viernes, 8 de diciembre de 2017

Moraleja

Hoy visitamos Moraleja: hemos de hacer compras y no hay lugar mejor, para ese fin, que el mayor municipio de la Sierra de Gata, aunque no se encuentre en la Sierra de Gata, sino en las vegas del Árrago. Moraleja es una villa de poco atractivo, pero de mucho comercio. De hecho, un gran número de negocios jalonan la carretera EX-109, que la recorre como un gran espinazo, a veces agrupados en extensos parques comerciales. Hacemos parada en una ferretería, donde tenemos que comprar un adaptador eléctrico conservamos algunos electrodomésticos de nuestros años en Londres, con enchufes de tres machos: no es que los hagan así porque sean más machos, sino porque son ingleses. Las ferreterías siempre me han parecido unos lugares misteriosos, llenos de objetos arcanos, que a veces guardan un inquietante parecido con instrumentos de tortura: sierras, mallos, punzones, tenazas. Y los propósitos a los que sirven y los mecanismos por los que funcionan no me resultan más inteligibles. Cuando le preguntamos al dependiente un hombre joven, enfundado en un chaleco de camuflaje, como si fuese a salir a cazar ciervos, y unas botas de las que calzan los exploradores del Kalahari por el adaptador que necesitamos, nos ofrece una amplia gama cuyas diferencias, salvo el tamaño, somos incapaces de discernir, pero que él distingue con la precisión de un entomólogo. Elige uno que nos parece pequeño, pero que él juzga adecuado: "Es de 10 amperios, lo que corresponde a 2.300 vatios", responde eléctricamente, y nunca mejor dicho; y remata: "Suficiente". Ha dicho diez amperios y 2.300 vatios, pero, si hubiera hablado en serbocroata o formulado un apotegma de la Escolástica, no lo habría entendido menos. Este hombre es poseedor de un saber oculto: es un iniciado, un visionario. Yo tengo por los ferreteros un respeto reverencial. Nos acercamos después a un centro de venta de materiales de construcción, en las afueras de la ciudad, en busca de un mueble auxiliar de baño. Aquí fue donde pasamos muchos días de gloria cuando se estaba construyendo nuestra casa en Hoyos: llegábamos por la mañana y nos quedábamos hasta la noche decidiendo qué suelo queríamos en cada baño, qué materiales preferíamos utilizar en la cocina, qué grifería nos gustaba y qué tipo de madera cuadraba mejor con la piedra de las paredes, entre un número mareante de dilemas semejantes. Ah, qué gozo, qué recuerdos. Aquí fue también donde, en una de nuestras visitas, y cuando ya llevábamos muchas horas examinando tuberías, azulejos y persianas, decidí darme un descanso apoyándome en una pared de la sala de exposición. Era una falsa pared. Y al otro lado había un lavabo. La explosión del lavabo resonó en todo el establecimiento, que es un enorme almacén en el que cabría un boeing. La dependienta la misma que nos ha atendido hoy: mi cara le sonaba, pero no recordaba de qué me disculpó (y no me cobró el destrozo). Ángeles me miró con resignación conyugal, que es una de las más angustiosas formas de resignación, y me empujó resueltamente a la puerta. Nuestro día de compras prosigue, esta vez sin destruir nada, hasta la hora de comer. Decidimos hacerlo en un restaurante popular cercano. En la puerta de entrada se anuncia una próxima "subasta de novillos limusines". En el bar, sendos escudos del Barça y del Madrid revelan la ecuanimidad de los propietarios. Ya en el restaurante, los gritos de "¡carrilleras!" de las camareras al grupo de jubilados que está almorzando locuazmente en la terraza cubierta reciben respuestas entusiastas: "¡Aquí, aquí!", aúllan unos y otros. La aceleración con que las mozas sirven los platos perdura hasta nuestros cafés: el cortado que ha pedido Ángeles aterriza delante de ella con mucha salpicadura en el platito y alrededor del platito. Concluido el ágape, y como las tiendas no reabren hasta las cinco de la tarde, decidimos hacer tiempo paseando por la ciudad. Volvemos al centro por la EX-109, que en el casco urbano toma el nombre de avenida Pureza Canelo la hija más conocida, probablemente, de Moraleja, poeta y premio Adonáis. En esa misma avenida se encontraba la casa familiar de Pureza, una hermosa construcción decimonónica, con un zócalo de azulejos en la fachada, barbada de hiedra, y una entrada neorrenacentista, en la que la poeta se retiraba todos los veranos a escribir, pero que fue derruida, inverosímilmente, hace algunos años. Asombra que uno de los escasísimos edificios de interés con que contaba la ciudad se dejara perder. En su lugar, hoy no hay nada: una nada circuida por una tapia con un cartel de "se vende" de una agencia inmobiliaria. Desde allí nos acercamos a la plaza de España, donde se encuentran el ayuntamiento y la iglesia de Nuestra Señora de la Piedad, grande, ocre y austera. En uno de sus muros se acaba de instalar una placa con unos versículos de la primera Epístola a los Tesalonicenses (5, 15): "Mirad que ninguno dé a otro mal por mal; antes seguid lo bueno siempre los unos para con los otros, y para con todos". (El texto que figura en la inscripción no usa estas palabras, sino las de otra traducción; yo hago constar la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, la mejor que se ha hecho nunca de la Biblia). Estoy de acuerdo con el mensaje, que, de hecho, transmite uno de mis escasos, pero firmes, principios morales: "no hacer daño". Pero sorprende que el mismo Dios que disponía plagas, arrasaba ciudades y destruía tribus en el Antiguo Testamento predique en el Nuevo el bien universal. Me alegro de que se haya reformado, pero podría haber aplicado sus propias enseñanzas un poco antes: los cananeos y los sodomitas, entre muchos otros, se lo habrían agradecido. Más allá de la plaza de España se encuentra otro de los pocos edificios singulares de Moraleja: la Casa de la Encomienda, un caserón fortificado construido del s. XIV, sede de la Orden de Alcántara y alojamiento, en una de sus visitas a la región, del rey Felipe II. Yo la recordaba, de una visita anterior, agraciada y entera, pero hoy más bien parece amenazar ruina: el techo, de teja, se ha caído en un ala, y el abandono carcome la estructura. De hecho, en una esquina se han puesto vallas para que la gente no pase y se arriesgue a que le caiga un cascote en la cabeza. Compruebo, una vez más, que la memoria es creativa: en mi recuerdo, la Casa de la Encomienda era un lugar grave, pero seductor, ennoblecido por la historia. Hoy descubro que sigue siendo grave, gravísimo, pero que ya no seduce, y que la nobleza de la historia se ha convertido en la plebeyez del presente. Justo delante de la Encomienda, el ayuntamiento ha levantado la Casa de Cultura, un edificio desairado y carísimo. Y nos preguntamos por qué no ha preferido hacerse con el viejo caserón de Alcántara, restaurarlo e instalar allí la biblioteca municipal y demás dependencias culturales. Paseamos un rato por los amenos alrededores: cruzamos el fino puente medieval; vemos el rollo picota, un pentafinio que delimitaba la jurisdicción y el territorio moralejano desde el s. XVII, y que hoy es un monumento venerable, pero en su época proyectaba una sombra ominosa sobre propios y extraños en el rollo se sometía a escarnio público a los reos y en sus cuatro ménsulas laterales se colocaban las cabezas de los ajusticiados; y recorremos los senderos del parque fluvial, feamente jalonados por bancos rojos en cuyos respaldos se han inscrito frases o versos aleccionadores: "Bienvenida sea la risa, que siembra la alegría allí por donde pisa", dice Gloria Fuertes; "no quiero que pienses como yo, quiero que pienses", sostiene Frida Kahlo. Me suenan a manual de autoayuda. De regreso ya, cruzamos la carpa que el ayuntamiento ha instalado en el centro para que el comercio local exprima hasta las heces las fiestas de Navidad y nos asomamos a la librería Neruda, que se sigue llamando librería (en el rótulo que tiene en el stand de la carpa se lee: "Neruda, libros y mucho más") aunque los libros solo ocupen ya un rincón apenas visible de sus estantes. Neruda es, en realidad, un gran bazar, en el que se pueden comprar desde maletas a objetos de decoración. El compromiso de su propietaria, la amabilísima Olivia, con la literatura y la cultura la llevó a abrirla en los 80, pero con el paso de los años ha descubierto que los compradores de libros que pueda haber en una población de menos de 7.000 habitantes como Moraleja no dan para vivir; de hecho, no dan ni para tomarse un café. Así que a Olivia no le ha quedado más remedio que ampliar el negocio para sobrevivir, y de aquella pasión primera por la literatura ya solo subsisten algunas baldas y un par de expositores con un puñado de best sellers, algunos libros de autores locales sobre temas locales y una sección de ofertas, entre las que siempre rebusco y hoy doy con Tormentas, un libro de Liborio Barrera, cuyos diarios hemos publicado hace poco en la Editora Regional de Extremadura. Me lo quedo, por 4,5 euros. Sin embargo, pese a la exigüidad de la oferta literaria de Neruda, es una de las pocas librerías extremeñas que tienen a la venta libros de la Editora. Hoy veo África, azul perfume, un poemario de Pilar Fernández, y se lo agradezco a Olivia de corazón. Todo son pecios de una pasión que la realidad ha resquebrajado, pero que aún subsisten en el piélago del desinterés general por la poesía y el arte. Nos vamos ya, no sin antes pasar por una farmacia. Me atienden lúgubremente: el SES está trasteando con el sistema informático ("¡en pleno puente!", se lamenta la farmacéutica) y los ordenadores no pueden leer las tarjetas sanitarias para dispensar los medicamente que se precisen. No obstante, lo comprueba una vez más y da saltos de alegría cuando ve que el sistema está operativo, al menos de momento. A la carrera, para no perder la conexión, me entrega y me cobra lo que necesito. Ningún boticario me ha atendido nunca tan rápido.

3 comentarios:

  1. Ah, el mundo de los materiales de construcción y sus disyuntivas: ¿gres o porcelánico?, ¿azulejo, pasta o gresite?, ¿mármol o Silestone para la encimera? Por no hablar de los galces, tapajuntas, molduras y herrajes de las puertas; o de los accesorios de baño: ¿cromados, blancos, color oro viejo?; las mamparas, ¿de cristal serigrafiado y con perfil cromado? Pienso en ello y siento una pereza infinita. Una se pregunta de dónde se saca tanto afán, tanta ilusión incluso. Rara vez nos arrepentimos -creo- de haber participado tan intensamente en lo que será nuestro hogar. Sin embargo, me parece que es esta una experiencia irrepetible, por agotadora, sí, pero también porque con el tiempo se revela insignificante.

    Está bien que reverencies al ferretero, que por un módico precio te transmite sus saberes ignotos. Ahora bien, a la chica del almacén cuya pared derribaste "gratis" en presencia de tu mujer deberías hacerle (¡por lo menos!) la ola.

    Un abrazo y ánimo con las compras navideñas.

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  2. ...con lo que te gusta un hangar,si en este almacén de materiales de construcción cabe un boeing, me imagino que habréis disfrutado. Construir y decorar la casa siempre es ilusionante.


    Le Corbusier dijo que la casa debe ser el estuche de la vida, la máquina de la felicidad. Y yo lo creo.

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  3. También Alvaro Siza Vieira decía que consideraba heroico poseer, mantener, renovar una casa. Es de sobra reconocida y estudiada la influencia de Le Corbusier en la obra del arquitecto portugués.

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