lunes, 7 de octubre de 2024

El Líber y la autoedición

Hacía tiempo que no acudía al Líber de Barcelona: en años recientes, no he recibido invitaciones de carácter profesional. Mi última participación en una feria internacional del libro fue durante mi estancia en Mérida como director de la Editora Regional de Extremadura, aunque entonces fui al Líber de Madrid, en IFEMA. Las ferias internacionales del libro —los encuentros profesionales, en general— siempre me han parecido aburridas: el lector que nunca dejo de ser —y el escritor que tampoco— echa de menos el contacto vivo con el libro y la literatura, no mediatizado por los intereses fabriles y comerciales. Sin embargo, mi presencia de hace unos días en el Líber fue todo menos aburrida. La Asociación Colegial de Escritores me había propuesto moderar una mesa redonda sobre las luces y las sombras de la autoedición en España, y yo había aceptado. Llegué a la Feria de Barcelona con mucha antelación y entretuve el tiempo paseando por los estands. La Feria estaba partida en dos: a un lado, las editorales y asociaciones; al otro, las empresas de impresión y artes gráficas. Como es natural, me concentré en las primeras, que mostraban el producto ya acabado, y entre los puestos reconocí a casi todos los grandes nombres de la edición española, a buena parte de los medianos y también a algunos pequeños. En el puesto de la editorial Almuzara se encontraba su fundador y propietario, Manuel Pimentel, exministro de Aznar, que se ha revelado como un editor audaz. Estaba solo. No lejos vi también a Chus Visor, que charlaba animadamente con una mujer en el pequeño espacio que había contratado. De hecho, Visor fue la única editorial solo o fundamentalmente de poesía con estand propio que vi. Rialp, dueña de la legendaria colección Adonáis de poesía, no enseñaba ni uno solo libro perteneciente a esta colección. En cambio, desplegaba generosamente sus títulos devocionales, como, de hecho, hacían también los muchos puestos de editoriales religiosas. Entre los expositores había numerosas asociaciones de editores regionales: valencianos, asturianos, andaluces, gallegos, castellano-leoneses... A la que no vi fue a Extremadura, que, como siempre, no contaba con ninguna representación en la Feria. Esta era una de las carencias enquistadas de la Editora Regional de Extremadura y de las pocas editoriales privadas de la región: su falta de participación en los principales encuentros editoriales y literarios nacionales. Según pude averiguar cuando trabajaba en Extremadura, participar era demasiado caro y, para hacerlo, se necesitaba una infraestructura organizativa que la Junta no tenía y que, por lo visto, sigue sin tener. Cuando hube recorrido la mitad, digamos, literaria, me di un paseo también por la otra, técnica e industrial. Y aspiré durante un buen rato los vapores fabriles que, pese a la asepsia de la tecnología digital empleada en casi todos los casos, emanaban de unos puestos en los que funcionaban grandes aparatos de impresión, que alumbraban imágenes coloristas y perfectas. Luego me dirigí a la sala de conferencias donde se iba a celebrar el encuentro. Participaban en la mesa tres personas: el editor de una distinguida editorial madrileña, dedicada sobre todo al arte y la historia, con una clara proyección académica; la directora de una escuela de letras también madrileña, que además es novelista; y la editora de una empresa de servicios editoriales donde los autores pagan por que se publiquen los libros que desean dar a conocer, y que es, según dicen, la empresa de estas características más importante de España, es decir, la que más libros pagados por los autores ha publicado. Yo, como ya he dicho, moderaba el debate. Lo que no me imaginaba es que lo que esperaba que fuese un acto plácido se convirtiera en el pandemonio en el que se convirtió, y que sirvió para hacerme consciente de lo olvidado que tenía el papel de moderador, de verdadero moderador, en una discusión pública. Presenté a los participantes y cedí en primer lugar la palabra al editor madrileño, que se expresó con moderación, aunque no dejó de manifestar la importancia que para él tenía el catálogo —la obra, realmente, de las editoriales— para la configuración de un proyecto literario y estético digno de ese nombre, que él no advertía en las empresas de servicios editoriales. Habló luego la directora de la escuela de letras, que no se anduvo con chiquitas y se lanzó desde el principio, como una mihura, contra el trapo rojo de la autoedición, subrayando, entre otras cosas, que como lectora tenía derecho a que los libros autofinanciados se identificasen como tales en las librerías, donde convivían con aquellos que no había sido sufragados por sus autores, para saber exactamente qué tenía entre manos y qué podía esperar de ello. Mientras hablaba, la representante de la empresa de autoedición manifestaba su incomodidad con crecientes muecas de dolor y cada vez más evidentes retorcimientos en la silla. Finalmente, tomó la palabra, y lo hizo para expresar su disgusto por que la hubieran traído a una encerrona, rodeada, como estaba, por tres personas contrarias al negocio que representaba. Hube de señalarle que yo era solo el moderador, que no había dado mi opinión, y que el tema de la mesa eran “luces y sombras de la autoedición”. A continuación, hizo una defensa vehemente de su negocio, apelando a la exquisita corrección que se hacía de los manuscritos financiados, a la distribución de sus libros con una de las grandes distribuidoras del país y hasta a la instauración de un premio literario propio, que reconocía al mejor libro publicado por la empresa cada año. La parte más divertida del asunto llegó cuando se le dio la posibilidad de participar al público, porque el público no era un conjunto ecuánime y desinteresado de personas, sino un grupo calentito en el que predominaban los autores que habían recurrido a la autoedición (algunos, en la empresa representada por esta editora) o que, pertinazmente rechazados por las editoriales, se planteaban recurrir a ella. Un hombre, en particular, se erigió en aguerrido portavoz de los que Umberto Eco llama, en un descacharrante capítulo de El péndulo de Foucault, “AAF”, es decir, autores autofinanciados. En su primera intervención, calificó lo que habían dicho quienes se habían mostrado contrarios a la autoedición de “discursos de odio”. Hay quienes, impregnados del peor espíritu woke y sin luces propias para advertirlo, no conciben que una crítica sea solo una crítica, por acerba que sea: cuanto no se aviene con lo que piensan ellos, es un discurso de odio. También otros asistentes tomaron la palabra para señalar diversas disfunciones de la edición, digamos, tradicional —aunque el editor madrileño se oponía a que se añadiera el adjetivo al nombre: quienes asumen el riesgo de editar libros por su calidad son, sencillamente, editores, no editores tradicionales—, que, a su entender, justificaba la existencia y utilidad de las empresas de autoedición, y uno de ellos, dedicado a este mismo negocio, puntualizó que él no se había sentido atacado por lo que habían dicho los miembros de la mesa, sino que entendía que se refiriesen al funcionamiento deficiente de muchas de estas empresas, que no se preocupaban por ofrecer a sus clientes los servicios con los que los habían cautivado, y por los que habían pagado. La cosa acabó con la intervención conciliadora del presidente de la Asociación Colegial de Escritores, que no criticó la razón de ser de las empresas de autoedición, pero que recordó la necesidad de regular el sector para que nadie, ni autores ni lectores, pueda llamarse a engaño ni verse frustrado en sus legítimas expectativas. Yo, como le dije a la ponente que se había sentido víctima de la encerrona, no di en ningún momento mi opinión, porque no era aquella mi labor, pero, de haberla dado, habría sido para suscribir, punto por punto, lo que habían dicho los ponentes contrarios a la autoedición, que me parece, en síntesis, una vía —muy provechosa para algunos— de satisfacer la infinita vanidad humana. Todo autor se considera un gran autor. Todos los que escribimos creemos que lo que escribimos es muy bueno, inmejorable, genial. Es irremediable: así funciona la psique humana. Pero cuando esa íntima e indestructible convicción se enfrenta al filtro de una lectura experta por parte de alguien con conocimientos, sentido de la literatura y capacidad para valorar lo estético, suele chocar con una realidad que le resulta inaceptable: lo que escribe no es lo bastante bueno; más aún, en la mayoría de los casos, es anodino, flojo o, digámoslo sin tapujos, muy malo. Y es ahí donde, para satisfacer su vanidad —o digámoslo ahora bonito: para cumplir su sueño—, se dirige a quienes le dicen que puede conseguirlo. Pagando un precio, por supuesto. Se llaman editoriales, pero son solo imprentas disfrazadas o, por volver a los eufemismos, agencias de servicios empresariales. Su criterio no es la calidad literaria, ni siquiera el interés comercial que la propuesta pueda tener: su único criterio es el dinero. Si el autor lo tiene y quiere pagarlo, cumplirá su sueño (y verá reconocida su convicción, o eso creerá el autor, de ser un gran literato). La literatura tiene poco, o nada, que ver con esto: aquí estamos frente a una mera transacción comercial. Lo que más me ha sorprendido siempre de la autoedición es que los autores crean que les beneficia. No es así: la autoedición les perjudica, y no solo porque han de hacer un desembolso importante. Les impone el estigma (que casi ninguno de ellos se quitará nunca de encima) de quien no ha superado el juicio ajeno —de quien no ha sido aceptado por sus pares en el proceloso mundo de la literatura— y ha tenido que recurrir al vil peculio para aparentarlo. A ello se suman, a menudo, los engaños, por no decir las estafas, que sufren a manos de esas mismas empresas que los han camelado con un sinnúmero de promesas para que les aflojaran la tarifa estipulada: no hacen las tiradas prometidas, sino mucho menores; no distribuyen los libros, salvo, quizá, en alguna librería cercana a la empresa; no hacen campañas de prensa, ni difusión por Internet, ni nada que se le parezca; no les liquidan derechos. Como si uno comprara un coche y se lo dieran sin ruedas ni motor. Pero el libro está publicado, eso sí. Y el autor puede distribuirlo orgullosamente entre amigos y familiares para ser visto, por fin, como alguien que regala su sensibilidad y su inteligencia únicas al mundo.