domingo, 15 de septiembre de 2024

Atardecer en Chalamera

[RUMOR ABROJO]

Ermita de Santa María de Chalamera.
16 de agosto de 2024, al atardecer.

Rumor abrojo.
Caligrafía espinosa, como las nubes.
Dos pájaros lamen el aire. Un coche, lejos, lo lija.
Veo el ocre crecer y disolverse
en ese mismo crecimiento,
                                                 absorbido por un azul                                                                                  [dolorosamente 
blanco.
Emboscado de gris y gordolobo, las abejas me espían
y los capiteles, poblados de figuras oblongas,
zumban, acuciados por un sol que no se pone.
Las bestias y las plantas resisten rayos y ruidos
con el estoicismo de la jara
y una sonrisa hirsuta.
                                        Pero es indócil esta quietud.
También las rocas lo son. Y el tremoncillo.
El aire, detenido en la espadaña doble y muda.
Un disparo, como una pincelada furiosa
en la transparencia fugitiva del río.
Colofón de verdes contusos por el cierzo
y terraplenes fecundos de cascotes.
                                                                Herida de aridez.
Sombras que percuten, entre flejes de luz, como si escaparan
de una oscuridad reprobable y se acomodasen
en un laberinto de trementina.
Un silencio secular me sosiega. Es un silencio violento.
Tiene grietas en las que cabe un monstruo, una hormiga.
Una paloma torcaz se sumerge en la luna.
(La luna, atada a su palidez,
baila, inmóvil).
                            Un camión, enfangado en asfalto.
Aparto sin convicción una lata de cerveza vacía, a la que escolta
un plástico. Hay otro más allá.
Miro cuanto surge del lápiz rojo como si me oyera cantar
con la lengua cercenada.
                                             Cerca, la humedad
encerrada en una balsa erizada de juncos,
en un depósito también de plástico que aplaca la sed insolente
de los trabajadores que construyen algo junto a los viejos
                                                                                         [muros,
en las manchas de orina vieja de los jóvenes
que se han bebido la cerveza.
Acuden los insectos desde el horizonte,
cada cual más gordo, más alfiler,
                                                            más escándalo.
Es glauca esta quietud. Está hecha de polvo
y romero.
                  El pueblo se despinta:
lo destiñe el roce impávido del atardecer.
Una culebrilla me acaricia los ojos.
No oigo a las piedras, pero hablan.
Qué solitaria explosión de sillares.
El río, tan cerca, se aleja con la luz (viaja en ella:
hunde el hocico en la balumba aceitunada de los álamos).
Un chopo, solo.
Una transitoria bandada de chirridos.
                                                                     Pía un conejo.
                                                                                               Brinca un
                                                                                                [vencejo.
Me asombra el fuego enlentecido por el caer de las horas,
la claridad que se disgrega en un cielo de arena,
la paciencia del tiempo.
                                           Me asombra estar aquí, entre hojas con
                                                                                                  [hambre;
me asombra el lenguaje que se aferra a un aire que se
                                                                          [ensombrece
Frente a las arquivoltas, pacas de paja.
Mi abuelo no murió aquí, pero murió desde aquí.
                                                                                          Como mi
                                                                                            [madre.
Un insecto escarlata escolta al lápiz rojo en el cuaderno negro.
Antes, por el camino, pasaban burros y hombres.
Ahora no pasan ni unos ni otros.
Solo yo acudo a la llamada de esta soledad
cuyas fisuras denuncian el torpor de la tierra
y su voluntad de vida. Me sumo a ella.
Sigo escribiendo a la sombra de algo que nace y muere cada
                                                                                                    [día.
Lo hará hasta que el sol deje de ponerse
y los tábanos solo desangren a las piedras.
Me observan las farolas inanes que los munícipes han
                                                                               [instalado
para facilitar el desvelamiento del mundo.
La luna se ha desnudado y se ha encendido.
Su piel sonríe plata.
                                    Bebo el zumo de los élitros
y me rasguña la tenacidad del esparto.
Pero es mortecina la cadencia de las cosas
e indistinguible si el viento
trae la noche o se lleva el día.
Los zumbidos se afilan, como si una soledad gredosa
estrangulase a las moscas.
Nada me duele cuando escribo, aunque descanse en piedras
                                                                                           [apiladas.
Cuando escribo, rodeado de nada, eludo la nada. La abrazo.
Los mosquitos me golosinean.
                                                        Esta tierra vive, pero nunca deja
                                                                                                [de morir.

martes, 10 de septiembre de 2024

Dos y muchos (dos libros de María Baranda)

A la amplia y sustanciosa obra de María Baranda (Ciudad de México, 1962), acelerada en años recientes con títulos como Teoría de las niñas (2018), Cañón de Lobos (2021), Un leve aullido bajo la arena (2023) y La inmensidad (2023), se acaban de sumar dos nuevos poemarios, Sombra y materia y Deslumbrantes campos de hielo, que confirman una poesía a la vez sedosa y erizada, tejida de preguntas a las que es imposible dar respuesta, filosófica, aunque enraizada en las experiencias materiales del amor y la familia. 

Sombra y materia (Madrid-México, Vaso Roto, 2023, 81 pp.), un libro fuertemente especulativo, aunque nunca renuncie a la materialidad de un lenguaje carnal, que suda y sangra, dibuja el combate, o la cópula, entre las dos caras del ser: lo que se percibe y lo que se intuye, lo que tocamos y lo que imaginamos, lo que queremos y lo que somos. La sombra dice cuanto se embebe en el envés de las cosas y fertiliza la conciencia: la ahonda, la afila; la sombra nombra y recrudece el ser. Una cita de Paul Celan, uno de los poetas que más ha influido en Baranda, encabeza la segunda y última sección del libro, que contiene dos largos poemas, de aliento bíblico y enumeraciones burbujeantes de metáforas: «Quédate ciego desde hoy: / también la eternidad está llena de ojos». El rumano apela a la tradición ancestral de la ceguera iluminadora, presente en Tiresias, Edipo, Gloucester y el ciego del Lazarillo, a la que también se acoge Baranda, aunque otra cita suya habría sido igualmente reveladora del espíritu que alienta en Sombra y materia: Wahr spricht, wer Schatten spricht, ‘dice verdad quien dice sombra’ (José Ángel Valente tradujo «dice la verdad quien dice sombra», pero el artículo desequilibra y empequeñece). También la mística, y, singularmente Juan de Yepes, subyace en el afán por decir lo que sabemos que late en el fondo del lenguaje, para iluminar la oscuridad que es vivir, pero que desesperamos de alcanzar, por más que exploremos vías desconocidas y subvirtamos las palabras con el deseo de encontrar otro camino al corazón de la existencia. En la sombra está la verdad —la certeza de nuestra levedad—, frente al imperio de la luz y la pujanza de la materia, y cuanto se arracima en ella: el miedo, la soledad y la muerte, pero también el amor. La sombra inaugura los poemas: «Abre sombra…» dicen los dos primeros del libro; «deja sombra…» reza el tercero; «sombra en el grito…» empieza el cuarto. La sombra protagoniza el anverso de la moneda cuyo reverso es la materia y, a veces, adquiere tal firmeza que desbarata el binomio aristotélico y cobra entidad material. Entonces se personifica: «Vi pasar la sombra en el declive de la saliva (…) / La vi al comienzo / —tan ciega entonces— / suspendida / donde las estaciones / son ahora el filo / de la lengua en los sentidos. / (…) Dice la sombra entonces: / lo que sucede es la chifladura / o el capricho (…) / A galope, entonces / sombra / que te levantas / obsesionante / en tu palabra crítica». Las alusiones, aquí, a la saliva, la lengua, el decir y la palabra remiten al campo primordial en el que se libra la batalla entablada por Baranda: el lenguaje. Porque sin lenguaje no hay realidad ni comprensión de la realidad; porque en el lenguaje se verifican el conflicto de ser y nuestra humanidad. El de Sombra y materia da cauce a una poesía a un tiempo fluida y quebrantada, a ratos caudalosa, más atenta a su desenvolverse libérrimo que al respeto por los reglamentos de la dicción; una poesía que se rebela contra las ataduras y se destripa en la página, sin más límites que los que decida tener en cada verso. «Todo es lengua» y «todo se nombra», escribe Baranda; pero también: «El vocabulario dice lo impropio». La poesía de María Baranda, urdida con paradojas y repeticiones, con asociaciones libres y juegos sonoros, con aliteraciones y símbolos, avanza por derroteros siempre imprevistos: por donde no se la espera, como debe ser. Y sirve a su propósito último: progresar en el conocimiento de lo que no se deja conocer —el mundo y nosotros mismos—, pero que, aun así, proyecta una luz genésica sobre todo: «Estaba el germen de la desesperación / y la desesperación estaba / en la punta de la lengua, / al paso siempre de una palabra nueva / que nos guiara más allá de nosotros / en nosotros mismos». 

Deslumbrantes campos de hielo (Morelos, Odradek, 2023, 87 pp.], cuyo título está tomado de Marianne Moore y que viene con las imágenes de planos geométricos de Geometría descriptiva, de Adrián Giombini, publicado en 1942, comparte el espíritu inquisitivo y desconcertante de Sombra y materia, y los trastrueques sintácticos que caracterizan a este poemario, pero no persevera en la dualidad que lo estructura, sino que se aventura a multiplicarla. Ahora es la pluralidad de planos —temporal, espacial, existencial— la que articula el poemario: el encaje o dislocación de los sentimientos, los actos y las vidas, metáfora de los conflictos a los que estamos abocados en el transcurso zigzagueante del tiempo; una pluralidad que encuentra su traducción gráfica en los fantásticos —y solo comprensibles por los geómetras— dibujos de Giombini. Para significar esta turbulenta multiplicidad, Deslumbrantes campos de hielo cuenta una historia, aunque no sabemos cuál, ni falta que hace. El texto de contracubierta dice que esa historia «nunca empieza y jamás termina», y dice bien: el hilo argumental es una sucesión de fragmentos surgidos in media res, que saltan de un año a otro, de una lugar a otro, y en los que fulge una oscura constelación de personajes: la tía Serafina, el señor Plinio, la Tuerta Jerry, los padres y los abuelos de la poeta, una gata que hace pis, el señor de las gafas. También reconocemos un cementerio, que aparece al principio («ve a Dios en un caracol que se arrastra entre lápidas. / […] Ahí, dos ángeles custodian a un muerto») y al final del libro («esa palabra los conduce de nuevo al cementerio / donde está el muerto de antes custodiado en su tumba / por los mismos ángeles»), y que trasluce las ideas de muerte y resurrección por la palabra que atraviesan la obra de María Baranda. A veces cree uno que el libro relata una fuga; otras, que describe un mundo: una calle, un barrio, una familia; otras, le parece captar, aquí y allá, las llamaradas y las cenizas de un amor, quizá trágico, y de algunos episodios eróticos: «juegan a darse besos y a tocar la pistola. / Me gusta mucho sobarte, le dice la tía Serafina al señor Plinio». María Baranda remacha la recurrencia de los caracteres con la de las imágenes —«cielo rojo sin estrellas», una imagen tan sanguínea como pesarosa, recorre todo el poemario—, las anáforas y conexiones entre los poemas, y series de piezas que cabe considerar variaciones de un mismo tema; un conjunto de mecanismos que redondean un poemario cubista y fracturado, y le proporcionan una inesperada unidad. También lo cohesiona el protagonismo del lenguaje empleado por la poeta. En toda literatura, el lenguaje es protagónico, pero no del modo en que lo es en Deslumbrantes campos de hielo: aquí se convierte en un actor más del mismo teatro, en una realidad separada y autónoma de la realidad que refiere: «El horizonte eran sílabas estáticas / y una línea de verbo y sangre, / cristales rotos en palabras. // Dijo: esto, la poesía», leemos en el segundo poema del libro. Más adelante, María Baranda nos habla del «rumor gramatical de toda angustia» y de muchas palabras individuales, que adquieren hechuras de sujeto y aparecen en el poema como actores que saltaran al escenario: trabajo, dinero, peligro, silencio, río, ahogarse, olvido. En un poema de cuatro versos (la variabilidad formal de Deslumbrantes campos de hielo es coherente con su complejidad estructural: contiene desde monósticos hasta poemas en prosa), averiguamos que el señor de las gafas se esconde detrás de la palabra «amenaza», «una palabra muy difícil, dice la tía, porque realmente / no se sabe qué significa», una palabra que es una «yegua en la página». El miedo asociado a palabras como «amenaza» aparece a menudo en el poemario, pero Deslumbrantes campos de hielo no transmite temor, sino un sosiego tumultuoso, una alborotada aceptación de lo que nos perturba y nos conmueve.

[Este artículo, con el título de «Dos y muchos», se ha publicado en Letras Libres, n.º 274, julio de 2024, pp. 54-55].

martes, 3 de septiembre de 2024

Elogio de la anulación del yo

El yo es un fardo muy pesado, y es casi imposible quitárselo de encima. Ahí está siempre, mangoneándonos la conciencia, asaltándonos con deseos, acogotándonos con recuerdos o, lo que es peor, con esperanzas, que son vislumbres del futuro —y el futuro es mucho más agobiante que el pasado, porque alberga la única certidumbre que nos acompaña; y toda certidumbre ahoga—. El yo es lo único que tenemos, todo lo que tenemos. Aunque sea tan poca cosa, aunque no sea nada. Pero parece una montaña. Además, una montaña viva, que se desdobla, que a veces incluso se multiplica en una multitud de seres irreconocibles. El yo es una materia lábil, pero resistente. Y proteico: está en todas partes, incluso en la nada que somos, y desde todos los rincones, revistiendo todas las formas, nos susurra sus tinieblas, sus necedades. El yo se ahínca en la carne, o quizá sea más exacto al revés: la carne se ahínca en el yo, porque el yo es una horma inmaterial, un molde sin paredes que aspira, contra todo pronóstico, a sobrevivir a los naufragios. Pero también arraiga en el tiempo, y camina a nuestro lado, o nos sobrevuela, o nos atraviesa, aunque no lo reconozcamos. ¿Quién es ese que me mira sin rostro, que, no obstante, me resulta vagamente familiar, pero cuya sonrisa solo me inspira temor o desconcierto? ¿Quién es el que hace el amor cuando lo hago yo? ¿Quién, el que permanece despierto cuando no puedo dormir? ¿Quién, el que me susurra malquerencias cuando otro, acaso él mismo, me sugiere que sea compasivo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué está él? ¿Dónde soy yo? ¿Cuándo soy? El yo oprime con su cargamento de fiebres y flaquezas. Nada es imperfecto que no me pertenezca. Nada que llore, o que implore consuelo, o que muera por compañía, no soy yo. Todo se amontona en el yo como en una furgoneta de quincalleros. El yo tiene borracheras épicas. También fracasos colosales, que se las ingenia, sin embargo, para hacer pasar por grandes éxitos o, por lo menos, por medianías llevaderas. El yo es un gran mentiroso: se pasa el día susurrándonos bulos, desacreditando a la gente, aupándonos a nosotros, y sin perder la sonrisa, es más, acentuándola, para que no sepamos dónde está el mundo ni qué es la realidad, para que nos confundamos en una espiral de naderías y atrocidades. Por todo esto hay que acabar con el yo o siquiera aplacarlo hasta que claudique, aunque siga respirando: para que no exhale ese aliento sulfuroso que nos sume en una letargia inhabitable. Los orientales saben mucho de anular el yo. Se rapan la cabeza, visten túnicas azafranadas y se acuestan en tablas de clavos, que a mí me recuerdan a los trillos con que mis abuelos separaban el trigo de la paja. Y afirman que no hay diferencia entre una cucaracha y el universo, o que la realidad es ilusoria, aunque sucediera Hiroshima. No sé yo si estos mecanismos anulatorios funcionarían con mi yo, que es muy suyo. No estoy preparado para asumirlos, ni, sospecho, mi yo tampoco. Al yo hay que anularlo sin que él se dé cuenta de que se le está anulando. Es menester desballestar su núcleo y aún más sus ramificaciones, tan invasivas. Pero eso acaso no se consiga oponiéndonos a él, es decir, a uno mismo, sino acunándolo en un silencio escalonado, en una nada creciente. Oponerse al yo es caer en la trampa del yo: ceder a su protagonismo y admitir su imperio. Eso garantiza su supervivencia, aunque lo derrotemos. Pero quizá logremos abatirlo si lo desnudamos, deseo a deseo, palabra a palabra, como desabrochamos despacio los botones de la blusa que esconde el pecho deseado. Desnudarlo: desnacer. Remontar el camino recorrido desuniendo las pisadas, separándolas de la tierra o del agua, recluyéndolas en el tiempo, que es cegador, un sepulturero diligente. La anulación del yo semeja una suelta de amarras, pero no para hacerse a otro mar y conquistar otro norte, sino para alcanzar, en ese instante, el destino: un destino que no existe. Al yo hay que domarlo como a las pulgas del circo: sin posibilidad de rebelión. Restarle apoyos, negarle sueños, asordinarle la voz. No dejar que se crea nuestro amo, ni el de nadie. Que no espere nada, que no hurgue en ningún bancal, que no se manche los dedos con ninguna sangre, que no ame ni aspire a amar, esa entelequia a la que el alevoso Platón dio valor universal. El yo ha de morir cada día, asfixiado por su ser, rendido a la escoria que desprende como un horno. Obraremos con inteligencia si le ofrecemos alguna consolación para que no se atrinchere en el latido: un placer moderado, el entretenimiento de un poema agradable o una sonata afortunada, la cercanía de alguien complaciente, pero cuya complacencia no lo excite, sino que lo adormezca. El adormecimiento es un buen camino a la anulación. Hasta que pierda su condición intermedia, de tránsito o conato, y devenga sueño rotundo. En ese momento se verificará la anulación deseada, el cese del anhelo imposible y el remordimiento incurable, la tachadura de la bajeza y el desvalor, la rectificación de la culpa, la eliminación, en fin, de este estar aquí, de este ser hoy que tanto duele, o que tanto placer da, es lo mismo.