En 1944, Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) tuvo un sueño. Hasta aquí, nada anormal: todos los tenemos. Pero Juan Eduardo Cirlot, buen surrealista, creía en el poder generador de los sueños: en su capacidad para alumbrar mundos o, mejor dicho, para revelar mundos que ya existen dentro de nosotros, pero de los que no somos conscientes. El poeta escribió el sueño y lo publicó, en junio de 1945, en la revista Fantasía. Semanario de la Invención Literaria, editada por la Delegación Nacional de Prensa. Lo tituló, sin demasiada imaginación, «Suceso onírico». Empezaba y acababa con este apóstrofe: «¿Eres verdaderamente cartaginesa?», y entre ambas interpelaciones solo había dos párrafos, que daban cuenta de la resucitación, en una iglesia, de una «extraña doncella, vestida con el ropaje que la iconografía clásica suele adjudicar a la Virgen María, pero de color “marrón claro”». Un año y medio más tarde, el 26 y 27 de diciembre de 1946, Cirlot desarrolla aquel sueño seminal: en el desaparecido Café de la Rambla, de Barcelona, escribe Libro de Cartago (diario de una tristeza irrazonable). No era extraño que lo hiciera así (ni dónde: buena parte de la mejor literatura española del siglo XX está escrita entre el bullicio y la humareda de los veladores): las ideas y los temas volvían siempre a Juan Eduardo Cirlot, que los ampliaba y reelaboraba. El retorno es también retórico: sus versos se nutren de circularidades y permutaciones; sus obsesiones se proyectan en las recurrencias léxicas, en el incesante y alborotado reaparecer de las voces, como demuestran Bronwyn, Variaciones fonovisuales y el propio Libro de Cartago, entre muchas otras de sus obras. Cirlot, que no pensaba publicar el libro, le mandó el manuscrito a su amigo Carlos Edmundo de Ory, acompañado por una carta, escrita en otro café de Barcelona, el Suizo, en la que afirmaba ser solamente «un artista de los que avant-guèrre se llamaban de vanguardia (algo entre Alban Berg, Fritz Lang, Huidobro, Breton y Hans Christian Andersen)». No obstante, antes de desprenderse del original, Cirlot tuvo buen cuidado de pasarlo a limpio. Lo hizo entre el 7 y 10 de enero de 1947 (esta vez, presumiblemente, en su casa), y enriqueció la nueva versión con unos sugerentes dibujos de Julián Gallego. Pero esta segunda copia no es una mera transcripción de la primera: añade un prólogo y una despedida, el primero en endecasílabos y la segunda en alejandrinos, y altera la estructura inicial, que pasa de cuatro partes a siete. En cualquier caso, Cirlot cumplió sus planes y no lo publicó en vida: la primera versión se salvó de la quema que hizo de cuanto había escrito antes de 1958, porque obraba en poder de Ory, y la segunda permaneció incólume e inédita entre sus papeles hasta su muerte. Solo en 1998, recuperado aquel diario de tristeza irrazonable —subtítulo que desaparece en el segundo manuscrito—, la editorial Igitur dio a conocer El libro de Cartago, que únicamente recoge la segunda versión, aunque indicando las variantes que presenta con la primera, e incluye Poemas de Cartago, una nueva reflexión sobre la malhadada ciudad, publicada en Papeles de Son Armadans en 1969, y que acredita esa insistencia, característica de Cirlot, en los motivos y las formas de abordarlos.
La editorial Vaso Roto da ahora nuevo y superior vuelo a El libro de Cartago con una edición espectacular, a cargo de la Victoria Cirlot, hija del poeta, que incluye la reproducción facsimilar, a color, de los dos manuscritos, del «Suceso onírico» y de la carta de 1947 a Carlos Edmundo de Ory; una nota a la edición de su responsable, en la que resume el camino que ha seguido el libro desde su ya remota gestación hasta esta reaparición; y las pulcras transcripciones de ambas versiones.
El libro de Cartago es una ensoñación o fabulación onírica, arraigada en el cosmos visionario del romanticismo y, luego, del surrealismo, que funde el mito, la historia y la revelación personal. Las largas tiradas en prosa del libro, hervorosas de imágenes arrebatadas, de arcaísmos y esdrújulas, de suntuosidad sinestésica y pensamiento musical, como quería Carlyle, recuerdan las perturbadoras escenas de William Blake y Gérard de Nerval. En una nota de Juan Eduardo Cirlot sobre su propia obra, fechada en 1970, leemos que el tema de Cartago, la ciudad arrasada y sembrada de sal por Roma en el 146 a. C., «que retorna en mi poesía periódicamente (…), tiene para mí el doble simbolismo de la nada (la cartaginesa es la civilización que menos ha dejado como testimonio de su poder y larga duración) y de mi propia existencia». Y, en efecto, esa doncella a la que el protagonista lírico pregunta con obstinación «¿eres verdaderamente cartaginesa?» es el alma del poeta, y también la Nada, aleadas en un solo y atribulado símbolo: «la ciudad de la nada de tu alma», como testimonia el fragmento VI. Alrededor de esa nada giran las preocupaciones existenciales y metafísicas de Cirlot, que se materializan en algunas metáforas recurrentes: la destrucción –como la que sufrió la capital púnica, que «tuvo la desgracia de no alcanzar gran celebridad sino en el momento de su ruina», en palabras de Adolphe Dureau de la Malle en su Historia de la ciudad de Cartago, recogidas por Cirlot– y su más fecunda consecuencia, la muerte; la tristeza –«Mi voz debe sonar a tambor sombrío, a caverna desnuda, a sollozante pan de ceniza endurecida. // Oh, Baal, Cartago se parece a mi tristeza»–; y la soledad. Una luz negra y unas aguas luctuosas, símbolos del espíritu paradójico y el vigor sensorial de Juan Eduardo Cirlot, arraigados en la mejor tradición metafórica de Occidente, envuelven al poemario, que mantiene un tono entre lírico y oratorio: es una epopeya, pero también una confesión; es un himno, pero asimismo la forma que tiene un hombre de susurrar su desamparo y su desconcierto, como hace expresamente Cirlot al principio del fragmento I, al decir que se encuentra en «una habitación de alquiler en el extremo litoral de una ciudad que no conozco. La mujer distinta que siempre me acoge en sus brazos moribundos nada dice…».
De El libro de Cartago seducen el rapto expresivo, el bullente irracionalismo y, singularmente, la conjunción de lobreguez existencial y opulenta plasticidad. El desfallecimiento, casi nihilismo, del poeta encuentra una forma vivísima de expresión, hecha de asociaciones coloristas, adjetivos tonificantes, oposiciones cauterizadoras e imágenes de una sensualidad apabullante. La pesadumbre no tiene por qué aplacar o adormecer el lenguaje. Como en los místicos, el alma adquiere cuerpo, y es un cuerpo que enceguece. Escribe Cirlot en el fragmento I: «Entonces lucho sobre ríos rosados, sobre cataratas dulcísimas. Himnos agónicos golpean mis párpados y mis oídos (…), y todo es oleaje, disidencia infinita y canto. (…) Las sombras beben un agua desgraciada en torno a las cisternas abiertas y lacias como bocas. Se oyen balidos en la atmósfera fría y los mugidos de las vacas se unen a los lamentos de las vírgenes».
[Este artículo, con el título de «Perfume de incendio», se ha publicado en el núm. 191 de Letras Libres, correspondiente a agosto de 2017, pág. 48-49]
El libro de Cartago es una ensoñación o fabulación onírica, arraigada en el cosmos visionario del romanticismo y, luego, del surrealismo, que funde el mito, la historia y la revelación personal. Las largas tiradas en prosa del libro, hervorosas de imágenes arrebatadas, de arcaísmos y esdrújulas, de suntuosidad sinestésica y pensamiento musical, como quería Carlyle, recuerdan las perturbadoras escenas de William Blake y Gérard de Nerval. En una nota de Juan Eduardo Cirlot sobre su propia obra, fechada en 1970, leemos que el tema de Cartago, la ciudad arrasada y sembrada de sal por Roma en el 146 a. C., «que retorna en mi poesía periódicamente (…), tiene para mí el doble simbolismo de la nada (la cartaginesa es la civilización que menos ha dejado como testimonio de su poder y larga duración) y de mi propia existencia». Y, en efecto, esa doncella a la que el protagonista lírico pregunta con obstinación «¿eres verdaderamente cartaginesa?» es el alma del poeta, y también la Nada, aleadas en un solo y atribulado símbolo: «la ciudad de la nada de tu alma», como testimonia el fragmento VI. Alrededor de esa nada giran las preocupaciones existenciales y metafísicas de Cirlot, que se materializan en algunas metáforas recurrentes: la destrucción –como la que sufrió la capital púnica, que «tuvo la desgracia de no alcanzar gran celebridad sino en el momento de su ruina», en palabras de Adolphe Dureau de la Malle en su Historia de la ciudad de Cartago, recogidas por Cirlot– y su más fecunda consecuencia, la muerte; la tristeza –«Mi voz debe sonar a tambor sombrío, a caverna desnuda, a sollozante pan de ceniza endurecida. // Oh, Baal, Cartago se parece a mi tristeza»–; y la soledad. Una luz negra y unas aguas luctuosas, símbolos del espíritu paradójico y el vigor sensorial de Juan Eduardo Cirlot, arraigados en la mejor tradición metafórica de Occidente, envuelven al poemario, que mantiene un tono entre lírico y oratorio: es una epopeya, pero también una confesión; es un himno, pero asimismo la forma que tiene un hombre de susurrar su desamparo y su desconcierto, como hace expresamente Cirlot al principio del fragmento I, al decir que se encuentra en «una habitación de alquiler en el extremo litoral de una ciudad que no conozco. La mujer distinta que siempre me acoge en sus brazos moribundos nada dice…».
De El libro de Cartago seducen el rapto expresivo, el bullente irracionalismo y, singularmente, la conjunción de lobreguez existencial y opulenta plasticidad. El desfallecimiento, casi nihilismo, del poeta encuentra una forma vivísima de expresión, hecha de asociaciones coloristas, adjetivos tonificantes, oposiciones cauterizadoras e imágenes de una sensualidad apabullante. La pesadumbre no tiene por qué aplacar o adormecer el lenguaje. Como en los místicos, el alma adquiere cuerpo, y es un cuerpo que enceguece. Escribe Cirlot en el fragmento I: «Entonces lucho sobre ríos rosados, sobre cataratas dulcísimas. Himnos agónicos golpean mis párpados y mis oídos (…), y todo es oleaje, disidencia infinita y canto. (…) Las sombras beben un agua desgraciada en torno a las cisternas abiertas y lacias como bocas. Se oyen balidos en la atmósfera fría y los mugidos de las vacas se unen a los lamentos de las vírgenes».
[Este artículo, con el título de «Perfume de incendio», se ha publicado en el núm. 191 de Letras Libres, correspondiente a agosto de 2017, pág. 48-49]
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