jueves, 25 de mayo de 2017

Un finde en Badajoz (y 3): Alburquerque

Dedicamos el domingo a un pueblo del que todo el mundo se hace lenguas, pero que ni Ángeles ni yo habíamos visitado todavía: Alburquerque. Nos hemos planteado hacer una excursión a Portugal, pero hemos llegado a la conclusión de que todo lo interesante lo hemos visto ya, de forma que, para encontrar lugares que merezcan la pena, hemos de desplazarnos cada vez más lejos, y no nos compensa la paliza de coche. Así que salimos de Badajoz hacia el pueblo de Juan Ruiz de Arce, Benigno Bejarano (aquel escritor anarquista cuya corta vida estuvo llena de adversidades: desertó del ejército español, se exilió dos veces en Francia, penó en un campo de concentración nazi y murió gaseado en un camión fantasma en 1944) y Luis Landero. Al llegar a Alburquerque, nos dirigimos de inmediato al castillo de Luna: en la oficina de turismo nos han informado de que la última visita de la mañana y el castillo solo puede visitarse con guía está a punto de empezar. Para llegar a tiempo, hemos de subir corriendo la cuesta que conduce a la fortaleza, lo que casi me provoca un colapso pulmonar. De camino a la cumbre, he oído gritar a Ángeles, que trota varios metros por detrás de mí: "¡Mira, unas tumbas antropomorfas excavadas en la roca!". Intento responderle que ya las veremos al bajar, pero solo emito un estertor. La cultura implica a veces algunos sacrificios, incluso el de la propia vida. La guía que nos lleva por el castillo es una joven alburquerqueña, sustituta, durante quince días, de la guía oficial. Pronto nos dirá que había hecho muchos cursos de formación de todas las administraciones públicas y que siempre había pensado que no valían para nada, pero que este trabajo que le ha salido demuestra que estaba equivocada: el que hizo de turismo en la Diputación de Badajoz sí le ha servido. Pronto noto que, en su idiolecto, el verbo "observar" sustituye, casi siempre, al verbo "ver". Así, nunca podemos ver nada, sino que podemos observar; y las vistas no se ven, sino que se observan; y hemos de observar el escalón, para no tropezar en él. Igualmente, nada está nunca en un sitio, sino que "se encuentra" en ese sitio: el castillo se encuentra en un cerro de la Sierra de San Pedro y la mesa se encuentra en el centro de la habitación. La razón de estas sustituciones es la misma por la que "escuchar" ha reemplazado a "oír": son palabras o expresiones más largas y complejas, y, por lo tanto, parecen más técnicas, más finas, lo que, a su vez, transmite una imagen más elevada o profesional de quien las utiliza; se trata, en suma, de una faceta más del horrendo polisilabismo que carcome al castellano. Si se puede decir "observar", "encontrarse" o "escuchar", ¿para qué emplear el monosilábico "ver", tan parco, tan pobretón, el simplicísimo "estar" o ese "oír" insufriblemente plebeyo, casi proletario? También observo que, en la lengua de nuestra por otra parte encantadora guía, las cosas no son, sino que son lo que son, o lo que eran. Habla, quién nos lo iba a decir, como el ministro De Guindos, para quien lo que es la economía española ha mejorado mucho con el gobierno de Rajoy, o lo que era la prima de riesgo ha descendido asimismo significativamente. Que detecte estos giros innecesarios y entorpecedores yo veo el lenguaje es un problema: si me quedo enganchado en ellos, ya no aprecio el contenido o la realidad que, mal que bien, describen. Así que me esfuerzo por atender a la información que la guía (y el ministro de Economía) nos proporcionan sin reparar en los errores y, precisamente, antieconomías que cometen. Al hacerlo, aprendo que el castillo de Luna data del s. XIII y que se llama así por haber pertenecido a don Álvaro de Luna, maestre de la Orden de Santiago y condestable de Castilla: ambos escudos, de la Orden y de la casa de Luna (una luna yacente, como no sorprende comprobar), figuran en los muros de la torre del homenaje, la impresionante construcción que preside la ciudadela. Todo está muy bien conservado, a lo que seguramente ha contribuido que el castillo no haya sido nunca expugnado ha caído por asedio, pero nunca por ocupación, pero también que una amplia reconstrucción restañara las heridas del tiempo tras la Guerra Civil. En el primer patio al que accedemos, vemos una espléndida pila bautismal de piedra, llena de agua verde, y la entrada a la cantina, donde los guerreros así llama a los soldados nuestra guía se refrescaban de los sudores de los trabajos y las guardias, que debían de ser muchos, dado el rigor de las temperaturas. En una primera terraza vemos el aljibe, al que el suelo inclinado en el que se encuentra entre cuyas baldosas crecen las amapolas llevaba el agua de la lluvia, como en los platos de ducha actuales. Nos impresionan las vistas, que abarcan 70 km a la redonda, muchos de los cuales pertenecen ya a Portugal, cuyo castillo de Marvao se eleva enfrentado a este. Visitamos también las mazmorras, que no podían faltar, tan siniestras y aniquiladoras como estas, en un castillo que se preciase: un tubo chato de sillares húmedos y negros donde pasar los días debía de ser lo más parecido a pasarlos en el infierno. En una de las habitaciones por las que cruzamos, llamada "de los susurros" (o quizá "de los secretos": no lo he anotado bien), lo que uno dice en una esquina, mirando a la pared, se oye con toda nitidez en la esquina opuesta; en otra estancia, la guía subraya la existencia de una letrina, esto es, un agujero excavado en la roca, como una tumba antropomorfa, y sus funciones también defensivas: lo que caía, caía como las piedras o el aceite hirviendo sobre quienes pretendieran asaltar la fortaleza, y con efectos quizá más devastadores todavía; y, en una tercera, desbaratando la atmósfera medieval que la guía ha sabido suscitar, distingo una ventana remendada con celo (es decir, no con cuidado, sino con cinta adhesiva). Por fin, nos asomamos a la cocina, piramidal, que no es sino una enorme chimenea y, por eso mismo, también la calefacción central de la torre. Hacemos la última parada en la iglesia de Santa María del Castillo, de finales del s. XIII, que ilustra como pocos otros lugares de Extremadura (y de España) la transición del románico tardío al gótico, y cuyos capitales parecen tallados ayer. 
       Acabada la visita, nos despedimos de la simpática guía y paseamos un buen rato por el pueblo. Hace calor, pero las callejuelas de la Villa Adentro, el barrio gótico, nos dan la sombra suficiente como para que la caminata no sea un calvario: la estrechez de los trazados urbanos era el aire acondicionado de la época. Nos gusta la arquitectura popular, encalada, con geranios y claveles en los balcones, de este enclave medieval, en el que reconocemos las casas de dinteles ojivales de la importante comunidad judía que lo ocupó hasta la fatídica expulsión de 1492, muchas de las cuales lucen todavía, en la jamba derecha de las puertas, la hendidura de la mezuzá, el pergamino con versículos de la Torá con el que los hebreos protegían sus moradas (aunque no les sirvió de mucho contra el decreto de expulsión de los Reyes Católicos). Claro que, entre tanto legado del pasado medieval, también aparecen elementos del presente, algunos amables, como los "despachos de pan" que menudean en la localidad, y otros tan inquietantes como una bandera española en un balcón con una inscripción de la Legión. Vamos de una punta a otra del barrio, que coinciden con sendas entradas de la muralla la Puerta de la Villa, con una florida capilla, y la Puerta de Valencia, flanqueada por dos contundentes torres, admiramos el pozo de Alcántara, cuadrado y granítico, de 1643, y no dejamos de visitar la iglesia de Santa María del Mercado, del s. XV, con columnas con nervaduras potentísimas, donde alguien, que sospechamos el sacristán, y que ya está perorando ante otros visitantes, culmina su exposición recitando una poesía mariana muy bonita y señalándonos la curiosa tumba de un judío converso, cuya condición de converso revela en la lápida una estrella de David de solo cinco puntas. 
        Comemos en el restaurante Rolán, al lado de la plaza de toros, que no sabemos si sigue siéndolo: los bajos están ocupados por viviendas particulares, con ropa colgada en las ventanas y antenas de televisión en las fachadas. Acaso sea este un buen ejemplo del proceso de destaurinización que está sufriendo la sociedad española. De camino allí, hemos visto un balcón, a la salida de una calle estrecha, del que colgaba un cartón con la siguiente leyenda manuscrita: "Ojo camiones: cuidado con balcón". Justo en ese momento, ha pasado la camioneta de alguien llamado Rabazo. Por suerte, y pese a la magnitud de la amenaza, no alcanzaba al balcón previsor. Tras el revuelto de criadillas de tierra, excelente, y la sepia a la plancha, no tan conseguida, que nos asestamos en el Rolán, visitamos el último punto de nuestro interés en Alburquerque: el risco de San Blas, con sus pinturas rupestres. Las pendientes empinadas son nuestro enemigo de hoy, porque otra, no menos terrorífica que la que conduce al castillo de Luna, nos espera al pie del risco. La atacamos con el lastre espantoso de las criadillas y la sepia a la plancha, resignados al último esfuerzo del día. Subiendo, veo a una cigüeña colgada en un poste cercano y por primera vez entiendo el mecanismo de la regurgitación. Llegamos, no obstante, sin habernos desmayado, aunque con muy escaso resuello, y descubrimos que las pinturas de la Edad del Bronce de las que tanto pensábamos disfrutar son solo unas desvaídas figuras rojizas, apenas visibles. De hecho, nos cuesta localizarlas, aunque el punto en el que se encuentran está vallado y señalizado. Los más de 5000 años de antigüedad que tienen no les han sentado bien: no es extraño, en realidad. Lo sorprendente es más bien que hayan resistido tanto tiempo, y que todavía puedan apreciarse, aun con trabajo, los dibujos esquemáticos, antropomorfos y zoomorfos, que constituyen los primeros balbuceos simbólicos de la humanidad. Mientras los contemplamos, oímos esquilones y balidos, y una brisa reconstituyente nos pellizca la piel. Ángeles descubre, entre los líquenes verdeamarillos que cubren casi todo el abrigo, otras pinturas neolíticas no indicadas. Cerca de una, yo advierto una cabeza de gato dibujada y varios anclajes de escalada. Se conoce que la gente viene aquí a hacer pintadas y a practicar montañismo. Excelentes ideas. Quizá podrían utilizarse estas rocas como paneles para grafiteros o carteles electorales. Aunque, si nos ponemos a ello, seguro que descubriremos otras actividades todavía más adecuadas.

1 comentario:

  1. El lenguaje es ese hijo que llama constantemente nuestra atención, tanto lo queremos, lo mimamos y nos consuela de lo cotidiano... Entiendo muy bien tu flaqueza y se te perdona ( ya sabes, mal de muchos...). Eres un "crack"(menos mal que no es polisilábico) haciendo sonreír a quien te lee.

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