Hacía tiempo que no asistía a ninguna inauguración de una exposición de pintura. De hecho, he ido a muy pocas en mi vida. Acudo hoy al opening de Memoria material, de Susana Pozo, pintora y fotógrafa, que se celebra en la sala H2O de Barcelona. Pero antes hago tiempo en el bar Canigó, tomándome un té y leyendo al maligno (consigo mismo y con los demás) Jesús Pardo de Autorretrato sin retoques en uno de los pocos cafés antiguos de verdad que quedan en Barcelona; y en la librería Taifa, donde me hago, por no demasiado dinero, con sendas primeras ediciones de Vicent-Andrés Estellés —lo celebro por ser este el año de su centenario— y de Andrés Sánchez Robayna —Fuego blanco—, entre otros títulos merecedores de atención (y de dispendio). Luego remonto la misma calle Verdi en la que se encuentra la venerable librería del inolvidable José Batlló y llego pronto a la galería de arte. He de acelerar el paso, porque se ha puesto a llover con fuerza. Cataluña ha atravesado dos años de sequía, pero ahora, cuando llueve, diluvia. No obstante, asistir empapado por la lluvia a una exposición en una sala llamada H2O no deja de tener una cosquilleante coherencia. Me recuerda a aquella ocasión en la que presentaba yo el último número de una revista llamada Agua —murciana o cartagenera, ya no recuerdo, y desaparecida hace años— y su directora, a mi lado en la mesa de los presentadores, derribó en el tablero la botella de agua que nos habían dado los organizadores: hube de hacer mi presentación contemplando primero cómo los regueros de Font Vella serpenteaban por las mesa, amenazando a los papeles, y cómo luego se precipitaban por el canto en el que estaba yo sentado, amenazando mi entrepierna. La sala H2O es un espacio elegante pero austero y hasta draconiano: no hay un cubo donde dejar los paraguas, que acaban amontonados en la breve trastienda de la cocina, y tampoco sillas. Bueno, solo una, alta, en esa misma cocina que funge de refugio de paraguas calados, pero esa no cuenta a los efectos que me interesan. El resto de la sala es un espacio diáfano, de paredes blancas, que, desde luego, no está pensado para que descansen una persona mayor o unos pies doloridos. En la cocina tampoco hay nada prometedor: solo muebles negros y alguna cacerola olvidada. Ni rastro de aquellos pingües aperitivos —canapés, cava, ¡croquetas!...— que las películas de Hollywood nos han inculcado que son consustanciales a inauguraciones o happenings. En la otrora materialmente opulenta Barcelona prevalece hogaño una templanza luterana. Memoria material —que invierte, no sé si deliberada o inadvertidamente, el título de uno de los mejores libros de José Ángel Valente, Material memoria— reúne obras pertenecientes a tres series autónomas: Naturalia, Cossos votius [Cuerpos votivos] i L’ull buit del temps [El ojo vacío del tiempo]. Son autónomas, sí, pero todas revelan una coherencia fundamental: la que les otorga su carácter térreo, matérico, de un figurativismo sinuoso, en el que las realidades pintadas parecen sumergirse en remolinos ocres, compuestos de piel, barro y enigma, como si el fondo en el que se subsumen envolviera, hasta casi tragarse, lo que dice la pintora para luego volver a parirlo, transformado por ese viaje abrupto y entrañado. Las obras reunidas en la exposición participan de un singular tenebrismo, en el que los negros zurbaranescos han sido sustituidos por pardos y tostados mediterráneos, que rozan lo anaranjado, con algunas cuchilladas blancas, los cuales les otorgan una viveza paradójica, casi geológica. En las tres series aquí dispuestas, se reconocen motivos vegetales, animales y humanos, que descuellan en la animosa borrosidad de las piezas: mariposas, jarrones, manos, cuerpos. Algunos de estos motivos se repiten como variaciones de un mismo tema, con una insistencia chamánica. Muchos cuerpos aparecen en recuadros de madera —los que enmarcan el propio cuadro u otros más pequeños dentro de él—, aislando el movimiento de cada uno del resto de la pieza, y de las demás piezas de la exposición, como si cada organismo fuese una pieza desgajada de un impulso colectivo o cósmico. Y los cuadros más grandes a menudo aparecen también rodeados por otros más pequeños, de su misma textura o propósito: se configuran, así, lacónicas constelaciones de planetas envueltos por satélites u óvulos prestos a la inseminación, en un diálogo plural entre lo que está dentro y lo que está fuera, entre los que se mueve y lo que no puede salir(se) de su(s) casilla(s), entre el cosmos y la soledad. El trazo de Susana Pozo es siempre perceptible, denso, repujado; el grumo de los pigmentos se multiplica y entrelaza hasta alcanzar una totalidad uniforme y a la vez inasible, como la arcilla. Y su pintura palpita con la espesura de la tierra, permeada de gestos, de perfiles dinámicos pero aislados, de siluetas que recuerdan, por un momento, al simbolismo radical de las cuevas de Lascaux o Altamira, a las arcaicas representaciones de vírgenes o atletas. De todas estas elucubraciones me arranca, primero, un trueno ensordecedor que deja temblando las paredes de la sala, y, después, una gota, mucho más discreta pero no menos molesta, que me cae, con precisión de francotirador, en la punta de la nariz: H2O tiene goteras, una nueva y aún más sorprendente manifestación de coherencia. Lastimosamente, la lluvia que cae impide utilizar el patio trasero de la sala, que exhibe una vegetación exuberante en la que distingo un magnolio, un limonero y una palmera catedralicia, y de cuya ordenada maraña escapa el vapor expulsado por la chimenea de la calefacción. Cuando he llegado, he coincidido con alguien que me ha saludado por mi nombre, pero a quien, pese a que su cara me sonaba, no he reconocido. Y ahora, otra vez, ese desconocido que me conoce y yo salimos juntos por la puerta. Y los dos nos perdemos entre las sombras húmedas de una noche ya cumplida.
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