecho ideal para alojar tropas, como así ha sido desde antiguo y, sobre todo, durante la Guerra Civil, en la que fue acuartelamiento de los dos bandos, primero de los republicanos y después de los franquistas (mal llamados, durante mucho tiempo, “nacionales”: tan nacionales eran los republicanos como los insurrectos, y sin duda mejores). Como las visitas solo pueden ser guiadas, seguimos al cicerone del lugar, Alberto Lasheras, un cultivado artesano de Alcubierre, muy ducho en la historia y el arte de la cartuja (y en historia y arte, en general). Las primeras informaciones que nos da, además de las evidentes —que Nuestra Señora de las Fuentes es de estilo barroco tardío—, son de carácter militar, precisamente. La imagen en yeso de la Virgen que preside la fachada principal y que da nombre a la cartuja, está descabezada. También le faltan las manos y presenta una serie de impactos que se reconocen de bala. Porque eso fue lo primero que hicieron los milicianos que llegaron al lugar con el golpe de Estado de 1936: acribillarla. Un acto injustificable, pero sí explicable: el poder de la Iglesia había sido tan opresivo durante siglos en España que quienes más lo habían sufrido no pudieron resistir, en aquel desorden suscitado por la insurrección de los africanistas, la tentación de vengarse. También en las losas de acceso al templo, nos explica Alberto, se encuentran huellas de lo que podría ser un tanque soviético T-26, aunque quizá no fuera ya un arma de guerra cuando las dejó, sino un carro reconvertido en tractor: tras el conflicto, muchos de ellos, abandonados por los republicanos o capturados por los franquistas, se utilizaron para los trabajos del campo. No sería extraño que así fuese, porque en 1940, además, las nuevas autoridades emplearon la cartuja de silo: a pesar del nacionalcatolicismo de los vencedores, un depósito de cereal era más importante que un ángelus, al menos en una zona tan deprimida como aquella. Dentro ya del templo, Alberto nos informa de que la cartuja fue fundada en 1507 por unos condes aragoneses que querían honrar la memoria de su hijo Artal, muerto y enterrado en una ermita cercana, demasiado poca cosa para lo que su primogénito merecía. No obstante, el edificio que ahora contemplamos data de mucho después. Tras muchas disputas sucesorias entre órdenes religiosas, se empezó a construir en 1717 y se terminó en 1777. Su mayor tesoro son las más de 250 pinturas que fray Manuel Bayeu, que profesó aquí de cartujo —hermano de los también pintores Francisco y Ramón, y de Josefa, mujer de Goya: era cuñado, pues, del sordo de Fuendetodos—, hizo en sus techos y muros durante treinta años, hasta alcanzar una superficie decorada de 2000 m2. Todas las informaciones sobre la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes que hemos leído, dicen que estas pinturas son al fresco, pero Alberto precisa que no es así: las técnicas utilizadas por el barbudísimo (en un autorretrato que se conserva en el Museo Nacional de Arte de Cataluña luce una barba infinita, como una paca de lana: no se la quería cortar porque, de hacerlo, habría pasado al estamento superior de los cartujos, los padres, que tenían prohibido pintar, un oficio manual y más o menos deleznable que correspondía a los legos) e infatigable pintor son tres: al temple, en la bóveda de la iglesia; al fresco, en la cúpula; y al óleo, en los muros. Estos se han visto muy afectados por la humedad y sufren grandes agujeros: zonas en que la pintura se ha desprendido. Se conoce que, aunque la cartuja se encuentre en la estepa monegrina, cuando llueve, diluvia, y el tapial con el que está construido el edificio deja entrar la humedad. Llama la atención una figura de Cristo descendido de la cruz y rodeado de mujeres, que luce el cuerpo de un gimnasta, con buen color y músculos marcados como si, en lugar de haber recibido latigazos y lanzadas, hubiese acabado de completar una sesión de fitness. Alberto señala en esta incoherente anatomía la influencia de Rubens, que no solo gustaba de las carnes abundantes en las mujeres, sino también de las vigorosas en los hombres. En las pinturas que decoran la espléndida cúpula y que exaltan las virtudes cardinales y a cuatro mujeres fuertes de la Biblia, Judith, Jael, Esther y Débora, comprobamos otro rasgo del estilo de Bayeu, y es que no temía representar escenas más o menos truculentas junto a otras amables o panegíricas, en un estilo canónica y deliciosamente rococó. Así, Judith aparece, muy contenta, con la cabeza cortada de Holofernes en la mano. Y en una de las alegorías del claustrillo que veremos luego, el silencio también sostiene algo inquietante: una rama cuyas flores o frutos son lenguas humanas. Encima de las puertas de la iglesia que dan paso a otras dependencias o al claustrillo, leemos una inscripción extraña: “2-G-22”. El documentadísimo Alberto nos explica que corresponde al nombre de un grupo de bombarderos Junkers 52, al mando de Eduardo González Gallarza, que instaló aquí su cuartel general. También hubo Heinkels 20 de la Legión Cóndor. Todos ellos partían de las inmediaciones para bombardear Cataluña. A mí me sobrecoge saberlo. Quizá alguno de aquellos aviones nazis, pilotados por alemanes, pero también por españoles, soltara las bombas que caían cerca de la casa de mi abuela y de mi padre, cuando niño, en Barcelona. Muchas veces me contó cómo, cuando aullaban las sirenas, tenían que bajar corriendo las escaleras, cogidos de la mano, para ganar la calle y meterse en la estación de metro más cercana; y quizá hubiesen de pasar allí la noche. (Aunque la aviación que machacó Barcelona no fuera la alemana, sino, sobre todo, la italiana, desde Mallorca, me sigue asustando este “2-G-22”, que eran los que atacaban de día; los que los hacían por la noche se llamaban “1-G-22”). La cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes conoció un paréntesis amable entre calamidades, desamortizaciones y guerras: entre 1877 y 1891 fue balneario, por iniciativa del jurista y poeta en ribagorzano (y otras lenguas) Bernabé Romeo y Belloc, que decidió aprovechar las virtudes medicinales del manantial que da nombre a la Virgen y a la cartuja (y que hoy ya no son virtudes, sino vicios: al parecer, en las cuevas de las que brota hay colonias de murciélagos, y sus excrementos estropean el agua, que, en lugar de curar enfermedades, puede causarlas. Algunos de los visitantes que nos acompañan, y hasta el propio Alberto, dicen haberla bebido, pero todos están aquí para contarlo. Quizá los murciélagos no se habían instalado todavía cuando ellos saciaron su sed en la fuente milenaria). El balneario, no obstante, solo pudo abrirse cuando murió el bandido Cucaracha, un salteador de caminos que trajo a la Guardia Civil por el camino de la amargura, hasta que por fin pudo emboscarlo y dejarlo como un colador en Lanaja. El bandolero era para algunos el Robin Hood aragonés. Se cuenta que una vez le preguntó a un niño de Castejón si llevaba dinero y el crío le contestó que la madre solo le daba tres pesetas porque el Cucaracha se las robaría si llevaba más. El asaltacaminos le dio unas monedas y le respondió: «Dile a la puta de tu madre que Cucaracha no roba a los pobres». En las capillas y el techo del claustrillo encontramos más pinturas de fray Manuel Bayeu, muchas de las cuales están agujereadas. No son esta vez agujeros de bala, sino los que hacían los soldados para colgar sus cosas: petates, armas, hamacas. Porque aquellas capillas habían sido sus habitaciones. No pocos de esos orificios conservan todavía el clavo que clavaron. También vemos en ellas muchos grafitis. En una octava real que canta los prodigios de San Bruno, al pie de una de las pinturas de Bayeu —muchas de estas, en las paredes del claustrillo, contaban con poemas que las ilustraban o glosaban—, leemos, inscritos a punta de navaja (o bayoneta), "¡No pasarán!" (por desgracia, pasaron) y "Visca els guerrillers de Cornellà!", nada menos. Que la superficie donde los estampaban, o en la que clavaban clavos, contuvieran valiosas obras de arte del siglo XVIII les traía sin cuidado. Después de todo, estaban en guerra, y en la guerra vale todo, diga lo que diga la Convención de Ginebra. La Generalitat republicana fue la primera y la más constante en nutrir de fuerzas el frente del Cinca, para evitar lo que a la postre sucedió: que los franquistas irrumpieran por Lérida y desde allí tuvieran el paso franco a Barcelona. Esto explica que en Nuestra Señora de las Fuentes se acuartelaran tropas del Bajo Llobregat. Pero los grafitis garabateados por unos y otros no son los únicos que iluminan estos muros venerables. También hay afirmaciones teológicas —et tres unum sunt: uno de los misterios centrales, y más incomprensibles, del cristianismo— y dos acrósticos, en los que se puede leer Sancta Maria ora pro nobis. Yo habría preferido algo con más chispa, pero los cartujos son poco jolgoriosos. Para visitar esta parte del monasterio, Alberto le ha pasado el testigo a una compañera —que, a diferencia de él, que tiene un discurso fluido, culto y natural, salpica casi todas sus frases de un irritante "¿vale?"— y, a la cola del grupo, tenemos la suerte de empezar a charlar. Supongo que le agrada nuestro interés sincero por el lugar y nos obsequia con una suerte de visita privada del resto de la cartuja. Nos enseña un nudo gordiano, cuya significación en el monumento nadie ha podido explicar todavía (mi padre me enseñaba, de niño, a dibujarlo haciendo trampa: a partir del cuadrado central, tiraba las aspas del nudo, que luego unía fácilmente entre sí); las pinturas que, en los años cincuenta, una familiar de los propietarios en aquel entonces de la cartuja, la barcelonesa Matilde Pala Bastarás, hizo en algunos de los muros, con un estilo naíf que a algunos gusta, pero que otros consideran un disparate artístico; el aljibe del patio, centro de un ingenioso sistema hidráulico; y la habitación del prior, la más noble del conjunto, que los milicianos habían partido por la mitad y convertido en cocina, en la planta baja —donde estaba el altar habían instalado el fregadero, y a un lado, los fogones y la chimenea—, y calabozo, en el piso superior (aunque como calabozo resultaba extraño, porque tenía balcón). Alberto también nos informa de que aquí se filmó la película Incierta gloria y nos muestra una dependencia exterior, que no forma parte de la visita guiada, en la que se encontraban la cocina y la bodega de los legos. A la entrada, vemos más grafitis y, en particular, uno que representa a una pareja en feliz ayuntamiento. Señaladamente, el hombre se ayuda de la mano para penetrar a la mujer. Ya me extrañaba a mí que no hubiera guarrerías de esta índole en un lugar tan grande y que había acogido a tantos jóvenes, frailes y soldados, sometidos a celibato. La cocina es enorme: cuenta con un chimenea gigantesca y un horno donde cabían quince personas, y al que llamaban "el infierno", porque allí era donde se cocinaba, pecaminosamente, la carne que los cartujos tenían prohibido comer. A su lado está la bodega, que en la guerra se utilizó de polvorín. Nos despedimos, por fin, del amabilísimo Alberto y nos sumergimos en el calor del día, que, aunque menor que ayer, aún podría freír un huevo en una piedra. Nos refugiamos después en el restaurante Boira, de Sariñena, recomendado asimismo por Alberto, donde damos cuenta de un arroz con conejo que está para chuparse los dedos. Ha sido un día lleno de arte e historia, y ahora, también, de buena pitanza.

2 comentarios:

  1. Hola, estoy leyendo tus enumeraciones. Gracias

    ResponderEliminar
  2. ¡Muchas gracias Eduardo, por tu artículo y por el tiempo que compartimos conociendo el monasterio, fue un placer! Saludos cordiales, Alberto Lasheras.

    ResponderEliminar