martes, 6 de septiembre de 2016

Breve diario de viaje: Colombia (II)

El Festival Internacional de Teatro de Manizales se celebra en las mismas fechas que la Feria del Libro de la ciudad, a la que ha sido invitada la delegación extremeña. Viene realizándose desde 1968 es el más antiguo y el más importante de Hispanoamérica-, cuando empezó como encuentro de teatro universitario, a cuyo nacimiento y progresión contribuyeron escritores e intelectuales de la talla de Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Jack Lang y el español Alfonso Sastre. Cuarenta y ocho años después de su fundación, sigue manteniendo una presencia abrumadora en la ciudad, que es, por otra parte, la más teatral de Colombia. Las obras se representan en sus muchísimos escenarios desde grandes auditorios, como el Teatro Fundadores, hasta locales pequeños y deliciosamente alternativos y el público nunca falla: por lo que hemos visto, se llenan siempre. Sin embargo, yo no he tenido suerte. He visto tres obras estos días gracias a la generosidad de la organización, que nos ha regalado entradas a todos los miembros de la delegación y ninguna me ha gustado. La primera fue la que inauguraba el festival, Camilo, de la compañía La Candelaria, sobre la figura del cura guerrillero Camilo Torres, un defensor de los pobres en los 50 y los 60. Camilo trabajó muchos años como sacerdote y pensador, fundó periódicos, centros de estudio y frentes de oposición, y apoyó todas las causas de izquierdas contrarias al establishment político colombiano, hasta que decidió sumarse a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional y hacerlo también por las armas en 1966. Aquello fue su perdición: murió en su primer enfrentamiento con el ejército colombiano. Se conoce que alguien habituado a manejar ideas, crucifijos y libros no estaba en las mejores condiciones para combatir a las aguerridas fuerzas armadas del país. (Paradójicamente, el cadáver del cura acabó siendo enterrado en el mismo panteón militar de la Quinta Brigada de Bucaramanga, la unidad a la que se había enfrentado y que lo había matado). Con ser interesante la figura de Camilo Torres, muy años 60, la obra que celebraba su memoria, en el cincuentenario de su muerte, no me gustó: era deslavazada, gritona y, sobre todo, aburrida. Mantuve un fiero combate conmigo mismo por no cabecear: habría sido poco decoroso. Pero me invadía un sopor casi invencible, y se me cerraban los ojos. La pieza, además, dura, inmisericordemente, 90 minutazos. Aunque, para ser justos, hay que decir que no contribuían a que estuviera despejado ni el jet lag ni el ron que me había asestado a la entrada: unas azafatas muy pintadas y con unos tacones muy altos servían gratis en el vestíbulo un ron viejo de Caldas que quitaba el hipo y casi la vida. Salir del teatro me despejó, y no solo por el fresco de la noche, sino por la conducción del taxista que nos devolvió al hotel. En Manizales los taxistas llenan las carre(te)ras de emociones fuertes. Simón observó que conducen como en los videojuegos a los que juega su hijo. Algunos, como el de Camilo, era capaz de acelerar en un embotellamiento. Cuando llegamos al Varuna, bajamos del coche como quien escapa de la doncella de hierro. Curiosamente, todos los taxistas son unos killers del volante (y alguno cuenta con todos los adelantos de la tecnología: móvil manos libres, conexión por radio, GPS), pero ninguno es capaz de expedir un recibo: uno ha de darles el papel en que hacerlo y decirles qué tienen que poner en él. La siguiente obra a la que asistí, en el Auditorio de la Universidad de Caldas, se titulaba La sangre de los árboles, un hermoso título para una producción psicoanalítica y desgalichada. Estuve buscando en el vestíbulo del auditorio a Valeria, mi encantadora y aterrorizada compañera de vuelo de Bogotá a Manizales, creyendo que, por estar radicada la compañía que la representaba en Montevideo, era probable que también ella quisiera verla, pero no había venido. Qué pena. He dicho antes "psicoanalítica", para caracterizar a La sangre de los árboles, no solo porque fuera argentina, sino porque trataba de dos hermanas enfrentadas que intentaban aclarar su pasado y el de sus padres. Reparé en que una decía "esperar por ti", en lugar de "esperarte", con el repugnante calco del inglés ("wait for") que, incomprensible y desdichadamente, se está generalizando a ambas orillas del Atlántico. También, en que alguien roncaba a mi lado, al otro lado del pasillo: no era, pues, yo el único que sentía cemento en los párpados. Aunque la mayoría del público se reía, algo que también me resultaba incomprensible. Era, no obstante, una risa escolar: la reacción de un público inmaduro a un gesto infrecuente, o a una inflexión cómica de la voz, o a una mueca más o menos grotesca. El texto no ofrecía, a mi juicio, ningún motivo para la risa, pero yo (y el caballero que roncaba cerca de mí) estábamos en minoría. Otra de las actrices dijo en otro momento: "Lejos de lo que solemos creer, la poesía acaba quitándoles la palabra a los hombres. Habría que prohibirla". Agradecí esta vez que no dijese "a los hombres y las mujeres", esa insufrible y antieconómica fórmula del feminismo lingüístico, y la idea me interesó: ojalá el autor de la obra la hubiese desarrollado algo más, pero se quedó en eso. Por fin, ayer, Simón, Antonio y yo fuimos otra vez al Teatro Fundadores, a ver El destino tragicómico de Tubby y Notubby, una producción canadiense. Entramos aterrorizados, una vez más, por la conducción del psicópata que se hacía pasar por taxista, pero reconfortados, también de nuevo, por el ron viejo de Caldas que nos sirvió, a la entrada, una azafata calafateada de maquillaje y encaramada a unos tacones abismales. La obra suscitó disparidad de opiniones, como en los toros: a Simón y Antonio les había gustado; a mí, otra vez, me había desagradado. Aunque la obra denotaba un buen conocimiento de las diferentes tradiciones dramáticas desde el teatro del absurdo hasta las sombras chinescas, pasando por la tragedias de Shakespeare, encontré la misma falta de sentido, el mismo desorden y gratuidad, la misma inclinación payasesca, que en las dos anteriores. Y también numerosas erratas en la traducción al castellano de los diálogos en inglés y francés de la obra, que se proyectaba en el telón: "rehúso", por ejemplo, no se escribe "reuso". El hecho de que a mis acompañantes la representación les hubiera seducido y también a la mayoría del público, que se rio mucho y aplaudió largamente a los actores me hizo pensar si no seré yo el que se haya quedado anticuado, el que conserve una concepción obsoleta del teatro. Es posible. En esto, como en todo, puede que me esté haciendo viejo. Pero la noche de El destino tragicómico de Tubby y Notubby no quise pensar en ello: a la salida, me eché al coleto un último ron viejo de Caldas y me adentré en las tinieblas del taxi como quien entra en la estrella de la muerte.

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