domingo, 18 de agosto de 2024

El unánime fuego de Juan Luis Goenaga

El pasado 13 de agosto falleció el pintor Juan Luis Goenaga. Había nacido en San Sebastián en 1950. Autodidacta, había creado una fascinante obra pictórica. Yo no llegué a conocerlo, pero tuve el honor de que en uno de mis libros se reunieran varios trabajos suyos. Se trata de Unánime fuego, compuesto por quince poemas en prosa ferozmente surrealistas, que conoció un agitado pero favorable trayecto desde su composición. Yo lo había escrito entre 1994 y 1995, en lugares tan inverosímiles como Vallvidrera y el monasterio navarro de la Oliva, como parte de un proyecto más amplio, integrado por cinco libros, al que di el título de La luz de la trébede, y que nunca vio la luz como tal. (Otro de estos cinco libros era La luz oída, con el que gané el premio Adonáis en 1995). Unánime fuego tuvo la suerte de publicarse en Lisboa, en edición bilingüe, con traducción de Hermínio Chaves Fernandes, en 1999. El responsable de aquella publicación fue el poeta Alberto Augusto Miranda, director de Ediçoes Tema. Algunos años más tarde, en mayo de 2007, Unánime fuego volvió a darse a la imprenta. Esta vez el ángel responsable de su reaparición fue mi amiga Marta Agudo, fallecida también hace poco más de un año. Marta colaboraba entonces con la galería de arte Luis Burgos, de Madrid, codirigiendo con el propio Luis la colección de poesía “El Lotófago”, en la que se fundían la obra de un poeta y de un pintor contemporáneos. La colección contaba asimismo con el asesoramiento literario de Jordi Doce. En ella habían visto o verían la luz excelentes trabajos de Juan Carlos Mestre, Jenaro Talens, James Schuyler, Vicente Valero, Olga Novo, Ramón Mayrata o María José Flores, entre otros. Y en ella me hicieron un hueco Marta y Luis, acompañado por la pintura de Goenaga, que estallaba de materia y de luz, coherentemente, me parece, con unos poemas que eran también una deflagración de palabras, una cadena caótica de imágenes y fulguraciones con las que había tratado de dibujar la explosión del deseo y su consumación, el arrebato estruendoso de la carne y su climático apaciguamiento. Juan Luis Goenaga llenaba las páginas de cuadros cuyo cuerpo era el color, derramado, líquido como lava, omnipresente. Tradicionalmente, se ha calificado la pintura de Goenaga de expresionista, y la que los responsables de la edición tuvieron el acierto de elegir lo era, en efecto: expresaba un furor crómatico análogo al encendimiento de las pasiones. Un furor sin otra razón de ser que su propio expandirse en el lienzo, como los poemas se expandían asimismo en el papel, llevados de un ímpetu sensorial, que se nutría del contraste y la multiplicación. Tanto trazos como versos obedecían al estímulo de los que los habían precedido y constituían el acicate para que surgieran los siguientes. Eran discursos gobernados férreamente por la anarquía, que configuraban universos inconscientemente consecuentes: el de Goenaga, excitado por pigmentos vivos, que se fecundaban unos a otros, que perseguían —y alcanzaban— una irradiación orgánica; el mío, con la vehemencia de lo que se siente en la piel, pero también debajo de ella, abrasado de lenguaje, atropellado de ritmos que buscaban, en su desplegarse, un remansamiento pacificador.

Celebro la obra de Juan Luis Goenaga y la fortuna que tuve de contar con su obra en Unánime fuego con el poema XIV, el último del libro, y uno de sus óleos.

No quiero dividirme, sino averiguarme. No quiero que los perros me alcancen cuando embarrancan los cuellos. Estoy en el vértigo, en la soledad del notario, viendo las olas sin agua, soportando una lluvia sin líneas, atento solo a la alegría de tus huellas. Me arranco el muérdago de las nalgas, lo anulo con mis últimos ojos, le grito a alguien que me devuelva la muerte, juro en un idioma que desconozco que me ofreceré a las pirañas, que nunca abandonaré el habla. Mi nombre es un silencio. Por eso insisto en el mar: porque sus cementerios huelen a sábado, porque nunca está en almoneda. Ahora que te has ido, debo expulsar el humo que se me ha clavado. Cuando vuelvas no encontrarás ni una sola opción, ni una brizna de destino. Exilio de alas, árboles sin conexión, qué indirecta sangre hacia los álamos. Mis pies quieren ser éxtasis. El alma, fatigada, duerme en las escuelas. Y tú, quizás, como un gigante, aroma haciéndose piedra, no sida, aquí, en el volcánico umbral, casi, hermana blanquísima. Me lamo el cuerpo para hallar restos de tu exceso. Revivo la vergüenza por si hubiera migas de ti. Degusto el producto de tu colon. Tras la luz, la vegetación guarda el mito. Donde había síes, ahora hay rombos; donde aristócratas, árboles alerta. Cuanto he aprendido en esta víspera apenas me sirve para respirar. El viento es demasiado antiguo para que se entienda el mar. Solo poseo preguntas. ¿Qué sé yo de mi supervivencia, de tus pechos apaciguados, si a nada estoy unido, si mi centro se derrite, si hasta tu incesto es una baraja? ¿Por qué soy una piedra lanzada? ¿Por qué veo tu nombre en las llamas? ¿Por qué me contradicen mis piernas? ¿Por qué descubro tu índice solo, agitándose en la hierba, como si quisiera indicar un levante imposible? ¿Por qué estos folios invencibles, estas tardes de granito, persiguiendo una canción, cincelando una sola de tus cejas? ¿Por qué, en fin, ser otro, estar en su mismo espejo, y no sentir en cambio su erección, sus tardes, su familia, cómo grita su penumbra, cómo alega que es a mí a quien la imagen repudia? Entonces, en ese instante de penuria, cuando creo que nadie es hoy, que todos los puntos son árbitros, siento un calor escondido: las ampollas se rinden, el algodón sale de su mutismo. Mi cuerpo es una ventana por la que veo tu cuerpo; mis sienes tienen tu mismo acento; mis palmas, llenas aún de binomios, son las tuyas. Hay una sobria radiación, como un fruto que obtuviera por fin respuestas, como un mundo que recuperase a sus crías. El llano, entonces, los pájaros bravíos. Se afirman los seres en los que yo nunca había creído. El amanecer se purga, se puebla de soles, se derrama como escalando una imagen, tú ya no eres círculo, sino epifanía de un nuevo clan, capitana de hielo amarillo. Bebo tu fosa, tu dulcísima agonía, sonrío aunque te alejas, me apuñalo sin convicción, vuelves, vuelas, desgarras las mantas, te sientas frente al pensamiento, te peinas con ira de novia, zumbas con la decisión de un pájaro que ha recobrado la memoria. Yo creía que nunca más utilizaría mis manos: ahora las veo venir hacia mí como automóviles. Creía que mi cabeza sería siempre una tea, pero su fuego es azul, como tu leche. Aún no has vuelto, pero nunca te fuiste.


Eduardo Moga, Unánime fuego, pintura de Juan Luis Goenaga, Madrid, Galería Luis Burgos, 2007, 81 pp., ISBN: 978-84-611-7329-7.

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