Decidimos hoy pasar el día en Ciudad Rodrigo, una hermosa ciudad que hace tiempo no visitamos y que está a menos de una hora en coche de Hoyos. El día no invita a la excursión –hace una niebla espesísima–, pero nos apetece abandonar el encierro rural y ver (o más bien volver a ver) mundo. Yo ocupo el tiempo del viaje en leer el Diario literario de Paul Léautaud, recientemente publicado por Fuentetaja (y que recibió una muy favorable crítica en Babelia, pese a lo cual me costó un mundo hacerme con un ejemplar, que ni estaba en librerías ni casi en distribución), y que me abruma a la vez que me fascina. La edición original del diario comprende 19 volúmenes. El libro que estoy leyendo –de solo 920 páginas– es una selección de ese relato ingente, que dura lo que duró la vida de su autor. Estoy seguro de que Léautaud me habría repugnado como persona, y no solo por su aspecto físico –era legendario su desaseo personal: en algunas fotos suyas que incorpora la edición, hechas en 1954, pocos años de su muerte, aparece como un clochard, en un tabuco inmundo, rodeado de gatos–, sino también, y sobre todo, por su actitud intelectual, tan huidiza como despectiva. Sus reflexiones sobre la literatura, sin embargo, rezuman autenticidad y lucidez, y constituyen un saludable contrapunto para los que, como yo, creemos, a pesar de todo, en la grandeza de ese arte. Mi lectura se ve interrumpida a veces por alguna exclamación de Ángeles, que me anuncia el avistamiento de un rincón idílico, normalmente poblado de vacas, o de una escena no menos pastoril, como la de un halcón sobrevolando majestuosamente la carretera pocos metros delante del morro de nuestro coche. La magnificencia de ese momento (que, en cualquier caso, no obedece a ningún impulso épico: la rapaz no vuela para deslumbrar al contemplador, sino porque está buscando ratones que llevarse al buche) queda definitivamente desbaratada cuando pasamos junto a un pueblo salmantino que se llama, con todas las letras, Águeda del Caudillo. Yo pensaba que estos genitivos aborrecibles, como otros encomios de nuestra inolvidable dictador, debían abolirse, por aplicación de la ley de Memoria Histórica (y la decencia colectiva), pero se conoce que, al menos en las carreteras, su perduración está garantizada. Cuando llegamos a Ciudad Rodrigo, nos llama la atención que el aparcamiento público a la entrada del parador, amplio y normalmente no demasiado concurrido, esté abarrotado. Aparcar se convierte entonces en un infierno, a lo que contribuye que, para escapar de la aglomeración, nos metamos en todas las callejas sin salida de la zona, sin dejarnos ni una. Pero la providencia nos asiste y encontramos un hueco en el que librarnos del coche. Como ya son casi las dos, y para resarcirnos del agobio, nos quedamos a comer en el parador, una fortaleza del s. XIV en cuyo restaurante no encontramos a nadie. ¿Dónde estará, nos preguntamos, la gente de los coches estacionados fuera? Tras unos embutidos de la tierra y una crema de zanahoria, que no presagian nada tan descomunal, llega el plato fuerte del menú: cordero. Es medio cordero, pero a nosotros nos parece el cordero entero: en la fuente en la que reposa, bien asado y untado, reconocemos la columna vertebral, las patas delanteras y hasta la cara del lechazo (que nos mira con expresión de sorpresa; no es menor que la nuestra). Comérnoslo nos va a suponer un esfuerzo homérico. Pero fracasamos: nuestros cuatro carrillos son insuficientes para dar cuenta de tanta carne. Nos recogen lo sobrante en una fiambrera de plástico, desdeñamos un postre asimismo dietético –natillas con quesada– y vamos a recuperarnos del atracón en el bar del establecimiento, donde pedimos manzanilla y una buena butaca donde hacer la digestión (y quizá la siesta). Pero algo capta allí mi atención: los tres volúmenes de Distinto y junto, la poesía completa de Francisco Pino, ya publicada en 1990, pero reeditada veinte años después para su distribución en paradores y otros centros oficiales. Que tres gruesos libros de versos adornen la recepción de un hotel o los veladores de un bar, como en este caso, y no solo el Marca o una manoseada carta de vinos, me asombra y me alboroza. No obstante, al hojear el volumen 3, tengo la mala suerte de caer en los poemas de Saludo y arco de triunfo, de 1939, en cuya portada lucen el yugo y las flechas de la Falange y la tríptica y muy fascista proclama de "¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! ¡¡Arriba España!!", y entre cuyos poemas destacan algunos, muy sentidos, a los caídos por España y al Generalísimo. Por ejemplo, este hermoso soneto emotivamente titulado "El Caudillo": "¡ÉL!: SÍNTESIS TRIUNFAL. Es el acero / bélico del cielo en voz de espada. / Es más. ¡Es más! ¡¡Es más!! Tesón guerrero / y más: ¡sima en dolor a cima alzada! // Copa de España alta y venteada / por siglos de esplendor. Árbol señero / que luce su hermosura ensangrentada / de luz y heroicidad: horma del Duero. // Es la España que anduvo soterrada, / que piedra a piedra emerge nuevamente: / flor de guerra y estruendo de castillo. // Es la Edad, la ERA NUESTRA, entusiasmada, / esculpida en honor y estilo ardiente: / es FRANCO, FRANCO, FRANCO, ¡es el CAUDILLO!". Siempre me ha sorprendido que adalides de la vanguardia artística –de Gerardo Diego a Basilio Fernández, de Ernesto Giménez Caballero a Luis Rosales, de César González Ruano al propio Pino, entre muchos otros– simpatizaran, e incluso abrazaran con entusiasmo, el fascismo, y sobre todo esa modalidad cochambrosa del fascismo que fue el nacionalcatolicismo. ¿Cómo se puede ser un revolucionario estético y a la vez un reaccionario político? ¿Cómo defender la ruptura de los moldes, las ideas y las tradiciones en la literatura y las artes, y la consolidación de un régimen retrógrado y sanguinario en las instituciones y la sociedad? Me sacudo de la cabeza unas preguntas que llevo haciéndome mucho tiempo y para las que no tengo respuesta, y salimos por fin, tras un largo rato de turbulencias gástricas, a pasear por Ciudad Rodrigo. Entonces descubrimos, para nuestro horror, el motivo del amontonamiento de coches: la ciudad celebra el Carnaval, que aquí tiene dimensiones de fiesta grande. Ni se nos había ocurrido que fuéramos a dar con semejante parranda. Como el Carnaval no ha tenido nunca para nosotros ningún atractivo ni interés –es más, yo siempre he huido de él con la misma celeridad con la que pongo pies en polvorosa de cualquier localidad en la que se celebren romerías, procesiones u otros tumultos religiosos–, ni siquiera hemos reparado en que estas son las fechas en las que se celebra. Las celebraciones colectivas no solo me incomodan: me irritan, me repelen. Reúnen algunas de las características que más detesto en cualquier situación: ruido, muchedumbres y gregarismo. La plaza mayor, uno de los lugares más bellos de la ciudad, está ocupada por un espectáculo taurino. No sé en qué se diferencia un espectáculo taurino de una corrida de toros, pero en algo debe de ser. Quizá no maten aquí a los cornúpetas, y se limiten a marearlos, bolearlos, alancearlos, ensogarlos o cualquier otra ignominia de las que, con festiva y muy hispánica imaginación, suelen hacerlos víctimas. El botellón es general en toda Ciudad Rodrigo. Las calles aparecen tapizadas de botellas vacías de cervezas y platos de plástico con restos de comida. Pasamos por delante de un Museo del Orinal, por el que, a juzgar por cómo huelen muchos rincones de la ciudad, nadie ha sentido hoy interés. También contemplamos la hermosa catedral de Santa María, cerrada a cal y canto, como protegiéndose del jolgorio circundante, en cuya fachada lucen todavía los impactos del asedio al que los franceses, primero, y los ingleses, después, sometieron a la ciudad en la Guerra de la Independencia. Desfilan los disfrazados como en Semana Santa los penitentes. A uno que va de obispo lo confundo, en la distancia, por un obispo real: tal ha sido su esmero con el embozo. Luego lo veremos bailar, muy poco diocesanamente, a la puerta de un garito, junto a otras novecientas personas: se conoce que cuanto más apretujadas estén, más se divierten. En la canción que suena, de Raffaella Carrà, se inmiscuye el crotorar de las cigüeñas. Encontramos algo de tranquilidad en el camino de ronda de la muralla, por la que apenas nos cruzamos con otros paseantes tan excéntricos como nosotros, y desde el que divisamos el hermoso paisaje castellano. No obstante, la diversión nos persigue: al pie de un lienzo de la muralla, junto a los grandes almacenes "El Chollo", se ha instalado una estruendosa feria de atracciones. Algo más allá, en un aparcamiento también al pie de las almenas, un joven sale de un coche, se baja los pantalones hasta la rodilla y se pone a mear. Lo hace, bajo la rotunda luz de la tarde salmatina, con franqueza y placer, largamente. Luego sale su novia, que observa, acaso admirada, la pertinaz micción. Mientras seguimos caminando, yo pienso en la anécdota que acabo de leer en el Diario de Léautaud: Jean Moréas, aquel simbolista que acabó escribiendo como Eurípides, despidió a dos gendarmes que lo molestaban con que dejara de orinar en la calle esgrimiendo (con la mano que le quedaba libre, supongo) la insignia que lo acreditaba como caballero de la Legión de Honor: ser caballero de la Legión de Honor le daba derecho a uno, a principios del s. XX, a mearse donde quisiera. Al bajar de la muralla, reparamos en una placa en memoria del general de división Robert Craufurd y los hombres de los regimientos 43 y 52 de infantería ligera y 95 de fusileros de la División Ligera que cayeron en el asalto a Ciudad Rodrigo el 19 de enero de 1812. El sitio de la ciudad, dirigido por Wellington, solo había durado diez días. Por las dos brechas que abrió la artillería inglesa en las murallas irrumpieron las tropas angloportuguesas, que batieron sin contemplaciones a los franceses del brigadier general baron Barrié. Pero Craufurd murió en el ataque, y fue enterrado en la misma brecha de la muralla en la que había caído. Es decir, esta placa que leemos es, en realidad, su lápida. A Wellington, por su gesta, lo nombraron Duque de Ciudad Rodrigo. Como el gentío inacabable nos impide ver nada más, optamos por volver a Hoyos. Nos abrimos paso como podemos por entre una multitud que me recuerda a la de las horas punta del metro en Londres, y alcanzamos el coche. En el viaje de regreso, sigo leyendo a Léautaud: "Laure me escribió un día –cuenta– una larga carta sentimental sobre sus tristezas de amor con Marié. Respondí en estos términos: 'Mi querida Laure, acabo de leer su carta. Debe usted excusarme por responderle tan secamente. Acabo de releer el Rojo y negro. No estoy en disposición de enternecerme'". Solo en el puerto de Perales levanto la vista, admirado de la niebla impenetrable que nos envuelve.
Cuánto mejor quedar envuelto entre la niebla que entre el tumulto del Carnaval, un festejo que consigue cada año más aficionados, supongo que en la misma proporción en que se va borrando e ignorando du origen y significado.
ResponderEliminarYo así lo prefiero, querida Gema: ¡viva la niebla y abajo el Carnaval!
EliminarUn beso.
Cada uno distrae sus fantasmas como mejor puede o le dejan.Yo también prefiero refugiarme en los libros,en lecturas como esta.Gracias por estas crónicas. Abrazos.
ResponderEliminarBlanca.
Gracias a ti por tus palabras y, sobre todo, por seguir ahí.
EliminarUn gran beso.
Águeda del caudillo además sea, seguramente, un pueblo producto de la colonización interior por la construcción de algún pantano, ya que los apellidaban así, embalses que construyeron no sólo los franquistas sino todo tipo de gobierno desde principios del XX, en cuanto a los fascismos, precisamente se presentan también como una propuesta estética no siempre retrógrada y muchas veces a la vanguardia, por ejemplo con el futurismo, precisamente los fascismos ponen estética donde los otros razón. En cuanto a Pino siempre combinó fascinación por lo viejo y lo nuevo, la fé, el soneto a la vez que la poetura, además de que le debieron meter los milicianos tres años a la cárcel por verle salir de misa bien trajeado
ResponderEliminarEstimado nadie:
ResponderEliminarÁgueda del Caudillo es, en efecto, un pueblo construido para acoger a los expropiados de un pueblo anegado por un pantano, pero eso no justifica que siga llamándose como el dictador sanguinario que destruyó un pueblo y creó otro, y menos si hay una ley que lo prohíbe. He sabido, en cualquier caso, que el municipio decidió suprimir esa denominación en 2016 y que desde entonces ya solo se llama Águeda. Lo aplaudo.
Yo no hablaba de ismos que contribuyeran a la estética fascista, sino de mi imposibilidad de conciliar, en muchos creadores, la revolución estética con la involución política. Y repito la pregunta: ¿Cómo se puede estar a favor de la ruptura de las estructuras literarias y del mantenimiento o restablecimiento de las estructuras dictatoriales?
Sí, Pino, como Gerardo Diego, como tantos otros, alternó lo clásico y lo moderno, y los fundió con espíritu renovador. Pero su exaltación del yugo y las flechas y de un franquismo criminal, al menos durante la Guerra y la primera posguerra, es inequívoca. La explicación de ese error es la que Ud. da: lo pasó muy mal en el conflicto y, como tantas otras gentes de orden, vio a Franco como su salvador. Por suerte, no tardó en darse cuenta de su equivocación: fue cuando supo que Franco mataba más y mejor que quienes lo habían encarcelado.
Reciba un cordial saludo.