martes, 17 de octubre de 2017

Cosas que me han pasado en Inglaterra

El gobierno catalán y, en general, la causa independentista han tenido desde siempre mucho interés en internacionalizar el procés. El apoyo de las naciones a su ansia de libertad era y sigue siendo visto como el contrapeso necesario del empuje centrípeto del Estado, y un requisito fundamental para que Cataluña no pierda los réditos que le procura su acomodada pertenencia, en el seno de España, a la comunidad internacional. El fracaso de este propósito está a la vista de todos. Y es lógico: los Estados no quieren avalar en otros países separaciones que también podrían darse en el suyo. Solo algunos políticos pintorescos o despistados (la mayoría, de parlamentos escandinavos), algunos friquis de la escena planetaria, como Julian Assange, y los inevitables movimientos de liberación nacional aún desperdigados por el mundo, han mostrado cierta solidaridad, vaga o anecdótica casi siempre, con el independentismo catalán. Este fiasco, no obstante, ha conocido alguna excepción, de la que he sido testigo estos días pasados. En un reciente viaje a Gran Bretaña, he comprobado cuánto han cambiado las cosas con respecto a los años en que vivía en Londres. Entonces, del procés allí apenas se sabía nada. Mis amigos independentistas se asombraban cuando, ante sus ávidas preguntas sobre el impacto que tenía su causa en la opinión pública británica, yo respondía tranquilamente que ninguna. Si acaso, un breve en algún periódico dando cuenta de la gran manifiestación celebrada en Barcelona el 11 de septiembre de aquel año, y ya está. Por entonces, allí de Cataluña solo importaban el Barça y las playas de Lloret; y de España, el Real Madrid y las playas de Benalmádena. Eso ha cambiado. Y hasta qué punto. Desde el tren que nos llevaba de Newcastle a Saint Andrews, en cuya universidad había de participar en una lectura de poemas, vimos un cottage, en la costa escocesa, con una larguísima antena en la que ondeaba una estelada, que se recortaba contra un sol encandecido y poniente. Y en la propia Saint Andrews, junto al hotel en el que nos alojábamos, alguien había colgado, en un balcón vecino, una bandera española. (Esa noche, al volver de la lectura y la cena posterior, nos cruzamos con un lugareño delante del balcón abanderado; el hombre, al sabernos extranjeros, señaló la bandera y nos hizo la señal del pulgar para abajo. Yo negué con la cabeza e hice la señal del pulgar para arriba. Aunque tengo mis propias ideas sobre cómo debería organizarse y funcionar mi país, y sobre el respeto que debería mostrar por todos los ciudadanos que lo componen, no voy a dejar que lo critique un caledonio iletrado). Un par de días antes, en Newcastle, Ángeles y yo habíamos salido a cenar. Fuimos a un restaurante sardo, donde, por cierto, nos asestamos una pechuga de pollo con espárragos y gorgonzola que resucitaba a un muerto. Cuando ya habíamos pagado y nos estábamos poniendo los abrigos para marcharnos (porque en Mérida andaban por los 36º, pero en el noreste inglés apenas llegábamos a los 14º), un camarero nos oyó hablar en español y no pudo resistir la tentación de saber de dónde éramos. Al decirle que yo de Barcelona y ella de Madrid, la pregunta cayó por su propio peso: qué opinábamos de la situación en Cataluña. No nos preguntó qué nos parecía Newcastle, ni si nos había gustado la comida, ni le lanzó, como se espera de todo italiano, un requiebro a Ángeles, aunque su marido estuviera delante, como era el caso; no: nos preguntó por el procés. Quizá fuese miembro de Cerdeña Nación Independencia, el partido que propugna la independencia de la isla, y que, acaso como trasunto de las honduras de su propio pensamiento político, se expresa como los indios, sin verbos ni otras sutilezas sintácticas. También en Newcastle me sucedió que entré a visitar la catedral de la ciudad y la sacerdotisa anglicana que me recibió, con el indefinible encanto de los británicos que te dan la bienvenida, al enterarse de que era catalán, me susurró: Ah, worrying times. Sí, tiempos de tribulación. Luego de la visita a la catedral, descansé mis fatigados pies de turista acatarrado en un Costa, una de esas horrendas cafeterías franquiciadas que han sustituido o más bien arrasado a los tradicionales cafés de las ciudades europeas. Allí entretuve el refrigerio leyendo el Times, que el local ofrecía a sus clientes (y cuyo nivel de sensacionalismo me sorprendió: un largo artículo informaba de que un médico había sido condenado por estrujarle los pechos a una enfermera con la que estaba manteniendo relaciones sexuales y que, al parecer, y pese a los transportes de la pasión, no deseaba que se le estrujaran los pechos; otro, que se había encontrado la mitad de la materia perdida del universo). La sección internacional se abría con una crónica, de página entera, sobre los últimos acontecimientos en Cataluña, en la que a Puigdemont se le llamaba "Mr. Puigdemont", y a Rajoy, "Mr. Rajoy". En eso el Times no había cambiado: antes de la Segunda Guerra Mundial, a Hitler se le llamaba "Mr. Hitler". En esta extensa presencia del procés en los medios de comunicación y, sobre todo, en la conciencia de la gente, destaca un hecho, o quizá sea más adecuado decir que un hecho ha conseguido que el conflicto esté presente en la prensa y la mente de los británicos: las cargas policiales del domingo del referéndum, esas cargas que los palanganeros de la derecha (y buena parte de la derecha misma) y lo más pleistocénico del españolismo dicen que no existieron, o que fueron insignificantes. Los británicos, en cambio, las vieron horrorizados por televisión y sostienen, casi sin excepción, que no estaban justificadas: quienes las sufrieron entre ellos, mucha gente mayor no estaban cometiendo ningún delito, ni practicando la violencia, ni alterando el orden público, sino solo intentando votar, aunque fuese en un referéndum ilegal. Y para los británicos el uso de la violencia contra ciudadanos que no ejercen la violencia no está justificado en ningún caso. Lo aprendieron con la descolonización de la India y la resistencia gandhiana, y, para bien de su sociedad, no lo han olvidado. El mismo sentimiento de exceso y falta de justificación ha prendido en los países de larga tradición democrática de la Unión Europea, y todos los han manifestado así. De hecho, fueron sus primeras reacciones, el mismo domingo 1 de octubre, las que indujeron al gobierno de Rajoy a ordenar a la policía, que llevaba ya algunas horas tirando a gente por las escaleras y repartiendo estopa, que bajara el pistón. En la cena que siguió a la lectura en la Universidad de Saint Andrews, una de las comensales Karen, que había leído en el auditorio la traducción al inglés de nuestros poemas expresó con radicalidad su discrepancia con la represión policial y, arrastrada por ella, sugirió que España seguía regida por un espíritu cainita y la sombra de Franco. Yo le respondí que la actuación de la policía había sido un error, pero que eso no significaba que España no fuera un país democrático. Y que deducir que ese error reflejaba su carácter autoritario respondía a un estereotipo goyesco, lorquiano y que era otro error. También le recordé que la policía inglesa, y la de todos los países democráticos, se ha empleado a fondo contra sus propios ciudadanos en no pocas ocasiones, y que probablemente eso también había sido un error. Me callé, no obstante, algo que asimismo pensaba: que la cultura democrática británica está más sólidamente asentada que la nuestra, aunque solo sea porque llevan muchos siglos viviendo en ella, en tanto que nosotros solo lo hemos hecho a rachas, y más bien escasas, en los últimos doscientos años; y que esa cultura democrática avanzada les ha permitido celebrar un referéndum, acordado y legal, que ha clarificado la voluntad de los escoceses de permanecer, o no, en el Reino Unido (como a los canadienses con el Quebec o a los estadounidenses con Puerto Rico), sin violencia de ningún tipo ni perjuicio alguno para el país. Estos días se me ha hecho evidente que el procés ha conseguido atravesar el espeso muro de indiferencia por las cosas de España que rodeaba al público inglés. No lo ha hecho como a los independentistas les habría gustado con un apoyo incondicional a su causa, pero sí lo suficiente como para que no pase inadvertida. En la medida en que eso sirva para que la opinión pública de este país y de todos se mantenga vigilante e impida los excesos de unos y otros, hay que darle la bienvenida.

2 comentarios:

  1. Parece que Cataluña se asoma al mundo. Lástima que los artífices de esa visibilidad hayan sido los palos. Al menos quedará ese logro junto al recuerdo de las heridas, la perplejidad, la impotencia... Ahora solo falta que el españolismo nos la deje ver a nosotros, sin títeres, sin "magouilles", de frente, con honor. ¿Es posible hacer política con honor?

    Un abrazo.

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  2. " Que hablen de nosotros aunque sea mal, pero que hablen". Mal asunto, querido Eduardo. La situación sociopolítica, hoy en día, en Catalunya es muy preocupante. Yo, la verdad, no temo a la reacción de los ineptos políticos que nos gobiernan. Temo al caldo, espeso y crispado caldo de cultivo que se está enraizando,cada día más, entre los ciudadanos. ¿Por qué no unas elecciones autonómicas desde el primer día?¿Para qué está lucha inútil de poderes? Todo para distraer del verdadero problema: LA CORRUPCIÓN. Todo el que se mete en política,y no sale corriendo al ver la sinvergoncería que se llevan entre todos, nunca será una persona de honor.

    Un abrazo grande.

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