sábado, 10 de septiembre de 2016

Breve diario de viaje: Colombia (III)

En Pereira, Antonio María Flórez, José Manuel Díez, Susana Martín Gijón, Simón Viola y yo participamos en una charla en la Universidad Tecnológica, moderada por el escritor y profesor Rodrigo Argüello. La sala está abarrotada, aunque esta misma tarde retransmitan un partido de fútbol entre Colombia y Brasil, nada menos. Buena parte de los muchos asistentes al acto visten la camiseta amarilla o azul de la selección nacional, y es de prever que salgan corriendo cuando se acerque la hora del encuentro. Así nos lo anuncian también, con cierto pesar, nuestros anfitriones. (Hemos comprobado ya la pasión futbolera de los colombianos: cuando llegamos a Manizales, se estaba disputando otro partido de la selección, y en las terrazas de la zona rosa, la de los bares y locales de ocio, bullía un gentío aullador). Nuestra sorpresa llega cuando, muy avanzada ya la charla, la gente, salvo unos pocos irreductibles, sigue en los asientos. Yo he iniciado mi intervención diciendo que era un honor estar aquí. William, uno de los profesores que nos ha acompañado, me confiesa después en la cena que eso ha sido algo insólito y muy gratificante para los estudiantes, que provienen en su mayoría de familias humildes y no están acostumbrados a que escritores reputados, si bien desconocidos, tengan en tan alta consideración su compañía. Una de sus alumnas, sigue contándonos William, le confesó hace unos días que a su hermano acababan de matarlo de diez balazos en la calle. Pereira es una ciudad segura, pero el  nivel de seguridad es relativo: depende de con qué lo compares. Si lo haces con otras ciudades de Colombia, o con su propio pasado, lo es, en efecto. Pero eso no significa que no sufra todavía las dramáticas consecuencias de la pobreza y la desigualdad. Nos reconfortó saber que nuestra presencia había sido estimulante para todos. Al día siguiente decidimos conocer algo de la ciudad. El núcleo urbano de Pereira, una ciudad de medio millón de habitantes, no tiene demasiados atractivos, si exceptuamos la catedral, Nuestra Señora de la Pobreza, de finales del s. XIX, a la que un terremoto despojó de su revestimiento de piedra y dejó a la vista su estructura original, de madera de comino entrelazada, que le da un aire huesudo y transparente, aunque sea sombría (un aire pobre, coherente con la Virgen que la inspira). Tampoco dejamos sin visitar la librería de viejo Roma para desesperación de José Manuel Díez, que sostiene que los conduzco al averno: a ese lugar donde la tentación nos vence y hace que compremos más libros aún de los que ya llevamos embutidos en las maletas, en la que descubro una traducción de Luis Cernuda de poemas de Hölderlin, publicada por la editorial Séneca aquel benemérito refugio de exiliados españoles en  México en 1940. Me cuesta 5 000 pesos, menos de dos euros. (El dueño, que ha visto el respingo que no ha podido reprimir ante el hallazgo, se debate entre el respeto al precio consignado y el deseo de aumentarlo, a la vista de mi entusiasmo, pero se inclina, afortunadamente, por lo primero). Sin embargo, lo mejor de la estancia en Pereira son las aguas termales de Santa Rosa, unas piscinas en la montaña alimentadas por los caudales hirvientes del subsuelo volcánico. Guiados por la mano experta de Arbey Atehortúa Atehortúa, el director del Departamento de Español que nos ha acogido en la Universidad Tecnológica, llegamos hasta el lugar, cuyo último tramo es de tierra, cuando ya cae la noche. Pero no importa: la oscuridad le da un atractivo singular. Salvo Antonio María Flórez, que ha tenido que marcharse ya a Medellín, José Manuel, Simón, Susana, Arbey y yo nos desnudamos en los resbaladizos vestuarios de las instalaciones (cada uno en el de su sexo) a Simón le recuerdan las duchas de la mili, cuando los reclutas salían con la ropa en una mano y los zapatos, con los calcetines dentro, en otra y nos bañamos con regocijo en la pileta de agua espesa, en la que muchos otros todos ellos colombianos: aquí no hay más guiris que nosotros han tenido también la idea de meterse. Como los antiguos romanos, alternamos la inmersión en agua caliente y en agua fría, que nos proporciona una catarata cercana, a cuyo pie la fuerza de la caída ha abierto un hueco en el que puede uno resguardarse. Los romanos comían uva mientras se bañaban. A falta de racimos, nosotros nos tomamos unas cervezas. José Manuel hace bombas (yo me contengo, no sea que vacíe la piscina) y sospecho que alguna de sus salpicaduras se ha metido en la lata de Simón, pero a este no parece importarle. Es más: el agua mineralizada le hace bien a su maltrecha rodilla. Yo observo al paisanaje, y veo el tatuaje verdirojinegro de una mujer desde el hombro hasta la teta, inclusive, y a dos homosexuales que no dejan lugar a dudas de que disfrutan de su mutua compañía, y cuyas efusiones me agradan especialmente en un país muy católico y poco complaciente con los gays. A la mañana siguiente, volamos a Medellín, la última etapa de nuestro viaje. Estaba previsto que nos desplazáramos a la capital antioqueña por carretera, de la que nos separan solamente 196 kilómetros, pero la organización de la Fiesta del Libro y la Cultura lo ha desaconsejado: las obras y recientes deslizamientos de tierras por las lluvias no garantizan un viaje rápido ni seguro. Lo hacemos, pues, muy de mañana, en un microavión de Easyfly, cuyo embarque, no obstante, no resulta fácil: nadie nos informa de que el acceso a una avión que vuela de una ciudad colombiana a otra ha de hacerse por la puerta de salidas internacionales, y hemos de correr, cuando oímos un aviso de embarque que dice ser el último, hasta el aparato, para lo que debemos arrollar a la fila de viajeros que espera a pasar el control de equipajes. José Manuel nos abre camino, repartiendo disculpas a diestro y siniestro, aunque todavía haya que superar una última dificultad: los mecheros de Simón, de los que el policía del control se incauta (descubierto el primero, el cancerbero insiste en que le entregue el segundo. "No, no llevo más mecheros", replica Simón, con expresión inocente; "sí, sí lleva más mecheros", mantiene el poli; y sí los llevaba). Cuando ya estamos al pie de la escalerilla, Susana me hace una foto: soy más grande que el avión, opina. Desde la no muy gran altura a la que vuelva el aparato, de hélice, se observa el sobrecogedor paisaje de Antioquia, montañoso y verde, aunque en su verdura se inmiscuyan rebaños u hongos de nubes bajas. Y a Medellín llegamos apenas media hora después de haber despegado.

2 comentarios:

  1. ... no todo el mundo puede entender los respingos de los bibliófilos al encontrar una joya bibliográfica. Se lo pierden. Vuestro viaje es para poner los dientes largos a cualquiera. Que sigáis disfrutando y dejando el pabellón cultural extremeño muy alto con vuestra representación.

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