Casi todas las antologías son hijas del gusto de quienes las hacen. Y es natural que sea así. Al fin y al cabo, la literatura es cosa de disfrutar, y nada hay más justo que entenderla –y ordenarla– por el goce que nos procure. La gran mayoría de selecciones, no obstante, se quedan ahí; solo unas pocas se esfuerzan por indagar en ese gusto y dilucidar las razones que lo explican. Es una tarea difícil: siempre lo es pensar el sentimiento, que es exactamente la mitad de aquella máxima vital de Unamuno: «pensar el sentimiento y sentir el pensamiento». Justamente en esa laboriosa travesía se ha embarcado Óscar de la Torre –heterónimo de Julio César Galán (Cáceres, 1978)– con esta antología, Limados, que se erige en ejemplo de crítica fuerte, de crítica inquisitiva y razonadora, que alumbra una idea y la desarrolla con todas sus consecuencias, hasta el punto de que uno no sabe si es una antología de poetas a la que se ha antepuesto una introducción o un ensayo ilustrado con los poemas de algunos autores. Pese a su singularidad, no sorprende demasiado si se conocen los antecedentes de su autor, Julio César Galán, que, en la poética que publicó en 2011 en la página de Internet «Las afinidades electivas», abogaba por la confluencia de juicio y sensibilidad en la práctica del poema: «1) Una tradición poética en la cual la propia crítica es poesía al mismo tiempo. 2) Si entendemos la poesía como una transposición de una crítica literaria, como un análisis de libros, como un acto de lectura, llegamos a un poema basado en el análisis, el juicio y la evaluación: intrapoesía. (…) 4) El poema es un ensayo sensitivo, es una “estructura lógica, donde la lógica se pone a cantar”». El poeta acredita en su obra más reciente –en la que destaca, a mi juicio, Inclinación al envés– esa toma de partido por una poesía quebrantadora, que hurga en sí misma, que funde la teoría y la práctica, y se ofrece al lector zarandeada y desafiante.
¿Y cuál es la idea fundamental, fruto de esa crítica fuerte, que recorre y articula este Limados? La que recoge su título: «la ruptura textual»: una poesía que deshaga las estructuras y límites lingüísticos y estilísticos convencionales –es decir, las reglas léxicas y sintácticas, y, en un sentido más amplio todavía, gramaticales y hasta visuales–, y los dote de un mayor sentido, ensanche su polisemia, su hondura, su proyección, por el procedimiento de reventar costuras y armazones, previsibilidades y tópicos. Se trata de romper la enunciación tradicional: de extrañar el poema y desautomatizar el lenguaje. Pero una duda asalta de inmediato al lector: ¿Esto no se ha hecho ya? ¿No hay contradicción en defender una poesía que se aparte de lo acostumbrado, y hasta lo niegue, y que sea, a su vez, reedición de algo ya hecho, de una costumbre anterior, por muy vanguardista que resulte? No, no la hay: la que Octavio Paz llamó «tradición de la ruptura» no consiste en inventar iconoclasias sin pausa, sino en indagar sin pausa, en una actitud incansable de busca, de alejamiento y renovación de lo consolidado o institucional, tan mortecino siempre, tan castradoramente inequívoco. Lo que Limados propone y ejemplifica ya se ha hecho antes, sin duda —desde los ismos hasta Derrida—, pero, a veces, innovar consiste en actualizar lo pasado: en adaptarlo a unas necesidades que, transcurrido el tiempo, se perciben renacidas. En cualquier caso, esta tendencia neovanguardista, esta rehabilitada corriente experimental, persigue la subversión léxica y sintáctica y el destripamiento del artefacto poético, pero manteniendo la envoltura, la apariencia discursiva, el tono lírico, para evidenciar la discrecionalidad del mensaje y subrayar la relatividad de sus elementos constitutivos. Esta voluntad de transgresión quizá sea el resultado de superponer a la posmodernidad, descreída de los absolutos —el autor, las doctrinas estéticas y cualquier forma de certidumbre artística—, la indignación coyuntural por la manipulación de los mensajes, por la mentira rampante: por la certeza de que todo enunciado comunica una interpretación de la realidad acorde con los intereses privativos de su emisor. Algunos poetas, como los que se recogen en Limados, se esfuerzan, en este contexto, por desarmar el prodigio: por revelar los materiales constructivos y las retóricas empleadas, o por manipularlos, a su vez, para que sea patente su naturaleza arbitraria y su siempre posible adulteración.
Los autores seleccionados son, por orden cronológico, Ángel Cerviño (1956), Alejandro Céspedes (1958), Yaiza Martínez (1973), Enrique Cabezón (1976), Julio César Galán (1978), Juan Andrés García Román (1979), Mario Martín Gijón (1979) y María Salgado (1984), que el antólogo se esfuerza por presentar como una «muestra» y no como una generación. Aceptándolos como muestra se atenúan algunas ausencias, como las de Julián Cañizares Mata, Óscar Curieses, Vicente Luis Mora o Agustín Fernández Mallo, que ampliarían coherentemente la nómina. Todos los autores presentes en Limados, aunque cada cual con sus técnicas, participan de la construcción progresiva, del proceso sin fin, que es el poema. La poesía es, para Óscar de la Torre y sus antologados, la «traducción de la inacabado», una realidad eternamente inconclusa y una experiencia extrema: la de lo que no conoce fondo, marco ni fin, aunque no tenga más remedio que presentarse con una apariencia determinada, que íntimamente se considera solo provisional. Por eso en Limados se defiende una «poesía de la lectura» o «de la otredad»: la que necesita imprescindiblemente al lector, a un lector interrogativo, dinámico, partícipe, co-creador (no cloqueador), un lector que pesquise, averigüe y complete, aquel «lector macho» que tan pertinente pero también tan groseramente reclamaba Julio Cortázar.
La paradoja que alimenta la poesía por la que aboga Limados es esta: la ruptura del poema pretende multiplicar el poema (y, por lo tanto, también el yo), abrirlo, magnificarlo, hacerlo más vivo, más posible, menos cierto. Los autores de esta antología disienten de la certidumbre, esa cosa muerta, y se sitúan en los antípodas de quienes la reclaman como bálsamo para las tribulaciones del hombre, vindicación de la que hemos tenido algún ejemplo reciente, tan lamentable como inane. Ellos, por el contrario, coinciden con Emily Dickinson en hallar consuelo solo en lo inestable. Todos buscan una textualidad poética caleidoscópica. Todos persiguen las afueras del poema para que también sean el poema; o su silencio, para que diga; o su negación, para que se afirme y se refute; todos cabalgan en una permanente desarticulación, que configura una paradójica entereza.
Óscar de la Torre insiste en su magno prólogo –que es, como digo, un meritorio ejemplo de investigación literaria– en que lo que hacen los autores limados no es metapoesía, sino «destrucción del texto poético», entendido este como obra conclusa, intangible, definitiva, perfecta. De la Torre, y todos, defienden un lenguaje detonado, un texto expansivo, al que cada uno llega por diferentes vías logofágicas: el «ostracón», el poema hecho con restos o ruinas, ejemplificado por Alejandro Céspedes; la «lexicalización», que fractura el texto y aísla los elementos que lo integran por medio de las barras, practicada por Ángel Cerviño; el «leucós», que utiliza el blanco de la página para multiplicar el significado del poema, y que encontramos en María Salgado; el «tachón», del que son representantes Enrique Cabezón y Julio César Galán, que tiene un ilustre antecedente en José Miguel Ullán, y que revela que «escribir es tachar, ensuciar es limpiar, ya que se intenta enseñar esa censura del autor con su obra, la autocrítica como forma de autobiografía versal. Por eso convergen lo cerrado y lo embrionario, el afán de perfección y la impureza»; la «adnotatio», o adición de notas a pie de página, que se incardinan creativamente en el poema y, a la vez, lo vuelven indeterminado, turbulento, a la que recurren Ángel Cerviño y Yaiza Martínez; la polifonía fragmentaria e intertextual de Juan Andrés García Román; el desmontaje del signo lingüístico, protagonizado por Mario Martín Gijón, cuyos poemas aparecen saturados de «vocablos desflorados en semas»; el recurso a «babel», o la incorporación de otros idiomas a los poemas, como hacen Mario Martín Gijón y María Salgado. Todos estos mecanismos, y otros de menor presencia, desdibujan (y, por lo tanto, amplían) los límites (y el contenido) del texto. Como escribe Óscar de la Torre, «el poema deja de ser un espacio definido (…) la lectura se bifurca y se disemina; el texto deja de ser algo lineal y se vuelve objeto doble o simultáneo, progresivo y retroactivo, incluso aleatorio (…) una derrota del significado por la amplitud del sentido: limar y liberar el texto en otros textos». Se desea el alargamiento del lenguaje, el dinamismo comunicativo y cognoscitivo, la obra proteica y creciente. Y no esconde el proceso creativo: por el contrario, se incorpora al poema, como elemento que ratifica su temporalidad y su mutabilidad.
Un rasgo más es de subrayar en este Limados, su carácter colectivo, y no solo por su condición de antología: el antólogo es otro, dado que Julio César Galán, siguiendo una propensión a la heteronimia que lo singulariza en el panorama de la poesía española actual, ha optado por firmarlo bajo el seudónimo de Óscar de la Torre (un alias que se suma a otros que ya tiene establecidos: Pablo Gaudet, Luis Yarza y Jimena Alba); y los epiloguistas (o autores de un “epílogo bicéfalo”) son dos: César Nicolás y Marco Antonio Núñez. El primero firma un posfacio estupefaciente, en el que abundan la ironía y hasta el sarcasmo con tirios –el propio libro y él mismo– y troyanos, y el segundo entrega una no menos inesperada fábula oriental, seguida por algunas atinadas observaciones críticas. Lo singular de este espíritu colectivo es que no promueve la tribalidad ni el sectarismo, sino que engloba a un conjunto de voces independientes, que actúan, en general, en los márgenes del espacio permitido a la poesía, o abiertamente fuera de ellos. Quizá por esta libertad de criterio y creación que subyace en la antología, quienes la componen se permiten, como ya se ha dicho en el caso de César Nicolás, no tener miedo a la polémica ni a la reacción –si es que llega a producirse en el mortecino territorio de la crítica española actual, por no hablar de la catatónica academia– y utilizar, así, un lenguaje percutiente y desembarazado. Óscar de la Torre, por ejemplo, habla del «redil chusco de la Generación de los 80», y tanto él como César Nicolás arremeten sin reparos contra la epigonalidad, obsesión teórica de ambos: Óscar de la Torre, «aquel ignaro friki de Teruel», escribe Nicolás, «tenía el valor de decir (…) esa enfermedad contagiosa, mal común que nos afecta a todos y que llamaremos para entendernos epigonitis (“putrefactos” y “mafiosos”, de ilustre tradición vanguardista, son términos complementarios para calificar de paso a muchos de esos escritores…)».
¿Y cuál es la idea fundamental, fruto de esa crítica fuerte, que recorre y articula este Limados? La que recoge su título: «la ruptura textual»: una poesía que deshaga las estructuras y límites lingüísticos y estilísticos convencionales –es decir, las reglas léxicas y sintácticas, y, en un sentido más amplio todavía, gramaticales y hasta visuales–, y los dote de un mayor sentido, ensanche su polisemia, su hondura, su proyección, por el procedimiento de reventar costuras y armazones, previsibilidades y tópicos. Se trata de romper la enunciación tradicional: de extrañar el poema y desautomatizar el lenguaje. Pero una duda asalta de inmediato al lector: ¿Esto no se ha hecho ya? ¿No hay contradicción en defender una poesía que se aparte de lo acostumbrado, y hasta lo niegue, y que sea, a su vez, reedición de algo ya hecho, de una costumbre anterior, por muy vanguardista que resulte? No, no la hay: la que Octavio Paz llamó «tradición de la ruptura» no consiste en inventar iconoclasias sin pausa, sino en indagar sin pausa, en una actitud incansable de busca, de alejamiento y renovación de lo consolidado o institucional, tan mortecino siempre, tan castradoramente inequívoco. Lo que Limados propone y ejemplifica ya se ha hecho antes, sin duda —desde los ismos hasta Derrida—, pero, a veces, innovar consiste en actualizar lo pasado: en adaptarlo a unas necesidades que, transcurrido el tiempo, se perciben renacidas. En cualquier caso, esta tendencia neovanguardista, esta rehabilitada corriente experimental, persigue la subversión léxica y sintáctica y el destripamiento del artefacto poético, pero manteniendo la envoltura, la apariencia discursiva, el tono lírico, para evidenciar la discrecionalidad del mensaje y subrayar la relatividad de sus elementos constitutivos. Esta voluntad de transgresión quizá sea el resultado de superponer a la posmodernidad, descreída de los absolutos —el autor, las doctrinas estéticas y cualquier forma de certidumbre artística—, la indignación coyuntural por la manipulación de los mensajes, por la mentira rampante: por la certeza de que todo enunciado comunica una interpretación de la realidad acorde con los intereses privativos de su emisor. Algunos poetas, como los que se recogen en Limados, se esfuerzan, en este contexto, por desarmar el prodigio: por revelar los materiales constructivos y las retóricas empleadas, o por manipularlos, a su vez, para que sea patente su naturaleza arbitraria y su siempre posible adulteración.
Los autores seleccionados son, por orden cronológico, Ángel Cerviño (1956), Alejandro Céspedes (1958), Yaiza Martínez (1973), Enrique Cabezón (1976), Julio César Galán (1978), Juan Andrés García Román (1979), Mario Martín Gijón (1979) y María Salgado (1984), que el antólogo se esfuerza por presentar como una «muestra» y no como una generación. Aceptándolos como muestra se atenúan algunas ausencias, como las de Julián Cañizares Mata, Óscar Curieses, Vicente Luis Mora o Agustín Fernández Mallo, que ampliarían coherentemente la nómina. Todos los autores presentes en Limados, aunque cada cual con sus técnicas, participan de la construcción progresiva, del proceso sin fin, que es el poema. La poesía es, para Óscar de la Torre y sus antologados, la «traducción de la inacabado», una realidad eternamente inconclusa y una experiencia extrema: la de lo que no conoce fondo, marco ni fin, aunque no tenga más remedio que presentarse con una apariencia determinada, que íntimamente se considera solo provisional. Por eso en Limados se defiende una «poesía de la lectura» o «de la otredad»: la que necesita imprescindiblemente al lector, a un lector interrogativo, dinámico, partícipe, co-creador (no cloqueador), un lector que pesquise, averigüe y complete, aquel «lector macho» que tan pertinente pero también tan groseramente reclamaba Julio Cortázar.
La paradoja que alimenta la poesía por la que aboga Limados es esta: la ruptura del poema pretende multiplicar el poema (y, por lo tanto, también el yo), abrirlo, magnificarlo, hacerlo más vivo, más posible, menos cierto. Los autores de esta antología disienten de la certidumbre, esa cosa muerta, y se sitúan en los antípodas de quienes la reclaman como bálsamo para las tribulaciones del hombre, vindicación de la que hemos tenido algún ejemplo reciente, tan lamentable como inane. Ellos, por el contrario, coinciden con Emily Dickinson en hallar consuelo solo en lo inestable. Todos buscan una textualidad poética caleidoscópica. Todos persiguen las afueras del poema para que también sean el poema; o su silencio, para que diga; o su negación, para que se afirme y se refute; todos cabalgan en una permanente desarticulación, que configura una paradójica entereza.
Óscar de la Torre insiste en su magno prólogo –que es, como digo, un meritorio ejemplo de investigación literaria– en que lo que hacen los autores limados no es metapoesía, sino «destrucción del texto poético», entendido este como obra conclusa, intangible, definitiva, perfecta. De la Torre, y todos, defienden un lenguaje detonado, un texto expansivo, al que cada uno llega por diferentes vías logofágicas: el «ostracón», el poema hecho con restos o ruinas, ejemplificado por Alejandro Céspedes; la «lexicalización», que fractura el texto y aísla los elementos que lo integran por medio de las barras, practicada por Ángel Cerviño; el «leucós», que utiliza el blanco de la página para multiplicar el significado del poema, y que encontramos en María Salgado; el «tachón», del que son representantes Enrique Cabezón y Julio César Galán, que tiene un ilustre antecedente en José Miguel Ullán, y que revela que «escribir es tachar, ensuciar es limpiar, ya que se intenta enseñar esa censura del autor con su obra, la autocrítica como forma de autobiografía versal. Por eso convergen lo cerrado y lo embrionario, el afán de perfección y la impureza»; la «adnotatio», o adición de notas a pie de página, que se incardinan creativamente en el poema y, a la vez, lo vuelven indeterminado, turbulento, a la que recurren Ángel Cerviño y Yaiza Martínez; la polifonía fragmentaria e intertextual de Juan Andrés García Román; el desmontaje del signo lingüístico, protagonizado por Mario Martín Gijón, cuyos poemas aparecen saturados de «vocablos desflorados en semas»; el recurso a «babel», o la incorporación de otros idiomas a los poemas, como hacen Mario Martín Gijón y María Salgado. Todos estos mecanismos, y otros de menor presencia, desdibujan (y, por lo tanto, amplían) los límites (y el contenido) del texto. Como escribe Óscar de la Torre, «el poema deja de ser un espacio definido (…) la lectura se bifurca y se disemina; el texto deja de ser algo lineal y se vuelve objeto doble o simultáneo, progresivo y retroactivo, incluso aleatorio (…) una derrota del significado por la amplitud del sentido: limar y liberar el texto en otros textos». Se desea el alargamiento del lenguaje, el dinamismo comunicativo y cognoscitivo, la obra proteica y creciente. Y no esconde el proceso creativo: por el contrario, se incorpora al poema, como elemento que ratifica su temporalidad y su mutabilidad.
Un rasgo más es de subrayar en este Limados, su carácter colectivo, y no solo por su condición de antología: el antólogo es otro, dado que Julio César Galán, siguiendo una propensión a la heteronimia que lo singulariza en el panorama de la poesía española actual, ha optado por firmarlo bajo el seudónimo de Óscar de la Torre (un alias que se suma a otros que ya tiene establecidos: Pablo Gaudet, Luis Yarza y Jimena Alba); y los epiloguistas (o autores de un “epílogo bicéfalo”) son dos: César Nicolás y Marco Antonio Núñez. El primero firma un posfacio estupefaciente, en el que abundan la ironía y hasta el sarcasmo con tirios –el propio libro y él mismo– y troyanos, y el segundo entrega una no menos inesperada fábula oriental, seguida por algunas atinadas observaciones críticas. Lo singular de este espíritu colectivo es que no promueve la tribalidad ni el sectarismo, sino que engloba a un conjunto de voces independientes, que actúan, en general, en los márgenes del espacio permitido a la poesía, o abiertamente fuera de ellos. Quizá por esta libertad de criterio y creación que subyace en la antología, quienes la componen se permiten, como ya se ha dicho en el caso de César Nicolás, no tener miedo a la polémica ni a la reacción –si es que llega a producirse en el mortecino territorio de la crítica española actual, por no hablar de la catatónica academia– y utilizar, así, un lenguaje percutiente y desembarazado. Óscar de la Torre, por ejemplo, habla del «redil chusco de la Generación de los 80», y tanto él como César Nicolás arremeten sin reparos contra la epigonalidad, obsesión teórica de ambos: Óscar de la Torre, «aquel ignaro friki de Teruel», escribe Nicolás, «tenía el valor de decir (…) esa enfermedad contagiosa, mal común que nos afecta a todos y que llamaremos para entendernos epigonitis (“putrefactos” y “mafiosos”, de ilustre tradición vanguardista, son términos complementarios para calificar de paso a muchos de esos escritores…)».
[Esta reseña, sobre Limados: la ruptura textual en la última poesía española, edición y prólogo de Óscar de la Torre, se ha publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 801, marzo de 2017, pp. 158-161]
Estupendo resumen, Eduardo. Es como si hubiera vuelto a leerlo.
ResponderEliminar"Limados", desde luego, no se lee como una antología al uso. Dudo mucho que lo sea, no porque los textos antologados carezcan de interés sino porque el prólogo es tan brillante que resta luz a los poemas. Además de las ideas tomadas y desarrolladas a partir de las de Túa Blesa, me interesó especialmente la noción de "lector anfibio" y las concomitancias entre esos procedimientos lingüísticos que, al dislocar y destruir, amplifican, y las que el antólogo practica con la heteronimia, difuminando, deconstruyendo su yo para encontrarse identitariamiente en otros anteriores o futuros.
La ironía y el carácter lúdico también se reivindican en el libro, no como algo trivial, superficial y mecánico sino como llave para tirar mitos y, de paso, auto desmitificarse. Quién mejor que César Nicolás con su discurso chispeante y revolvedor.
Yo misma estoy obviando a los poetas en este comentario, mea culpa ( pero también de Óscar de la Torre).
Un beso.
Estimado Eduardo, gracias por acordarte de los que faltan, sin duda muchos, pero también de valorar a los que están. Todos ellos, sin duda, merecen estar ahí, son buenos escritores, y algunos también buenos amigos. Lo importante, creo, es que sean todos lo que están, pues la nómina real siempre desborda cualquier selección. Y eso parece conseguido en este caso.
ResponderEliminarUn abrazo desde Brooklyn,
Óscar Curieses