Voy hoy al Museo de Bellas Artes de Badajoz a ver la exposición "De Rubens a Van Dyck. Pintura flamenca en la colección Gerstenmaier" con mi amiga Teresa. De camino a la estación de RENFE, me acerco a un quiosco para comprar El País (y también, cosas de la vanidad, el ejemplar del Hoy en el que he de salir hoy, con foto y todo, en un artículo sobre lo que piensan del conflicto en Cataluña algunos extremeños que viven allí y algunos catalanes que vivimos aquí). Un señor, que ya ha comprado el periódico del día, está de palique con la quiosquera. Veo que se lleva La Razón y el Marca, la lectura preferida de Rajoy. "Muy coherente", pienso. A continuación, oigo decir al caballero: "Con estos hay que tener mano dura..."; y repite, lúgubre: "...mano dura". No me cuesta imaginarme a quiénes se refiere con "estos": y, no sin inquietud, pienso que yo me cuento entre ellos. "Se han quedado con la educación...". Sin juzgar el uso torticero de "se han quedado", como si los siete millones y medio de catalanes fueran mangantes, vuelvo a pensar que todas las comunidades autónomas, menos Ceuta y Melilla, se han quedado con ella; también Extremadura. Sin esperar a más simplezas, recojo mis diarios y me voy: no falta mucho para que salga el tren. Veo en las calles más banderas españolas que de costumbre. De hecho, en Mérida casi nunca hay ninguna, y estos días abundan. Ayer, llegué a la plaza de España a tomarme el aperitivo, después de una reconstituyente sesión de spinning, cuando ya se disolvía la manifestación, a la que asistieron unas cien personas –según cuenta la prensa de hoy–, convocada, en toda España, por la Fundación para la Defensa de la Nación Española con el fin de defender la nación española. Me pregunto si los manifestantes sabían que DENAES es una organización filofascista, en la que se reúne lo más granado de la ultraderecha hispana (como los integristas católicos de Hazte Oír y asociaciones tan inquietantes como Cañas por España, Familia y Dignidad Humana o Hacemos Patria, además de otras simplemente analfabetas, como Españoles de a Pié [sic]). Pero, si lo sabían, no les importaba: todos parecían de picnic, con sus camisetas de la selección española de fútbol y sus banderas, asimismo españolas, recién compradas en los chinos; todos reían, y hablaban alto, y pedían cerveza a gritos. Qué cansado es esto de las banderas. Qué agotador el vocerío de unos y otros. Qué pesadez la afirmación de la tribu. Cuando llego a Badajoz y nos encaminamos al museo, también advierto, por todas partes –en los balcones y fachadas, pero asimismo en las terrazas de los bares y dentro de los escaparates de las tiendas–, muchas rojigualdas (bibarradas; la senyera también es rojigualda, aunque cuatribarrada. Y vuelvo a preguntarme si los manifestantes de ayer, o cualesquiera otros de los que han dedicado parte de la jornada dominical a vociferar delante de los ayuntamientos, saben que la bandera española proviene de la catalana: Carlos III, que buscaba una enseña más reconocible para la Marina, adoptó los colores y la disposición horizontal de la enseña catalanoaragonesa porque eran los que mejor se veían en el mar). Tras tomarnos un café en el Hotel Zurbarán (donde me alojé la primera vez que visité Badajoz, invitado por el Aula Literaria de la ciudad, hace ya cinco años), entrar en el Museo de Bellas Artes se me antoja como acogerme a sagrado: un lugar sin fronteras ni patriotismos; un lugar bendito en el que solo ondea la bandera universal del arte. La colección que se expone se divide en tres partes principales: bodegón, religión y retrato. La más nutrida, y también, seguramente, la más interesante, es la primera, la dedicada al bodegón y los elementos de la naturaleza, aunque la pieza estrella –la Virgen de Cumberland, de Rubens– corresponda a la segunda. Las flores, como es natural, predominan en la sección de los bodegones. En la Europa del s. XVII, eran un símbolo de riqueza y poder, porque había que tener mucho dinero para hacerse con ellas: casi todas eran de importación. Por ejemplo, los girasoles que aparecen en algunos cuadros provenían del Perú, igual que las cacatúas que asoman en otros. De hecho, los animales exóticos, otra rareza que simbolizaba el fasto –papagayos, símbolos de la elocuencia; monos, representantes de los vicios y pecados (en particular, la lujuria)–, abundan en los óleos. Aunque también cosas y seres mucho más modestos, como caracolas, insectos –desde mariquitas o libélulas, que daban viveza y realismo a las composiciones florales– y hasta una coliflor, humilde y oronda, en un cuadro de Van Kessel el Viejo; y pescados y pájaros de los que nunca habíamos oído hablar, y cuyos nombres resuenan con una ligereza aleteante: alburnos, camachuelos, verdecillos. Para apreciarlos en plenitud, o para disfrutar de las gotas de agua pintadas en las hojas o los frutos con técnica exquisita, o de las transparencias de las copas de los bodegones, nos acercamos mucho a las telas, o señalamos los detalles con el dedo. Eso hace que la vigilante, que debe de rezumar tedio, se sienta en la obligación de justificar su presencia. "No se acerquen tanto, por favor", ordena. Acatamos la orden, claro, aunque siempre me ha soliviantado este celo ridículo. Desde ese momento hasta que salgamos de la sala custodiada por la quisquillosa cancerbera, sentiremos su mirada escrutadora en el cogote. Pero no nos libraremos del ahínco avizorante de los alguaciles privados: cuando recibo un vídeo de mi hijo, en el que se ven los porrazos que la policía dispensa con prodigalidad a los concentrados por el referéndum en un colegio de Barcelona, y quiero oírlo, otro escrupuloso centinela me dice que hace demasiado ruido (sí, eso es probablemente cierto: la gente tiene tendencia a gritar cuando se le pega) y que lo apague. Lo hago también. Lejos de los cuadros y lejos del móvil, continuamos nuestra visita. La pieza más destacada de esta primera parte es la que ilustra la cubierta del catálogo y el folleto de la exposición, Alegoría del verano, de Juan van der Hamen y León, un madrileño hijo de flamencos. En el cuadro, una mujer de piel blanquísima luce un pecho al descubierto y sostiene un ramo de hortalizas y tubérculos. Se conoce que la dama, casada, está esperando a su amante en el huerto, que es donde siempre han esperado las amadas a sus amantes. Y allí lo recibirá, nos hace suponer el cuadro, con la piel blanca, y el pecho descubierto, y el maíz y las alcachofas en la mano, y el calor tórrido de los cuerpos y el estío. Ya en la sección de retratos, reparamos en la fealdad de la mayoría de imágenes de la sagrada familia. En La adoración de los magos, de Artus Wolffort, por ejemplo, San José es un anciano provecto y María, una jovencísima madre; el Niño, por su parte, es horroroso. Solo Gaspar, que parece Goliat, se exhibe con prestancia marcial. Y sorprende que el apiñamiento de personajes sea tal que casi llegue a ocultar a un camello y un elefante, cuyas cabezas asoman brevemente al fondo. En el Tríptico de la Adoración de los Reyes, atribuido a Jean de Beer, las cosas empeoran: el Niño, de rostro contrahecho, asusta, y Melchor parece un narcotraficante. El fondo arquitectónico está bien resuelto, pero los personajes no crean afición, como atina a señalar Teresa. Y las deformidades prosiguen: en el anónimo Virgen de la leche, el pecho del que mana el alimento ni está donde debería estar, ni tiene la forma que debería tener; en Calvario, de Adrian Thomasz Key, los tres crucificados –Jesús y los dos ladrones– lucen los torsos de quien hace, como Aznar, 1.500 abdominales al día; y el Ecce Homo, de un anónimo flamenco que podría ser Michiel Coxcie, me recuerda al de Borja. La joya de la corona de la pintura religiosa es la Virgen de Cumberland, de Rubens, los engrosamientos de cuyos personajes son inmediatamente reconocibles, pero también la finura y, a la vez, la expresividad del trazo, así como el delicado tratamiento de la luz: en la piel del Niño se vuelcan, con acuosa armonía, todos los matices del rosa, el crema, el gris y el blanco. Probablemente ayudara a la exquisita composición que el modelo del Niño Jesús fuese el propio hijo del pintor. Rubens también firma sendos espléndidos grabados de Felipe IV, cuyo gesto bobalicón casi consigue borrar, y de su esposa, Isabel de Borbón, cuyos ojos saltones descuellan en un rostro que poco descollante. Anton van Dyck, en fin, firma Iconografía de hombres ilustres, otra magnífica serie de grabados, con rostros muy psicológicos, como de nuevo señala acertadamente Teresa. A la salida del museo, tomamos el aperitivo en una terraza de la plaza de la Soledad, aunque veremos frustrados nuestro deseo de comer boquerones en vinagre, que a ambos nos pirran. Cuando se los pido, el camarero pone una cara muy rara y nos informa de que los han tenido, pero que ya no, porque nadie los pedía. Teresa y yo nos alimentaríamos solo de boquerones en vinagre. Y yo me siento viejo, ajeno a una modernidad a la que han dejado de gustarle los boquerones en vinagre, por rústicos y proletarios. Ya en casa, veo con espanto las imágenes de las cargas policiales que ha habido hoy en Cataluña, y me sobrecoge la tristeza. La irresponsabilidad del gobierno de la Generalitat ha conducido hasta aquí. Pero la irresponsabilidad del gobierno español, optando por que la policía y la Guardia Civil ejerciera la violencia con ciudadanos que no estaban cometiendo ningún delito –por más que el referéndum fuese ilegal–, ni alterando el orden público, ni haciendo otra cosa que ocupar pacíficamente los colegios electorales, es tan denostable como la de Puigdemont y sus secuaces, o más todavía, porque quien ostenta el monopolio de la fuerza tiene, a la vez, la obligación de reservar su aplicación para casos extremos, entre los que no cuento que los ciudadanos se reúnan un domingo para votar, aunque sea en una pantomima como la de hoy. El referéndum estaba descabezado legalmente: el gobierno ya se había asegurado de que no gozase ni de medios ni de garantías, y todo el mundo, incluyendo los independentistas, lo sabía. En lugar de permitir la carnavalada y de hacer, en todo caso, que la policía controlase la votación para minimizar los desórdenes públicos, Rajoy y los suyos han preferido ordenar que apalease a la gente. Me avergüenzo de unos y otros: de quienes se escudan en las personas para llevar adelante sus planes insensatos, y de quienes se escudan en la justicia y la policía para repartir estopa y demostrar, de paso, que España solo hay una, y que su unidad es sagrada, indivisible y eterna.
Si a vosotros os pirran los boquerones en vinagre, a mi me encantas tú como crítico de arte. Para gusto, los colores.
ResponderEliminarAy, malos tiempos para no situarse en uno de los extremos.
ResponderEliminarY hablando de cosas horrorosas, yo también me pregunto por qué tantos niños jesuses flamencos están hechos un cristo.
Yo, me avergüenzo de que en este siglo aún estemos hablando de independencia. Me avergüenzo de que la gente oiga el ruido y no el silencio que esconde toda esta barbaridad: la complicidad ante la corrupción. Me avergüenzo de la poca memoria ( menos que la mía) : hace casi cinco años los mossos le sacaron un ojo a una chica que simplemente se manifestaba por un ideal.Me avergüenzo de todos y cada uno de los partidos políticos que nos representan: son corporativos y mentirosos. Por último:
ResponderEliminarA mí también me pirran los boquerones en vinagre y los hago deliciosos.
Un abrazo.
Quizá el resultado habría sido diferente -para todos- si se hubiera dejado votar, se hubiera tomado -por todos- como un suceso simbólico y y no haber enviado a la policía y guardia civil a golpear a la gente sin ton ni son. No reconocer el resultado hubiera sido más simple, supongo. Y económico en todos los sentidos.
ResponderEliminarUn camino de incertezas, el futuro que tenemos aquí.
Un abrazo.