Sentado en mi despacho, ante el ordenador, veo caer la noche. De la tarde moribunda —del año moribundo— solo queda un lienzo de un azul muy lento, casi detenido ya en negro, tachonado de las hojas de los plátanos, cuyo verdor se asfixia también con el paso despacioso del tiempo. He puesto en Youtube el Concierto para oboe en re menor, opus IX, de Tommaso Albinoni, cuya belleza, aunque lo haya oído muchas voces, sigue maravillándome. Las notas, melancólicas, abrazan la melancolía de lo que se va: de la tarde, de la luz, de la vida. Pronto llegará Álvaro para pasar juntos la Nochevieja: ambos estamos solos, y es mejor pasar esta noche acompañados. Veremos una película en Netflix (ambos somos cinéfilos, y no es difícil encontrar alguna que nos interese a los dos; casi siempre le dejo elegir a él), luego cenaremos algo (incluido un turrón vegano de pistacho que le he comprado ex profeso), sobreviviremos al maremágum de programas de despedida del año en televisión, moderadamente repulsivos, y, por fin, a los golpes del cómitre de la Puerta del Sol, engulliremos las uvas, con la esperanza de no equivocarnos y de no atragantarnos. Ahora, mientras lo espero y escribo estas líneas para despedirme del año, pienso en lo que he dejado atrás para siempre. [He vacilado al escribir esto; lo he borrado varias veces, hasta decidirme por esta forma, algo dramática, pero dolorosamente precisa]. Nunca sabemos cuándo una despedida es definitiva. Nunca sabemos cuándo es la última vez que vemos a alguien, o que le decimos a alguien que lo queremos, o que estamos en algún lugar, o que nos posee un sentimiento. Cada año está plagado de fines que no suponen el fin, pero sí la pérdida de algo que ya no volveremos a sentir, o a tocar, o a querer. Y a todo eso le decimos adiós, sin saber que lo hacemos. Sin embargo, combatimos oscuramente esa certeza imaginando que el destino compensará tantas pérdidas con algo a lo que no quiero llamar ganancias, pero que nos resarza, siquiera fugazmente, del dolor que las separaciones producen. Aparto de la mente la súbita idea de que basta con intercalar una a en la palabra “destino” para convertirla en “desatino”, y pienso en la sonrisa descarnada que me dedicó una desconocida por la calle, en el cariño abrumador con el que me invistieron algunos amigos, en la visión encendida de E. en una penumbra hospitalaria, en un libro delicioso que leí por casualidad, en la interpretación prodigiosa de Ricardo Darín en Escenas de la vida conyugal. Y también pienso en las ocasiones en las que fui yo el que regaló una sonrisa inesperada a alguien que quizá estuviera triste, o se sintiera solo; el que oyó sin prisa y sin juzgar una confesión difícil, si es que hay alguna que no lo sea; el que ayudó a un amigo necesitado, o a un desconocido necesitado; el que escribió un poema que quizá consolara a alguien. Mientras escribo estas líneas voluntariosas y desordenadas, recibo mensajes de guasap, audios, correos electrónicos y hasta llamadas telefónicas —casi desaparecidas ya de nuestra vida: ¿cuándo será la última vez que haga una?— para desearme una feliz Nochevieja y un próspero Año Nuevo (bueno, “próspero” se decía antes; ahora se prefiere duplicar el deseo de felicidad), y yo correspondo a los mensajes de inmediato, no sea que me olvide de hacerlo y ese descuido hiera a quien me quiere lo bastante como para desearme el bien. No está la noche para hacer daño a la gente. De hecho, no está la vida. Pero lo hacemos: los cabrones, deliberadamente; los que solo lo somos a ratos, involuntariamente. El año que está a punto de empezar, empezará con una mañana infinitamente silenciosa, la más tranquila del año, en la que, pasadas unas horas, sonará el concierto de Año Nuevo en Viena y echarán saltos de esquí por la televisión. Luego vendrán más días, más ilusiones y más desilusiones, y uno seguirá caminando, salvo catástrofe, hacia la catástrofe final. Pero no queremos pensar —no quiero pensar— en la oscuridad de la senda ni en la proximidad del precipicio, sino en los placeres que nos aguardan: el cuerpo del amado o la amada, la respiración de los hijos, la promesa de los libros, Albinoni y Rajmáninov, un paseo por el bosque, algún momento de lucidez, alguno también de valentía. Y no padecer reflujo gástrico. Y escribir un poco mejor, desde luego: con más verdad, con menos engreimiento. En el dinero solo quiero pensar —aunque no quiera, en realidad— instrumentalmente, como el medio que me va a permitir disfrutar de todos esos azares que me aguardan, y mitigar con algún licor caro los infortunios que asimismo me esperan. Al diablo el dinero, al diablo el trabajo y al diablo Trump (sobre todo, al diablo el trabajo). Ojalá en este año [Annum Novum Faustum Felicem me acaba de desear un antigua compañera de doctorado, hoy profesora de la Universidad de Barcelona, con la que he retomado la amistad, precisamente, en este año que muere], el aire corra más limpio, y los polos se deshagan un poco más despacio, y la amistad siga sosteniéndome, y y yo continúe creyendo en la poesía, y el amor reviva. Ya es noche cerrada. La próxima luz ya será de un nuevo año.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 31 de diciembre de 2024
Feliz Nochevieja
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Muchas gracias, querido Eduardo, por tus palabras llenas de verdad, me han emocionado.
ResponderEliminarMis mejores deseos para este nuevo año con mucha salud, paz y alegría. Un fuerte abrazo