domingo, 27 de abril de 2025

Elogio de la poesía

La poesía es una enfermedad del cerebro.
ALFRED DE VIGNY, Chatterton, III, 5

La poesía rompe cadenas: las cadenas informes del pensamiento y también de la conducta. Todo es uno: la continuidad del ser, desde el surgimiento de la idea, que es simultáneo a la afirmación de la conciencia, hasta el último percance, que consiste en morirse. La poesía perturba esa secuencia imperturbable como una gran mano que removiese el fondo fangoso de un estanque y revelara la condición fugitiva del agua, los pecios escondidos, los peces invisibles, la turbiedad que se ilumina al contacto efímero del sol, el rapto y la subversión y el caos momentáneo de un lecho trastocado por el latigazo clemente de lo inconcebible o lo nunca dicho. La poesía hace que el lenguaje amanezca, y a la luz embravecida de esa alba nos sabemos derramados, desasidos del yo, aferrados al tumulto de las cosas, que procuran una fiebre alborozada y que experimentamos como una quietud alada, como algo que enloquece a la vez que sosiega. En la poesía todo es posibilidad. Y, además de aquello de lo que ha de ocuparse, porque alguien tiene que hacerlo —las nubes que pasan, el trajín de las musarañas, el pálpito del mundo—, atiende a la destrucción de lo consabido, una sustancia ponzoñosa. La certidumbre que perseguimos se coagula en rectitudes lacerantes, aunque no lo sepamos, o aunque creamos que ese espesamiento nos apacigua. La poesía deshace esas durezas y nos embarca en un zigzagueo tenaz: fracturas, espasmos, hiatos ocupan lo que antes gobernaba la rigidez. La poesía desmonta el lenguaje como si vaciara una caja de herramientas. Y no proclama primores bobos ni ejercicios de papiroflexia, sino un estrépito sutil que resuena en el sótano que somos, en las paredes de la ignorancia que nos constituye. Nada es definitivo para la poesía, que avanza por entre los pliegues de la razón —y de la sinrazón, su sosias demoníaco— como una carcoma jovial, como un seísmo al que azuzáramos igual que a un perro. Los ladridos de la poesía desordenan el espacio: nos desordenan. Pero ese desorden se vuelve tierra en la que cada mudanza deposita otro árbol, una hoguera, un yo distinto: alguien que somos nosotros, pero a quien no reconocemos, jadeante de estupor, enemigo, hermano, nadie. Cuánto placer en ese remolino de acasos, en esa conjunción de ocasos, tras los cuales emerge una llanura incandescente por la que, no obstante, caminamos como si la cubriera la hierba. La poesía funde, confunde, ilumina. La poesía es un buey que ruge, un teorema libertario, un cuento para niños escrito con caracteres rúnicos, un axioma con escalofríos, un continente heteroglósico, una crueldad amable, una hemorragia apacible, el bonete de un sabio que nos calamos cuando el sabio no mira, la leyenda escrita en el frontispicio del cementerio, el horizonte que se nos mete en el cuerpo y nos posee como una condenación, la lujuria de la voz enseñoreándose del mármol y de la ceniza, una rosa que nunca acaba de florecer, unos dedos que hurgan en lo infinito y solo sacan arena, pero arena arrebolada de leche y de misterio, una esperanza que insta a escribir, como si el mero acto de la escritura colmara nuestras expectativas, una bienaventuranza que se formula cuando maldecimos, una convulsión rejuvenecedora. La poesía, sumiéndonos en la realidad, saciándonos de realidad, nos exime de la realidad. Con la poesía nos amotinamos: contra nosotros mismos, contra los círculos que nos vuelven lineales (o cuadrados), contra los fangales en los que hemos plantado la casa, contra la pasividad. Y está en todas partes: en el lápiz con el que he escrito «y está en todas partes» y en el cielo que veo por entre las hojas de los plátanos que asedian mi balcón; en la pausa que hago para considerar si he de añadir la palabra «heráldicas» a la palabra «hojas» y en la madera fresca en la que apoyo los pies. La poesía es el antídoto hospedado en el veneno que nos administra cada día el mundo y también el vino que me he bebido al beberme un vaso de leche. Pero es preciso desvelarla: con el cuchillo de la verdad, que no excluye la contradicción, que no se divorcia de la incertidumbre, hay que tallar un cuerpo desconocido, que está en el aire, que estalla y se extingue, como el amor. Su presencia, no obstante, basta para ver. Nos asomamos a lo que no ha existido, pero ya nos ha abandonado. Vislumbramos los músculos desterrados, el rizoma de la impermanencia, la solidez del vacío, y anidamos en ese país, que es un monstruo, o la noche, o la plenitud. La poesía desanuda los laberintos y cincela la nada. Todo acude a su llamada. Los pájaros no cantan más que la poesía ni los endriagos braman menos. Y esa fusión del cero y el absoluto, de suciedad y nacimiento, de sutura y desgarro, nos recrea, como a las cosas las recrea la luz. Una luz insomne, semejante a lo que se nos escapa, a la voz derrotada con la que, gracias a las palabras del poema, prevalecemos.

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