Modero el viernes una mesa redonda en Hoyos, cuyo tema es "El cuento en el S. XXI". Forma parte del programa de la V edición de "Extremacuentos", un festival de narración oral de la Sierra de Gata que vuelve a la vida, tras cinco años de parón. Lo patrocinan los ayuntamientos de Hoyos y Villasbuenas de Gata y la diputación de Cáceres, y cuenta con el apoyo los comerciantes soyanos, que contribuyen con publicidad a su financiación. Llego a la biblioteca local, donde se celebra la mesa redonda, con el tiempo justo: hemos salido tarde de Badajoz –a donde he tenido que desplazarme en coche para recoger a Ángeles, dado que no había trenes a Mérida a esas horas: las conexiones ferroviarias en Extremadura, siempre espléndidas– y hemos tenido que correr (pero nunca a más de 120). La biblioteca es un buen lugar para celebrar un acto de estas características: amplio y bien surtido de libros, que crean ambiente. Además, ha venido mucho público. En general, y contra lo que pueda parecer, el público de los pueblos responde a la oferta cultural: la gente tiene ganas de ver cosas, de disfrutar de espectáculos, de sentirse también objeto de la atención de los creadores. No obstante, en cuanto empezamos a hablar nos percatamos de una carencia fundamental: no tenemos micrófono, lo que nos obliga a todos a casi gritar para que se nos oiga en las filas de atrás. Yo no tengo problema –a mí hablar alto me sale de forma casi natural–, pero los demás miembros de la mesa, sobre todo las chicas, no son tan estentóreos como el moderador. Los invitados al debate son el rapero Abraham Rodríguez, la maestra y bloguera Ana Nebreda, el poeta y músico Julio César Fuentes Domínguez, más conocido por Niño Índigo (es curiosa la abundancia de extremeños que se llaman como el famoso emperador romano), el escritor y director de la revista Madreselva (y muchas cosas más: poeta experimental, profesor, editor, gestor cultural...) José Juan Martínez Bueso, a quien conocí hace poco con ocasión del premio Dulce Chacón en Zafra, y la hispano-uruguaya Myriam Lago, actriz y directora de teatro. La primera pregunta parece obligada: ninguno de ellos –salvo, acaso, José Juan, que ha practicado, como escritor, los géneros aledaños de la novela corta y el microrrelato– cultiva específicamente el cuento: todos se dedican a otras artes o modalidades creativas. ¿De qué forma lo integran en sus respectivas disciplinas? ¿Cómo abordan el cuento en el rap, la canción, el poema, el artículo o el escenario, según? El debate pronto se aviva, y las preguntas y respuestas se suceden. Como moderador, me he de preocupar de lo que han de preocuparse todos los moderadores: controlar el tiempo, estimular (o acortar) las intervenciones, tener una batería de preguntas lo suficientemente grande como para que la discusión no decaiga. Procuro, también, que los invitados se sientan cómodos: los miro a todos a los ojos cuando planteo los temas; los llamo por su nombre de pila; introduzco alguna broma; sonrío. Los debates han de estar bien planificados y ejecutados, pero, paradójicamente, solo se hacen debates dignos de ese nombre, es decir, enriquecedores, sorprendentes, cuando se rompen las rigideces de la planificación y la ejecución. Ana hace observaciones muy valiosas: los medios digitales acercan lo lejano, lo que está muy bien, pero alejan lo cercano, lo que quizá ya no sea tan bueno; y reivindica, en el lector y en la vida, la memoria, el silencio, la lentitud, esto es, todos aquellos elementos que niegan la fragmentación y la prisa, y propician la reflexión. Myriam, por su parte, enfoca el cuento como una estructura tradicional que es imperativo adaptar a los nuevos papeles de la mujer en la sociedad. Anuncia ejemplos de subversión de los relatos tradicionales y, en general, una aproximación iconoclasta a la cuentística clásica, sobre la que emite algún juicio categórico: "Odio a los hermanos Grimm". Tras la conversación entre los miembros de la mesa, doy paso al debate con el público, que siempre es lo más motivador, aunque también lo más peligroso: nunca sabes qué interlocutor vas a encontrar entre la gente. Hoy tenemos a un joven impetuoso y locuaz –que ya ha querido intevenir antes, pero al que he rogado que esperase a hacer sus preguntas o comentarios en esta ronda– que nos alecciona sobre la, a su juicio, característica fundamental del cuento: la moraleja. Un caballero de largas guedejas blancas, sentado solo a una mesa cerca de la nuestra, canta las excelencias del cuento: le vacía la mente, hace que se le pare el pensamiento, y eso le da paz. Nadie le responde, pero yo pienso que a mí lo que me gusta del cuento, y de la literatura en general, es que me llene la mente, que me active el pensamiento, que dispare la emoción. Para quedarme en paz, practico el zen. Una señora de la última fila sugiere algo importante: que los índices de lectura lleven décadas aumentando en España, es decir, que se lea más (porque se lee más: es un dato empírico; lo contrario es mentira), no significa que se lea mejor, cuando lo que más se consume es Harry Potter o las flatulencias de Belén Esteban. Le doy la razón: hay que acompañar el consumo de educación y criterio. De otro modo, seguiremos revolcándonos en la basura del mercado. De todos modos, y aunque a mí lo que escribe J. K. Rowling no me gusta, es más, se me antoja detestable, siempre me parecerá mejor que se lea Harry Potter a que no se lea nada. Mi amiga Toña, que está entre el público, añade que leer es un hábito, y que Harry Potter, o cualquier otro título, potencia ese hábito. Es cierto: lo importante es que los niños (y los mayores) adquieran la costumbre de leer, sea lo que sea. Más adelante, ya seleccionarán sus preferencias. (Aunque mi temor, como el de Harold Bloom –y perdón por la equiparación–, sea que no se pase de Harry Potter: que la menesterosa presencia, si no la desaparición, de la literatura en la educación y su pérdida de influencia en la sociedad impidan la decantación de criterios propios y el perfeccionamiento del gusto. Los niños de hoy que leen las aventuras de los alumnos de Hogwarts ¿leerán mañana las de Don Quijote y Sancho o las del príncipe de Dinamarca?). Dos actuaciones del cómico Pablo Hoyos han punteado la mesa: El príncipe azul desanimado y Alien y los alienados. Son excelentes monólogos, que Pablo desgrana sin aspavientos, un poco a lo Eugenio, el malogrado humorista catalán, o a lo Buster Keaton. Su actuación encaja bien en el acto: ¿qué son los cuentos, las narraciones orales, sino monólogos? Dejo aquí la definición que da Pablo del amor, entendido como acrónimo: apego mórbido obsesivo recurrente.
Como nos hemos pasado el día en casa –yo, sentado, escribiendo–, salimos a pasear el sábado, aprovechando que se ha abierto un poco el cielo: lleva toda la jornada lloviendo. Vamos hacia la ermita del Cristo Bendito del Valle, un cubo granítico del s. XVI, a la salida del pueblo, y seguimos más allá, por la carretera de Cilleros, por la que a estas horas (y casi a ninguna hora) apenas hay circulación. Baja mucha agua por los arroyos y por debajo de las calles: los cimientos del pueblo son líquidos, como puede comprobarse en las casas, siempre amenazadas de humedad. El ruido de los torrentes –en los que no faltan los plásticos que tiran los desaprensivos– se mezcla con el canto de los pájaros, entrelazado con el aire lavado. No sabemos qué pájaros son, pero su música es transparente. Las nubes, grises, feroces, se amontonan sobre la sierra, del lado de Trevejo, y dejan al descubierto el horizonte donde están posados, como puños blancos en un mantel verde, Gata y Santibáñez el Alto. La frontera de las nubes, móvil como ellas mismas, dibuja un espacio híbrido, en el que combaten el algodón sombrío de los cúmulos, el añil encendido del atardecer y los reflejos anaranjados de un sol caedizo. A veces, los bajíos de las formaciones gaseosas se enredan con los rayos perentorios del ocaso, y el resultado es un bullir de llamas blancas que recuerda a un infierno nevado. Nos acompañan, en los arcenes de la carretera, matas de romero florecidas de azul. Me agacho, froto una y le doy a oler la mano a Ángeles: hummm, dice, elocuente. El musgo recubre las piedras: invita a acariciarlo, a fregarse contra él. La hierba está crecida: del incendio de hace dos años quedan la tizne de algunos troncos y claros con pinos esqueléticos, pero la vida se abre paso: la vida expulsa a la devastación del reino arrasado en el que se instaló. Vemos, aquí y allá, pilas de leña. Ladran, en los rincones, los perros. De un redil con muros tejados, junto a la vía, nos llega un intenso olor a oveja. A Ángeles le ofende; a mí no me disgusta. Los olores de pueblo –el romero de antes, las boñigas de ahora– me retrotraen a mis veranos de infancia en Aragón y me devuelven el recuerdo de mi padre, con el que paseaba por aquellos campos feraces, muerto hace tanto tiempo ya. Tras la lluvia, las rapaces se atreven a salir en busca de roedores y tiran sus líneas negras en un cielo sin mancha. Se les escapa, no obstante, el conejo que vemos atravesar el asfalto, a pocos metros de nosotros. Los almendros han engordado de flores blancas, y la retama se estira en innumerables flores amarillas, aunque también las hay rojas, rosadas y lilas. Todo el campo es una suma de colores, cuya unión dibuja una estampa monetiana, caótica y pura. Cuando volvemos, oímos un repiqueteo que no viene acompañado de agua: es granizo. El paraguas que he traído nos protege del impacto de las bolas. Pasamos por delante del polideportivo del pueblo, donde, al ir, estaban jugando un partido de fútbol sala. Ahora ya han acabado: no queda nadie. La tregua que habían dado el agua y el frío también ha terminado. Vuelven, con vigor nocturno. Llegamos por fin a casa y encendemos la chimenea.
El sábado por la noche hay cuentacuentos para adultos en la casa de la cultura del pueblo. Actúan la española Concha Real y la peruana Mercedes Carrión, en un espectáculo que se titula Ser o no ser. El teatro de la casa de la cultura es formidable para un pueblo de menos de 1000 habitantes: 200 de ellos caben aquí. Los asientos son estrechos, aunque no tanto como los de los aviones; pero para mí todos los asientos son estrechos. Las cuentistas lo hacen bien. Bajo el lema "Yo quiero ser una chica Almodóvar", de la canción de Sabina, cantada con su expresiva no voz, desgranan seis relatos en los que se mezclan el humor y la poesía. El timbre limpio de Concha Real combina bien con el acento desgarrado de Mercedes Carrión, que cuenta la historia descacharrante de su triunfo como actriz en Europa con la versión en húngaro del famoso monólogo to be or not to be, de Hamlet, en Barcelona. Tras interpretarlo superlativamente, gracias a su sólida formación y sus muchos recursos, observó que en el teatro no había quedado ni el tato. El público de Hoyos, en cambio, está a la altura de las circunstancias: nadie se va ni dice nada durante las actuaciones. No como aquel señor que, en una representación de Platero y yo, en una residencia de ancianos de Cáceres, se puso en pie y gritó: "¡Ten cuidado, a ver si un gitano te va a robar el burro!". El cuentacuentos acaba con una lluvia de rollos de papel higiénico que Pepa Miranda, la principal promotora y organizadora del festival, saca al escenario y empieza a tirar al público, entusiásticamente acompañada por Concha y Mercedes. La idea es que los rollos se desenrollen en el aire y creen, como el confeti, un ambiente carnavalesco. Algunos lo hacen, pero otros, arrojados acaso con menor pericia, acaban, enteros como piedras, en la cabeza de algún espectador. Es un final agridulce para un acto feliz, pero aun así nos reímos mucho.
El texto (el fin de semana) es conmovedor. Las líneas dedicadas a tu padre me parecen sublimes. La crítica a J. K. Rowling chirría.
ResponderEliminarQué difícil moderar un debate sin meter baza y qué bien contar con público preguntón. Los protagonistas del debate, tan diversos, tendrían mucho que enseñarse. José Juan es un hombre incansable, inmune al desaliento.
ResponderEliminarMe alegro de que no hubiera micrófono, con suerte se escuchó poco a la Sra. que odia a los hermanos Grimm; yo odio esa moda de adaptar los cuentos clásicos para amputarles la violencia, el machismo, el miedo...
Y el paseo por ese lugar de aguas generosas, por esas nubes y esos olores...uhmmmm.
¡Qué rápido todo!
ResponderEliminarUn abrazo.
Blanca.