Tras el esplendoroso paréntesis de Antonio Juez Nieto, el realismo y su facción más radical, el costumbrismo, vuelven a adueñarse de las salas del Museo. Eugenio Hermoso pinta niñas sonrientes; de hecho, todos los personajes que pasan por su pincel sonríen: parecen norcoreanos. También José Pérez Jiménez da cuenta de la realidad sin complicarse la vida, aunque tiene el mérito de no eludir sus aspectos más sórdidos, como la pobreza que ha acosado, a lo largo de la historia, a tantos extremeños. El portugués Bonifacio Lázaro se acerca a esa misma realidad con un toque naïf. Felipe Checa, en fin, es pródigo en bodegones y ramos de flores –que, por muy excepcionales que sean, siempre serán solo bodegones y ramos de flores–, pero aporta una serie de escenas de interior, muchas de las cuales se componen de un varón mayor –clérigo o burgués–, acompañado por una joven fresca y risueña, cuya ironía y trazo detallista y pícaro me recuerdan al estadounidense Norman Rockwell, que también dibujaba estampas traviesas y amables, reveladoras de cierto espíritu de época. En una de las ilustraciones de Checa, "Aprovechando la ocasión", de 1896, aparecen dos monaguillos robándole la comida y bebiéndose el vino de un cura gordo dormido en su escaño. Entre la muchísima obra expuesta (que vemos sin descanso: otra cosa que el Museo no tiene, además de público, son asientos), descubrimos con sorpresa un óleo del leridano Baldomero Gili Roig, de 1922, titulado "La abadía", que representa el monasterio de Sant Cugat, el pueblo (aunque hoy de pueblo le queda poco: cuenta ya con 90.000 habitantes) donde tenemos nuestra casa. No nos cabe duda: reconocemos el rosetón –el segundo más grande de Cataluña, después del de la catedral de Gerona–, el lienzo de muralla por el que se accede al recinto del monasterio, y el palacio abacial. El Museo contiene poca pintura foránea. Apenas vemos un "Paisaje inglés", de Strafford Newmarch, fechado en 1871. La información sobre el cuadro señala como autor a "S. Newmarch Petersham", pero sospecho que ni es un paisaje inglés –aunque lo parezca: hay un río, robles, barcas y un cielo con nubes– ni Petersham es su nombre, sino una localidad y un bosque de Massachusetts que el artista, americano, pintó a menudo, incluso en una serie titulada "Por los bosques de Petersham". En la planta baja, la más añeja y menos reformada del conjunto –con paredes despintadas, cables asomando por los rincones y un aire lúgubre que disuena de la modernidad luminosa del resto del edificio–, admiramos varias piezas de Luis de Morales, con su trazo sorprendentemente moderno, y tres aguafuertes de Goya, entre los que destaca "El agarrotado", con un crucifijo entre las manos y los dedos de los pies tan agarrotados como su propietario. Justo detrás de esta imagen aterradora, y de las no menos horrorosas de los "Sueños" que la acompañan, cuelgan varios óleos de los reyes de España –aparatosos, como todos los retratos de la realeza–, desde Isabel II (con la que los pintores obran maravillas: en algunos cuadros está hasta guapa, cuando en realidad parecía un sargento de alabarderos) hasta Juan Carlos I (el actual, Felipe, todavía no ha ingresado en la galería, pero todo se andará). Me pregunto si tendrá alguna intención esta continuidad.
A la salida del Museo, vamos a comer a Durán Cacho, un restaurante mucho más modesto que el Galaxia, pero donde las croquetas están, por lo que me dice Ángeles, que ya conoce el local, de rechupete. Y, sí, lo están. Luego pasamos por delante de la iglesia de Santo Domingo, del s. XVI, donde fray Luis de Granada escribió Guía de pecadores, uno de los best sellers de la centuria. En general, todas las obras del dominico eran recibidas y leídas con entusiasmo por el público de la época, aunque hoy, aburridas hasta la narcolepsia, solo sean pasto de eruditos sadomasoquistas (Mark Twain decía, con su habitual crueldad, que la erudición es el ruido que hace el polvo al caer en un cráneo vacío), lo que me lleva a pensar, una vez más, en la poca fiabilidad del éxito comercial de un libro para determinar su calidad (o, como en este caso, su perduración). Cruzamos después el parque de Castelar, escueto, romántico y exuberante, con sus palmeras infinitas, donde me complace encontrar dos homenajes a poetas: un busto de Luis Chamizo y la estatua de Carolina Coronado. Lo celebro no tanto por la entidad de los vates –sobre todo, de Luis Chamizo, cantor castúo– como por el reconocimiento que supone de la poesía: por el valor que la sociedad le atribuye, o le atribuía. Porque, sin duda, se trata de algo periclitado, que sucedía en sociedades antiguas, pero ya no en la nuestra: hoy es impensable que se rindan homenajes permanentes a poetas en los parques públicos de las ciudades (ni en ningún otro lugar: en el aeropuerto de Madeira han preferido instalar un busto, escalofriante, de un jugador de fútbol). No obstante, el estado de conservación de ambas esculturas es muy deficiente: los textos que figuraban al pie de la efigie de Chamizo y del monumento a Coronado se han borrado (aunque, en el caso de Chamizo, esto quizá no sea demasiado de lamentar), y este, además, está cubierto de cagadas de paloma. En general, los pájaros la asedian. Pienso con alguna melancolía en los parques ingleses: allí las aves serían cisnes; aquí son ocas, gansos, patos y palomas, que nunca dejan de graznar ni de tener hambre. Salimos del parque y cruzamos la poterna de San Vicente para encontrarnos en el paseo de San Francisco con nuestra amiga Teresa. En uno de los túneles de la fortificación encuentro algunas pintadas, entre ácratas y hedonistas, muy inspiradoras: "Haz lo que te dé la puta gana", "Free yourself" y, la más sintética y atinada de todas, "sé feliz". Con Teresa charlamos un buen rato en una de las terrazas del paseo. Sus virtudes son muchas, pero una destaca a mis ojos: su alegría, incluso en la adversidad. Lo que le pase, por desagradable que sea, nunca motiva el abatimiento, sino que es recibido con templanza. Teresa conserva, aun en las circunstancias más difíciles, la capacidad de reírse de todo y de sí misma, y eso tiene un valor inestimable. En realidad, esta capacidad para metabolizar con humor cuanto le preocupa es otra consecuencia de su educación. La educación no es otra cosa que la represión del yo. Ser educado supone no imponer el propio ser, sus necesidades y miserias, a los demás, y Teresa observa ese principio de convivencia a rajatabla, aunque dulcificado por la socarronería. Con ella entramos a ver, en el adyacente Teatro López de Ayala, Gospel Days, un espectáculo de espirituales negros de Xtreme Gospel, el coro gospel de Extremadura. El problema, que advertimos nada más abrirse el telón, es que de espirituales negros solo tienen lo de espiritual, y gracias. El coro, en el que solo hay una cantante oscura, parece el de una parroquia que se haya vestido con unas túnicas moradas. En su actuación falta voz, falta energía, falta autenticidad. Es a los espirituales negros lo que los bailaores japoneses al flamenco: gente muy amante del género, pero carente de ese conocimiento profundo, de ese arraigo en el arte, que da haber nacido y haberse criado en su seno. Por si la debilidad del coro fuera poca, un grupo de cuatro músicos, con guitarra, teclado y batería, ensucia aún más unas piezas que deberían cantarse a capela o con un acompañamiento mínimo, que se limitara a puntear el ritmo: en algunas canciones solo oigo el tam-tam de la percusión. Únicamente los interludios de danza, de la compañía Danzaida, sobrios y elegantes, tienen interés. Las letras de las piezas tampoco se entienden con claridad, aunque su mensaje es inequívoco: se titulan "Yo amo a Dios", "Cantaré a Dios por siempre" o "Alabad a Dios", aunque en esta última confundo el estribillo: dice "¡Alabadle!", pero yo entiendo "¡Haya bable!", lo que por un momento me hace pensar si no será este un grupo asturiano. El espectáculo concluye con el parlamento de una representante de la Asociación de Epilepsia de Extremadura, a cuyo beneficio se ha realizado la actuación, que sube al escenario, invitada por la directora de Xtreme Gospel, para promover el apoyo de los presentes a su causa, y con un "¡Oh, Happy Day!", cuyo solista es una niña asimismo sacada del público, sobre la que no se nos dice nada. Para rematar nuestra dudosa experiencia musical de hoy, en el Pepe Jerez, donde nos paramos a picar algo de cena, nos enteramos –las televisiones aúllan– de que España ha quedado última en Eurovisión (aunque no con zero points, como yo auguraba y me habría gustado, sino con cinco conmiserativos puntos del televoto). Ah, Manel Navarro, qué bárbaro, qué tío.
A la salida del Museo, vamos a comer a Durán Cacho, un restaurante mucho más modesto que el Galaxia, pero donde las croquetas están, por lo que me dice Ángeles, que ya conoce el local, de rechupete. Y, sí, lo están. Luego pasamos por delante de la iglesia de Santo Domingo, del s. XVI, donde fray Luis de Granada escribió Guía de pecadores, uno de los best sellers de la centuria. En general, todas las obras del dominico eran recibidas y leídas con entusiasmo por el público de la época, aunque hoy, aburridas hasta la narcolepsia, solo sean pasto de eruditos sadomasoquistas (Mark Twain decía, con su habitual crueldad, que la erudición es el ruido que hace el polvo al caer en un cráneo vacío), lo que me lleva a pensar, una vez más, en la poca fiabilidad del éxito comercial de un libro para determinar su calidad (o, como en este caso, su perduración). Cruzamos después el parque de Castelar, escueto, romántico y exuberante, con sus palmeras infinitas, donde me complace encontrar dos homenajes a poetas: un busto de Luis Chamizo y la estatua de Carolina Coronado. Lo celebro no tanto por la entidad de los vates –sobre todo, de Luis Chamizo, cantor castúo– como por el reconocimiento que supone de la poesía: por el valor que la sociedad le atribuye, o le atribuía. Porque, sin duda, se trata de algo periclitado, que sucedía en sociedades antiguas, pero ya no en la nuestra: hoy es impensable que se rindan homenajes permanentes a poetas en los parques públicos de las ciudades (ni en ningún otro lugar: en el aeropuerto de Madeira han preferido instalar un busto, escalofriante, de un jugador de fútbol). No obstante, el estado de conservación de ambas esculturas es muy deficiente: los textos que figuraban al pie de la efigie de Chamizo y del monumento a Coronado se han borrado (aunque, en el caso de Chamizo, esto quizá no sea demasiado de lamentar), y este, además, está cubierto de cagadas de paloma. En general, los pájaros la asedian. Pienso con alguna melancolía en los parques ingleses: allí las aves serían cisnes; aquí son ocas, gansos, patos y palomas, que nunca dejan de graznar ni de tener hambre. Salimos del parque y cruzamos la poterna de San Vicente para encontrarnos en el paseo de San Francisco con nuestra amiga Teresa. En uno de los túneles de la fortificación encuentro algunas pintadas, entre ácratas y hedonistas, muy inspiradoras: "Haz lo que te dé la puta gana", "Free yourself" y, la más sintética y atinada de todas, "sé feliz". Con Teresa charlamos un buen rato en una de las terrazas del paseo. Sus virtudes son muchas, pero una destaca a mis ojos: su alegría, incluso en la adversidad. Lo que le pase, por desagradable que sea, nunca motiva el abatimiento, sino que es recibido con templanza. Teresa conserva, aun en las circunstancias más difíciles, la capacidad de reírse de todo y de sí misma, y eso tiene un valor inestimable. En realidad, esta capacidad para metabolizar con humor cuanto le preocupa es otra consecuencia de su educación. La educación no es otra cosa que la represión del yo. Ser educado supone no imponer el propio ser, sus necesidades y miserias, a los demás, y Teresa observa ese principio de convivencia a rajatabla, aunque dulcificado por la socarronería. Con ella entramos a ver, en el adyacente Teatro López de Ayala, Gospel Days, un espectáculo de espirituales negros de Xtreme Gospel, el coro gospel de Extremadura. El problema, que advertimos nada más abrirse el telón, es que de espirituales negros solo tienen lo de espiritual, y gracias. El coro, en el que solo hay una cantante oscura, parece el de una parroquia que se haya vestido con unas túnicas moradas. En su actuación falta voz, falta energía, falta autenticidad. Es a los espirituales negros lo que los bailaores japoneses al flamenco: gente muy amante del género, pero carente de ese conocimiento profundo, de ese arraigo en el arte, que da haber nacido y haberse criado en su seno. Por si la debilidad del coro fuera poca, un grupo de cuatro músicos, con guitarra, teclado y batería, ensucia aún más unas piezas que deberían cantarse a capela o con un acompañamiento mínimo, que se limitara a puntear el ritmo: en algunas canciones solo oigo el tam-tam de la percusión. Únicamente los interludios de danza, de la compañía Danzaida, sobrios y elegantes, tienen interés. Las letras de las piezas tampoco se entienden con claridad, aunque su mensaje es inequívoco: se titulan "Yo amo a Dios", "Cantaré a Dios por siempre" o "Alabad a Dios", aunque en esta última confundo el estribillo: dice "¡Alabadle!", pero yo entiendo "¡Haya bable!", lo que por un momento me hace pensar si no será este un grupo asturiano. El espectáculo concluye con el parlamento de una representante de la Asociación de Epilepsia de Extremadura, a cuyo beneficio se ha realizado la actuación, que sube al escenario, invitada por la directora de Xtreme Gospel, para promover el apoyo de los presentes a su causa, y con un "¡Oh, Happy Day!", cuyo solista es una niña asimismo sacada del público, sobre la que no se nos dice nada. Para rematar nuestra dudosa experiencia musical de hoy, en el Pepe Jerez, donde nos paramos a picar algo de cena, nos enteramos –las televisiones aúllan– de que España ha quedado última en Eurovisión (aunque no con zero points, como yo auguraba y me habría gustado, sino con cinco conmiserativos puntos del televoto). Ah, Manel Navarro, qué bárbaro, qué tío.
Eduardo, muchísimas gracias por las palabras que me has dedicado. Me han encantado. Y siempre es un placer estar con vosotros. Sois fantásticos. Besos a los dos.
ResponderEliminar"Al volver a casa, por la calle de Huertas, me fijo en varias placas, en las fachadas, que recuerdan a escritores que vivieron allí, como León Felipe, un autor tan interesante como olvidado, y en los poemas inscritos, en letras metálicas, en el suelo: son fragmentos de Quevedo, Lope de Vega... El contraste es fuerte: en los inmuebles, alcoholes, minifaldas, zumba; en el suelo, endecasílabos graves. Pero está bien que se pise la poesía, y que se desdeñe, como cualquier otra cosa real, viva, de la vida." ( De Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, p.63).
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