Aunque el aforismo es un género muy antiguo –Hipócrates fue el primero en utilizarlo–, no ha conocido demasiadas épocas de prosperidad. El barroco tardío y el Siglo de las Luces, con su cultivo del saber y la razón, fueron, probablemente, sus momentos más gloriosos, sobre todo en manos de los moralistas franceses, sus más conspicuos practicantes, que lo enriquecieron –y también deformaron– con un sabroso toque sarcástico, que se abandonaba a menudo, felizmente, al cinismo. Desde el s. XVIII, el aforismo quizá no había conocido un éxito mayor que en la actualidad, propiciado, según los expertos, por las formas de comunicación digital que potencian, y hasta exigen, la concisión y condensación que lo definen. Acaso sea verdad: de unos años a esta parte, los aforismos florecen por doquier, como también han hecho los haikus. La posibilidad de una comunicación inmediata, la fragmentación de los discursos y la cortedad del tiempo han estimulado los mensajes sin otra construcción que su síntesis, sin más forma que su microscopía. Pero la sencillez del aforismo es solo aparente: un buen aforismo ha de reunir laconismo e ingenio, o algo más que ingenio: esa gracia extraña, esa lucidez afortunada, que redondea y a la vez sutiliza el pensamiento. La fusión de parquedad y tino, sin las apoyaturas del discurso, lograda solamente con un fogonazo certero, es muy difícil de conseguir. El aforismo, además, ha de evitar al mismo tiempo la tentación de la prolijidad y, como decía Borges, la charlatanería de lo breve. Si estos requisitos no se cumplen (y lo normal es que no se cumplan), encontramos lo que tanto abunda en las redes sociales y en
no pocos libros de la especialidad: memeces abisales –exabruptos o futesas–, aunque, eso sí, muy
escuetas. Las recopilaciones de aforismos tiene otro peligro: que se multipliquen hasta diluir sus perfiles, y que acabemos leyéndolos como quien come pistachos.
Traigo hoy aquí tres buenos libros de aforismos, que revelan distintas maneras de abordar el género, todos ellos publicados en la colección ad hoc de La Isla de Siltolá, por la que también han pasado otros autores destacados en la materia, como Isabel Bono y Elías Moro.
El primero es Lunáticos, de José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1962), uno de nuestros mejores polígrafos: novelista, poeta, crítico, ensayista, bloguero, traductor y ahora también aforista. Sus creaciones son sustancialmente líricas: instantes brevísimos, escenas fugaces, impresiones captadas al vuelo, quedan plasmados en textos que se acercan o se parecen mucho a poemas: casi podríamos llamarse afolirismos. Hay 365, numerados correlativamente: tantos como días tiene el año. No es extraña esta articulación matemática, a la que Cilleruelo es proclive. El sostén aritmético cimienta y acicatea la creación, y da un sentido de conjunto a lo alumbrado; aún más: rescata al tiempo de su irrecuperable fluir: "Trato de amarrar cada jornada al noray de un aforismo...", nos dice Cilleruelo en el 242 (y remata, burlón: "...pero al cabo pierdo dos barcas"). De hecho, el paso del tiempo, en sus diferentes manifestaciones, está muy presente en estos aforismos lunáticos, como en toda la obra de José Ángel Cilleruelo: las cosas en tránsito, los seres que se pierden en los meandros de la existencia, los minutos que agonizan, las sucesos que apenas dejan un rasguño en la memoria. La mirada del aforista y poeta, incisiva, hospitalaria, transforma la realidad –a menudo de la naturaleza; con ser un escritor urbano, no es Lunáticos un libro sobre la ciudad– en realidad lingüística, que arrastra los colores, las texturas de lo visto, a los entresijos verbales. Las paradojas, una de las herramientas fundamentales del género, abundan aquí, y conviven con la ironía y el humor –que propende, en ocasiones, a la greguería– y una admirable precisión descriptiva: "El autobús arranca y, detrás de su miscelánea de estrépitos, no deja a nadie en la parada donde estoy aún esperándolo", reza el 125. Pero de estas impresiones sutiles se obtiene siempre un sentido trascendente, aunque el poeta no haya pretendido alcanzar con ellas ningún resultado edificante: se lo otorga su propia revelación, su verdad precisa y asombrada, su atención a lo inútil, a lo insignificante, y, por eso mismo, su potencia epifánica, independiente de objetivos y utilidades. Así nos lo revela el propio Cilleruelo en uno de los no pocos aforismos metapoéticos (o metaaforísticos) de Lunáticos, el 146: "El poeta es el que mira hacia otra parte. Es una frase peyorativa, sí, pero también simbólica con solo añadir un artículo: hacia la otra parte"; y así consta también en el iluminador epílogo con que cierra el volumen: el aforismo que él quiere es el "que no describe nada, que no denuncia nada, que no revela nada; en suma, que no dice nada. Y en su no decir nada se halla, para mí, lo único que vale la pena decir. Del resto ya se ocupan los periódicos y las novelas".
Nanomoralia, de Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970), otro sobresaliente hombre de letras –como Cilleruelo, toca prácticamente todos los palos de la literatura–, es una propuesta heteróclita y voraz, tanto en los temas tratados –que son casi todos los relevantes de la cultura de hoy– como en la forma de hacerlo. Los asuntos directa o indirectamente relacionados con la propia literatura, que Mora conoce bien por su ingente labor como crítico, nutren muchos de sus aforismos, a veces con socarronería, como este, contra los poetas, que podría firmar Gombrowicz: "POETA: alguien capaz de aguantar estoicamente, durante años, todo tipo de elogios y alabanzas, un ser con una resistencia proverbial para aceptar lisonjas, parabienes y piropos década tras década, sin rechistar, sin hacer un mohín: un atleta de la admiración ajena. POETA: alguien incapaz de perdonar, por muchos siglos que pasen, la más pequeña de las críticas". Las parodias literarias, teñidas de humor negro, afluyen también a sus creaciones, como esta, machadiana: "El muerto que tú ves no es muerto porque tú lo veas; es muerto porque no te ve". Vicente Luis Mora se ocupa también de la filosofía, un terreno siempre de su interés, y no elude lo onírico, como en un larguísimo aforismo, valga la paradoja, titulado "[Artefactos inquietantes vistos en sueños:]". La sección en la que se incluye este texto, "Anotaciones de diario", revela, en su caso, la cercanía del aforismo con otras modalidades de la anotación personal. En los aforismos más propiamente dichos de Nanomoralia –que podrían denominarse, con justeza, textículos– se agazapan microrrelatos, como este: "Soledad es lo que sientes cuando, tras hacer una llamada de necesidad en un teléfono público, te sobra saldo y no se te ocurre a quién llamar". En muchos otros asistimos a juegos verbales ("Hay mucha narrativa española basada en el copio y ego") o incluso visuales, como los contenidos en la sección "Visualforismos", elaborados con técnicas de vanguardia, caligramáticas o puramente tipográficas. Así, "[Cabeza de manifestación] iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii". Esta preocupación formal se alía con el interés por la ciencia y los nuevos medios de comunicación, a los que se refieren numerosos aforismos, y que se refleja en el título del libro, cuyo prefijo alude a la tecnología microscópica que permite el funcionamiento de buena parte de los aparatos de nuestro mundo, empezando por los ordenadores. El lexema principal, moralia, tiene un sentido inequívoco: Vicente Luis Mora es un moralista de nuestro tiempo, en la más noble –y necesaria– acepción del término: un agudo fustigador de las tonterías y mezquindades del mundo literario y del mundo, en general.
Por último, El hilo de la luz, de Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969), ensayista, narrador y traductor, ofrece un conjunto de aforismos signados por una concisión extrema y una desilusión igualmente radical. Ningún aforismo se prolonga: apenas doce o quince alcanzan las tres líneas; todos los demás son tan sucintos y concentrados como este: "¿En la onda? Mejor en lo hondo". No hay, pues, coqueteos con otras fórmulas: El hilo de la luz es aforística stricto sensu, sin veleidades, a palo seco, pero palo muy sustancioso. Insausti echa mano de muchos de los recursos retóricos que mejor convienen al aforismo, también empleados por Cilleruelo y Mora: las paradojas y antítesis, los calambures y paronomasias ("Correspondencia biunívoca: los párpados son par pá dos") y el humor (que también se desliza a la greguería: "Los aleros de los tejados son el ceño fruncido de las casas poco hospitalarias"). Pero lo que singulariza este cuaderno no son sus mecanismos expresivos, con ser pertinentes, sino su profunda decepción con el mundo. Muchos de ellos subrayan la importancia del viaje, de la pregunta, de la búsqueda, frente a la llegada, la solución y el hallazgo. Por eso, lo que los inspira –y no tanto su conclusión– es el desengaño de todo: del lenguaje y la literatura, en primer lugar, pero también de la vida. Insausti se sabe derrotado y no espera nada, ni desea nada, excepto, si acaso, destilar ese desencanto en aforismos eficaces. La certeza del fracaso y la decepción de las expectativas llegan, no pocas veces, al nihilismo: "El nihilista ya no milita: constata". Los únicos refugios que reconoce son la ironía, ese amparo de los vencidos (o de los que se han cansado de luchar), y la discreción, la modestia, el silencio: el hilo de luz que constituye una última y claroscura esperanza. Insausti se retira, pues, a los aforismos, ese lugar, como señala en el prólogo del volumen, "adonde se acude cuando se está de vuelta de la literatura y se ha comprendido que ser exhaustivos y dar cuenta de las cosas, a la postre, resulta imposible". Y ahí, paradójicamente, en la imposibilidad y el recogimiento, pero también en la inteligencia, lo encontramos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario