domingo, 22 de octubre de 2017

Una lectura en Plasencia

Vengo hoy a Plasencia a presentar dos de mis últimos libros: el poemario Muerte y amapolas en Alexandra Avenue y el diario —una selección de las entradas de mi blog homónimo Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres. La presentación correrá a cargo de mi buen amigo Javier Pérez Walias y se hará en la librería La Puerta de Tannhäuser, que he visitado muchas veces, y en la que hacía mucho tiempo que tenía ganas de comparecer como autor. Llego con bastante antelación y decido entretener el rato tomándome un té en la plaza Mayor. Subo por la calle Trujillo, cerca de cuya puerta he dejado el coche siempre quiero dejar enseguida el coche cuando llego a una ciudad que no conozco, o que conozco poco, y me agrada comprobar que los muchos locales cerrados que me impresionaron en una de mis últimas visitas ya no son tantos: la actividad comercial ha crecido, aunque a estas horas no parece que haya muchos clientes. En una peluquería, el peluquero, ya añoso, tumbado en uno de los sillones del establecimiento, me mira, aburrido, cuando paso por delante de su escaparate. En la plaza Mayor compro El País, que proclamará, un día más, su adhesión inquebrantable al plan del gobierno para restaurar el orden constitucional en Cataluña, y me siento en una de las terrazas para un té necesario: está refrescando. En la plaza hay mucha gente. Y en los balcones y comercios de la plaza hay muchas banderas (españolas, por supuesto). En todas partes hay muchas banderas. Hoy levantas una piedra y aparece una bandera. Recuerdo las conversaciones que he mantenido en este lugar con buenos amigos, como Álex Chico, y sus reflexiones sobre el carácter placentino, si es que tal cosa existe: tan cordial a veces, pero tan arisco otras. Sí, he sabido de ese rasgo local: lo he sufrido. Un poco antes de la hora de la presentación, me presento en la librería. Álvaro y Cristina me reciben con su acostumbrada amabilidad. Su esfuerzo y profesionalidad recientemente reconocidos por el Premio Nacional de Fomento de la Lectura se muestran de inmediato en la presencia, ordenada y abundante, de mis libros, y no solo de los dos que presentamos hoy, sino de algunos otros de los últimos años, en el estante principal. Recorrer la librería no es solo un estímulo intelectual constante, sino también un placer para los sentidos. Los libros se amontonan pero limpiamente: ninguno obstruye a otro hasta casi tapizar las paredes. Letras y colores lo inundan todo. Los géneros minoritarios, desde la poesía, siempre la pariente pobre, hasta el ensayo, están bien representados, y eso garantiza un ecosistema literario saludable, como la presencia de las nutrias indica que los ríos están bien oxigenados y las aguas, limpias. Algo que no está también asegura la higiene del lugar: los superventas. Es agradable no verse asfixiado por mampuestos de novelas históricas, ni premios Planeta, ni productos ennegrecidos de la rutilancia mediática. Cristina me lleva hasta el fondo de esta cueva de las maravillas que es La Puerta de Tannhäuser, donde han reservado un espacio para los niños, que reproduce la forma en que se dispone la librería: con libros apilados, que gritan sus dibujos y anuncian sus aventuras, pero respetuosos unos con otros. Me señala que el espacio que han dejado alrededor de la mesita central, en la que los niños pueden sentarse a leer, permite exactamente el paso de los carritos, y que situar la zona infantil al fondo del local garantiza que las madres o padres que accedan a ella recorran la librería dos veces de cabo a rabo, lo que aumenta las posibilidades de que también ellos compren libros para sí. Álvaro y Cristina obran, en la medida de sus posibilidades, pero muy racionalmente, como los supermercados más avispados: estimulando la vista, propiciando sensorialmente la compra, haciendo que el género nos envuelva. Y es una delicia que lo que nos sugieran comprar sean siempre libros literarios, atrayentes, tentadores. También es un detalle que ambos se sitúen entre el público Cristina en primera fila para atender a la presentación. Su interés en los autores que celebran actos en su librería es genuino, no obligado ni funcionarial. Acuden a escucharnos a Javier que hace una presentación atinada y ceñida, y con el que mantengo luego un relajado diálogo sobre los dos libros y a mí algunos amigos, como Juan Luis Calbarro, el escritor y editor de Los Papeles de Brighton, que ha viajado desde Las Rozas y que se quedará conmigo este sábado en Hoyos, y Chema Durán, un zamorano que trabaja desde hace dos años en un instituto de Jaraíz de la Vera y que vive en Plasencia, a poca distancia de La Puerta de Tannhäuser. También hay, gracias a Dios, público desconocido, como una chica de Huelva que se me ha presentado antes de empezar y que me ha dicho que era poeta y que quería introducirse en el mundo de la poesía: por eso había venido hoy. No tenía nada publicado, aunque sí mucho escrito. A mí lo que me interesaba era lo que tenía leído. Lo que leen los poetas, o los que quieren serlo, es mucho más significativo que lo que escriben. Rimbaud, Poe, Pizarnik, me ha contestado. No estaba mal (al menos no era como aquel argentino al que di clases en Londres, que quería ser escritor, pero no había leído ni siquiera a Borges ni a Cortázar; de hecho, no había leído nunca a nadie), pero era insuficiente. Le he acompañado a una de las secciones de poesía y le he recomendado algunos autores españoles, como Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, Jordi Doce, María Ángeles Pérez López, Marta Agudo o el propio Javier Pérez Walias. También he elogiado a Antonio Porchia, un poeta argentino al que tengo por aforístico. "Aforístico, qué palabra más curiosa; no la había oído nunca", ha confesado la aprendiz onubense. ("No vamos bien", he pensado yo). Luego la muchacha ha atendido a nuestra tertulia con aparente interés, aunque no estoy seguro de que haya comprado ninguno de mis libros. Ah, haz de pigmalión, aunque fugazmente, para esto. En la charla, Javier me pregunta, entre otras cosas, por dos de los motivos principales de Muerte y amapolas... y Corónicas de Ingalaterra: la soledad y el exilio. Trato de ambos: de la primera, que me recorre cada día más el espinazo, y que en Londres se exacerbó, siendo Gran Bretaña un país de solitarios, un país en el que la gente valora que la dejen en paz, aunque pague las consecuencias de su incomunicación con alcoholismo, depresión y excentricidad; y del segundo, que algunos han cuestionado (¿cómo puedes considerarte tú un exiliado, si no has huido porque te persiguieran por tus ideas, ni porque te haya obligado una guerra, ni porque te murieses de hambre?, me preguntaban), pero a los que he respondido que el exilio puede ser también un desajuste interior con el mundo que nos rodea, y que, cuando esa discrepancia se hace insoportable, está justificado: puede aportar paz, aunque no lo hiciese en mi caso. Para ilustrar ambos temas y como conclusión, leo un poema de Muerte y amapolas..., el segundo del libro y primero de la sección "Correspondencias", "Solo, alguien, una sombra calcárea...". Luego, Javier, su mujer Teresa, Juan, Chema y yo vamos a cenar a otro de los locales de la plaza Mayor, el Español, un lugar muy concurrido de siempre y al que la reciente crisis independentista ha debido de popularizar aún más entre el público más patriótico. Naturalmente, el Español ha colgado de su balcón una gran bandera española. A su vista cenamos, reconfortados por la certeza de que el Español es español, en el piso de arriba. Abajo, la gente se apiña: el ruido es infernal, todo el mundo está de pie, los codos se clavan por doquier en las costillas y apenas queda sitio para moverse. También esto es muy español. Nunca he entendido esta pasión de mis paisanos por la incomodidad. Nosotros nos refugiamos en el piso superior, donde estamos solos, acariciados por un silencio que invita a la conversación y a la confidencia. Caen una ensalada de zorongollo Juan pregunta qué es: todos lo hacemos la primera vez que sabemos de ella, unas sabrosas croquetas, un pulpo a feria y una pluma ya troceada, que Javier, siempre refinado, se lamenta de que hayan empapado en aceite de Módena. "¿A santo de qué destruyen el sabor fuerte, auténtico, de la carne con este aderezo impropio?". (En realidad, no dice "impropio", sino "de los coj...", pero los diarios no necesitan menos pulimento que las obras de ficción). En la tertulia que acompaña a la cena hablamos de muchas cosas, desordenadas y aun contradictorias, como en toda tertulia que se precie. Averiguo entonces que Chema trabaja en el instituto Gonzalo Correa de Jaraíz, y que en ese centro desempeñó también su labor, durante muchos años, uno de los mejores prosistas españoles del siglo XX y de lo que llevamos del XXI: César Martín Ortiz, a cuyos libros he dedicado reseñas en Cuadernos Hispanoamericanos y la edición de cuya poesía estoy preparando para la Editora Regional de Extremadura. Chema llegó a conocerlo, hace años, nos dice. Se sorprende un poco cuando incluyo a Martín Ortiz en un canon personal en el que figuran autores como Julio Camba, César González Ruano, Josep Pla, Álvaro Cunqueiro, Ignacio Aldecoa, Joaquín Vidal y Juan José Millás: leerlos no es solo un placer insuperable, sino también como uno aprende a escribir. De hecho, en La Puerta de Tannhäuser he visto una buena pila de ejemplares de Cien centavos, una recopilación póstuma de los extraordinarios relatos (y algunos poemas) de Martín Ortiz, y he pensado en recomendárselo tanto a él como a Juan, pero algo me ha ocupado entonces, de repente, la atención, y no lo he hecho. Lástima. No obstante, a ambos les dejo picada la curiosidad: ya he sembrado la semilla. La cena no acaba tarde: Juan y yo aún tenemos que llegar a Hoyos, y Javier y Teresa han de volver a Cáceres. En las calles de Plasencia resuena, recién lavada, la oscuridad.

2 comentarios:

  1. El Español pero también el Globo, La Pitarra, el desaparecido Manjuli... aquellos bares de la Plaza y la sensación de estar, en la planta baja, luchando por una posición beneficiosa donde tomar lo más cómodamente posible la consumición deseada.

    La Puerta... uno no sabe lo que echa de menos un lugar tan entrañable hasta que vuelve hacia casa. Allí conseguí un poemario de Nuno Júdice, cuando en Lisboa me volví loco buscando alguna edición bilingüe (iluso de mí)

    Un abrazo.

    PD: lo de Módena, una verdadera desgracia.

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  2. http://eduardomoga1.blogspot.com.es/2016/08/cien-centavos-de-cesar-martin-ortiz.html?m=1

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