Dino Campana (Marradi, 1885-Florencia, 1932) pertenece a la poco concurrida estirpe de poetas de un solo libro: en 1915, publicó Cantos órficos [del que hay traducciones en España: en Olifante (1984) y en DVD Ediciones (1999), ambas de Carlos Vitale], y eso le bastó para convertirse en el mayor poeta italiano del siglo XX, según Giorgio Agamben. Y también uno de los más atormentados: desde joven dio muestras de un desequilibrio mental que le inspiraba arrebatos furiosos y de una inadaptación social que lo impulsaba a emprender largos viajes a pie por Europa e Hispanoamérica, sin otro objeto que sobrevivir ejerciendo oficios absurdos —como también hiciera Rimbaud, con quien ha sido a menudo comparado por su carácter visionario, la exigüidad de su obra literaria y una errancia contumaz—, que suscitaron múltiples conflictos con su familia y lo hicieron visitante asiduo de la cárcel y los manicomios. Su estreno literario también estuvo signado por el infortunio: en 1913, recorrió a pie los sesenta kilómetros que separaban Marradi, donde vivía, de Florencia para ofrecer el manuscrito de Cantos órficos —titulado entonces El más largo día— a los prestigiosos editores de la revista Lacerba Ardengo Soffici y Giovanni Papini —el memorable autor de Gog—, pero estos le prestaron tan poca atención a él y a su libro que el manuscrito acabó extraviado. Desesperado por la pérdida del que era su único ejemplar, Campana llegó a amenazar a Soffici y Papini con volver a Florencia «con un buen cuchillo» y hacerse justicia si no se lo devolvían. No obstante, no le quedó más remedio que reescribir el libro, para lo que recurrió a los empleados del ayuntamiento de Marradi, a quienes obligaba a mecanografiar los poemas reconstruidos. Asombrosamente, el original de 1913 reapareció en 1971 entre los papeles póstumos de Ardengo Soffici. Entonces se pudo comprobar que aquella versión, que Campana siempre había creído muy superior a la que reescribiera dos años después, era en realidad muy inferior a esta. Tras una vida breve, errática y marcada por una «esquizofrenia desorganizada», Dino Campana tuvo un final digno de tanta desgracia: se clavó en los testículos una púa oxidada de la alambrada que rodeaba el manicomio de Castel Pulci en el que estaba ingresado y del que intentaba escapar, y murió a consecuencia de la septicemia que se le declaró.
Todo esto y mucho más nos cuenta Juan Vico (Badalona, 1975) en Los regresos (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2024), una biografía novelada de Dino Campana que no obedece a un relato lineal o cronológico al uso, sino a una aproximación respetuosa con las muchas incertidumbres que aún acompañan a la figura y la obra de Campana. Vico presta especial atención a las figuras del padre y la madre del poeta, a sus enloquecidas peregrinaciones y a sus amores, tan torturados como su propia existencia, con la también poeta Sibilla Aleramo. Y lo hace con una prosa versátil e inteligente, sembrada de ironía y de lirismo, que no oculta las sombras del personaje, pero que no las convierte en algo morboso o irrisorio, sino que las presenta como lo que fueron: el fruto de una mente desencajada y convulsamente sensible a los lúgubres colores de una sociedad sacudida por la incomprensión y la violencia.
Esto escribe Juan Vico en el capítulo titulado “El hombre de los bosques” (p. 102):
Cuentan que Dino Campana arranca también algunos de los poemas si considera que el lector no va a estar a la altura de su ingenio. No tenemos por qué creernos este tipo de episodios, pero cómo no ceder a la tentación, sobre todo si el destinatario es el mismísimo Marinetti, que ronda por Florencia preparando una de sus estrepitosas veladas literarias, y al que Dino se la tiene jurada por no haber acusado recibo de su poema ciclista. Dicen, pues, que Dino Campana extirpó todas las páginas del ejemplar que le ofreció al padrino del futurismo, resaltando así su necedad. La escena es irresistible: los versos de Dino desgajados, volando sobre las mesas del Gambrinus mientras sus alaridos anuncian a la humanidad que el gran Marinetti no alcanzaría a entender sus poemas ni aunque se conectase a una dinamo. Ignoramos cuál pudo ser la reacción exacta del futurista, aunque es muy probable que se indignara, porque los provocadores profesionales no suelen aguantar demasiado bien las bromas, y así nos lo imaginamos, por supuesto, el gesto aún más airado que de costumbre, la ceniza del cigarrillo desplomándose sobre su irritante pajarita, las puntas ascendentes de su bigote vibrando como agujas de gramófono. Nosotros, en su lugar, hubiésemos aplaudido con fervor, querido poeta: no se nos ocurre acción más iconoclasta y futurista que esa destrucción de tu propio libro, que esa auténtica vivisección.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, el suplemento cultural de El Norte de Castilla, con el título de “El sufrimiento y la genialidad”, el 30 de noviembre de 2024]
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