Ayer presentamos Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres en Madrid y hoy voy a pasar el día en la ciudad, hasta mi regreso a Mérida, entrada ya la tarde. Me acerco a un lugar que desconozco de la capital: el Museo del Ferrocarril, donde trabaja A., hermana de una amiga muy querida de Mérida. A., a quien su hermana envió un ejemplar de Los haikús del tren, un poemario que publiqué en 2007 en la ya desaparecida editorial almeriense El Gaviero, ha tenido la idea de utilizar algunos de ellos en una instalación que quiere montar el próximo Día del Libro en el Museo, y hemos quedado en que me pasaría por allí algún día para conocernos, hablar del proyecto y, quizá, dejar unos pocos ejemplares del libro en la tienda del establecimiento, por si algunos de los que lean mis poemas quieren leerlos todos. No obstante, voy al Museo sin cita, y no estoy seguro de que nos veamos. Pero, aunque no sea así, me apetece conocer este lugar enorme y extraño, que recrea un mundo que ha sido muy fértil para la literatura y que no puedo dejar de asociar a mi juventud, cuando viajaba en interrail, leía Orient Exprés, de Graham Greene, o Asesinato en el Orient Exprés, de Agatha Christie (siempre he preferido, como destino, Estambul a Vladivostok), y me enamoraba en cada hauptbahnhof. Llego después de un viaje en metro –es decir, en tren subterráneo– en el que he visto cómo se comunican dos sordomudos ciegos: escribiéndose en las palmas de las manos y palpando los signos que cada uno hace con los dedos. El Museo del Ferrocarril se encuentra en la antigua estación de Delicias, inaugurada en 1880, cerrada al tráfico de viajeros en 1969 y al de mercancías dos años después, y utilizada como museo desde 1984. Causa sensación, al entrar, la altísima nave de hierro que la cubre. En el bosque de remaches y pináculos de esa cubierta desmesurada pero airosa se posan los pájaros, que no dejan de cantar. El lirismo de la escena esconde una realidad más prosaica: los excrementos de las palomas están dañando la estructura. Las palomas son una plaga nefasta cuyas deyecciones martirizan a los edificios y a las personas, pero resultan muy difíciles de combatir. Me lo explica A., a la que sí he encontrado en su despacho, y que se ha ofrecido amablemente a hacerme de cicerone. También me cuenta que el lugar no recibe una financiación suficiente (como, por otra parte, casi ningún equipamiento cultural del país), y que eso explica el aire decadente del conjunto. En las dos vías que alberga la estación-museo se alinean diferentes locomotoras y vagones que han circulado por España desde que se inaugurara la primera vía de tren en 1848, entre Barcelona y Mataró. Y en los andenes se suceden otras piezas menores, relacionadas con la historia del tren, o salas con exposiciones de maquinaria u objetos que tienen que ver también con el mundo ferroviario. Entre esas piezas menores se encuentran, por ejemplo, una vagoneta de tracción manual o "zorrilla" –no sabemos si porque así se llamaba quien la diseñó o por alguna otra connotación menos confesable– que apareció en El imperio del sol –no el modelo, sino esta misma pieza, que pidieron prestada para la filmación–; otra apagafuegos "a brazo", con la que se sofocaban los muchos incendios que provocaba el vapor de las locomotoras antiguas en las estaciones y las instalaciones de la vía; y una camioneta –una Fargo Power Wagon WM300, de 1946, fabricada por la norteamericana Dodge– el diseño de cuyas ruedas le permitía circular tanto por la vía férrea como por carretera. Entre las salitas que visitamos a lo largo de los andenes hay una de relojes, la mayoría de los cuales funcionan –y todos marcan la una menos cinco–, y otra de maquetas, oficialmente denominada "de modelismo ferroviario", con tres complejísimas construcciones animadas por las que circulan trenecillos, se encienden y apagan semáforos, y mana agua de las fuentes. Las atienden varios voluntarios que se afanan en que todo funcione sin percance. Uno de esos voluntarios está poniendo pegamento en un rincón de la maqueta mayor para levantar un nuevo elemento del paisaje: una montaña, quizá, o un castillo. A. los llama voluntarios, pero en realidad son friquis del tren, una cofradía universal en la que se juntan todos aquellos que desean prolongar las tardes de la infancia en las que montaban el tren eléctrico, lo ponían a funcionar y se pasaban horas hipnotizados por la pautada circulación de los convoyes. (El fútbol es otra prolongación de la niñez: cuando los jugadores se retiran, se acaba el patio; y la lectura, otra, pero esta, por fortuna, no tiene fin). A. también me cuenta que uno de ellos, falangista, desliza entre los muñequitos figuras de Franco, y que periódicamente han de retirarlos de las maquetas. A continuación, me enseña el archivo y la biblioteca del Museo, que alberga más de 31000 títulos y 3000 títulos de publicaciones periódicas, además de una importante colección cartográfica, y que se encuentra en las dependencia del "jefe de estación", como reza todavía una placa metálica encima de la puerta de entrada, de cristal añejo. Los datos que se conservan en esta biblioteca son muy útiles no solo para los ingenieros y los historiadores, sino también para los escritores, que necesitan saber a qué hora y por dónde circulaban los trenes que aparecen en sus novelas. Ah, el afán de verosimilitud, cuánto trabajo nos da. A. me muestra también una mítica guía Bradshaw, de 1838, y los archivadores en que se conservan los papeles de Canfranc, la documentación que un guía turístico francés descubrió en la abandonada estación oscense, que revelaba el paso de mercancías a la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial –entre ellas, wolframio, un mineral esencial para la fabricación de proyectiles y blindajes– y la entrada de toneladas de oro en pago de esos materiales. Lo más sorprendente de esta historia es que los papeles estaban desperdigados en la estación porque se acababa de filmar en ella un anuncio del "calvo de la Navidad" –aquellos alopécicos spots que nos prometían la suerte de la lotería– y el equipo de rodaje había puesto patas arriba el lugar, sin darse cuenta de su valor ni casi de su existencia. (Aunque no: lo más sorprendente es que RENFE los hubiera dejado tantos años allí). No obstante, lo más espectacular del Museo son sus locomotoras y vagones, que en algunos casos permiten verdaderos viajes en el tiempo, y nunca mejor dicho. Así, por ejemplo, un talgo antiguo, el Virgen de Aránzazu, cuyas paredes parecen fuelles de aluminio y en el que se puede entrar. Cuando lo hago, me encuentro con una familia de ingleses que ya lo está recorriendo (pero no, los niños no lo recorren: brincan de asiento en asiento). No es extraño este interés britano: ellos fueron los inventores del artilugio, y gracias a él pudo hacerse la revolución industrial. Todo es verde aquí dentro, y todo huele a pasado. Se me hace extraño revivir esta realidad enterrada en la memoria, y no sé si me gusta. Es como si el mundo usurpase mi mente y me dijera que lo que contiene ya no solo le pertenece a ella, sino también al mundo objetivo, a la materialidad de las cosas. Lo siento –qué tontería– como una violación de mi intimidad: de mi recuerdo. Veo un tren Ruta de la Plata, que iba de Sevilla a Gijón por Extremadura, y todo tipo de locomotoras: entre las de vapor, desde las minúsculas que circulaban en Jerez de la Frontera o las minas asturianas (a las que llamaban "maquinillas", como las de afeitar) hasta las gigantescas, de los tipos muy adecuadamente llamados mamut o mastodonte (y en España bautizadas con nombres de ríos: la "Alagón", la más antigua, construida en 1863, y la "Cinca", uno de los ríos de mi infancia, construida en 1864 y operativa hasta 1962, el año de mi nacimiento). Hay también una máquina Confederación, con su característico color verde, de las únicas diez que construyó, en 1955, La Maquinista Terrestre y Marítima, que desarrollaba una potencia de 4226 caballos, una monstruosidad en su época, y alcanzaba una velocidad de 150 km/h, algo no menos brutal. Paradójicamente, aquella bestia solo funcionó 20 años en España, hasta 1975: quizá, como los dinosaurios, no supo adaptarse al cambio de los tiempos. Veo también locomotoras diésel, americanas –en cuyo vagón-restaurante se ha intentado recrear el ambiente poniendo junto a una ventana una cafetera antigua y un bote de Nescafé–, y eléctricas, entre ellas una trifásica suiza. Algunos de los coches repartidos entre las máquinas sí reproducen el lujo de los antiguos convoyes, con terciopelos, lámparas de araña y baños de loza, que me hacen recordar las novelas de Agatha Christie y tantas películas con viajeros sofisticados y asesinatos no menos exquisitos. En uno de ellos, de 1930, el Museo ha instalado su propio bar, donde me tomo, en la escueta pero muy enmaderada barra, una sabrosa cerveza. Cuando salgo del Museo, los pájaros siguen cantando (y cagándose, supongo).
Con un regusto triste acabo de leer esta entrada, como si volviéramos cansados de un largo viaje, quizá porque los trenes para mí tienen ese sabor a despedida e incertidumbre, y porque siempre los asocio a la peli de Robert de Niro y Meryl Streep. ¡Suerte con el proyecto!
ResponderEliminarAdoro viajar en tren, aunque las estaciones me produzcan desasosiego. Entre los viajes que tengo pendientes antes de morir está el del Eastern and Oriental Express. Ojalá la vida me lo permita.
ResponderEliminarTodo un viaje, leer(te)! Cómo no, me subo a ese tren. Abrazos! Agustín
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