Visitamos hoy, con Antonio Reseco, a la pintora Pilar Molinos en su casa solariega de Fregenal de la Sierra. No he estado nunca en Fregenal, así que el placer será doble: el de compartir el día con dos buenos amigos y el de conocer una hermosa ciudad —lo es desde 1873, por concesión de Amadeo I— de la mano de Pilar, que nació y vive en ella desde hace una década. (Pese a mi desconocimiento, Fregenal siempre ha estado en mi mente, porque es el pueblo natal de un excelente amigo barcelonés, el poeta José Agudo, al que conozco desde hace un cuarto de siglo, autor del no menos excelente Acordes de una antigua canción, publicado el año pasado por la Editora Regional de Extremadura). Recorremos primero La Cinoja —un nombre que proviene, al parecer, de "sinagoga": el barrio judío empezaba en la calle vecina—, donde Pilar trabaja y conserva buena parte de su obra, y donde ha habilitado varios espacios para exposiciones y actos culturales. En el centro del noble edificio, un patio encalado lleno de plantas, al que dan casi todas las habitaciones de la casa. Ambos, Antonio y yo, coincidimos en pensar que en primavera y en verano esto debe de ser una maravilla. No me cuesta nada imaginarme reclinado aquí, en una tumbona, rodeado de tiestos floridos y acariciantes aromas, con una temperatura suave, un buen libro entre las manos y un gin-tonic a la vera. Hoy, en cambio, hace frío. La obra de Pilar ha atravesado muchas fases, y es amplia y diversa. Pero dos rasgos esenciales la caracterizan: su audaz tratamiento del color, siempre en danza, siempre abrazador, y su atención al subconsciente. Ella lo confirma: "Una nunca sabe lo que puede encontrar ahí". Y es verdad: los trazos, los volúmenes de sus pinturas y collages denotan sorpresa y, a la vez, reconocimiento de lo desconocido, comprensión de lo incomprensible. Las formas de Pilar, envolventes, sintéticas, obligan a una mirada porosa, a un adentramiento cordial en lo extraño. Porque nunca dejamos de ser terra incognita, aun para nosotros mismos. La exploración de las selvas ignotas que nos acompañan es, en el caso de Pilar Molinos, un ejercicio de austeridad y delicadeza: desnuda lo profundo, y lo expone a la contemplación, sin romper nada, pero sin ocultar el desgarro; dice lo sutil, pero sugiere soledad; sus cuadros son un gorjeo atravesado por la muerte. Pilar ha reservado mesa para tres en un buen restaurante de Fregenal, es más, ha reservado la mesa al lado de un ventanal con unas espléndidas vistas de las estribaciones de la Sierra Morena en las que nos encontramos. Allí nos acomodamos y pronto empezamos a dar cuenta de los buenos frutos de la tierra: aceitunas sazonadas, tomate natural con aceite y ajo, y guarrito frito, amén de unos gambones y un bacalao con pimiento y cebolla que resucitarían a un muerto y hasta a un cementerio entero. Cuando ya estamos en los postres, los comensales de una mesa del fondo, que están celebrando la comida de navidad de la empresa, prorrumpen en una serie de villancicos aflamencados, que alguna joven se anima incluso a bailar, con grande aparato de taconeo y molinetes. El jaleo nos chafa la conversación. Acabamos, con algún apresuramiento, las mousses de limón y la crema catalana, y abandonamos el local. Técnicamente, se puede decir que los jolgorios navideños nos han expulsado del restaurante. Me pasma la capacidad de los españoles para imponer sus deseos y gustos a los demás: los amantes de los villancicos querían cantar villancicos, muchos, a voz en cuello, y lo han hecho, sin importarles que sus alaridos impidieran charlar a quienes solo querían charlar, y sin que nadie haya objetado nada. Esto también me pasma: que todos hayamos aceptado el atropello, tan propio de estas entrañables fiestas, sin rechistar, asumiendo que lo ineducado sería impedir que los que gritaban gritasen. Nos despejamos, por fin, de la comida y los villancicos por las calles de Fregenal, por cuyas piedras y fachadas encaladas se derrama ya una luz de atardecer, blanda, casi líquida. En una placa, cerca de Correos, se recuerda la instalación del telégrafo en la localidad, en febrero de 1880. No me extraña esta conmemoración de las comunicaciones, porque Fregenal está muy unida al desarrollo de estas: en marzo de ese mismo año, un potentado local, el repetitivo Rodrigo Sánchez-Arjona y Sánchez-Arjona, maestrante de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, entre muchas otras cosas, estableció la primera comunicación por teléfono del mundo rural y la primera llamada a larga distancia en España (y algunos creen que en Europa) entre su domicilio en Fregenal y su finca "Las Mimbres": antes los había unido, a su costa, con los cables telefónicos necesarios. En la fachada de la estafeta de Correos también vemos una cabeza de león de bronce: es el buzón. Qué tiempos maravillosos aquellos en que, para que se despositaran las cartas, se labraban cabezas de león, o tortugas de piedra (como con alguna ironía se hizo en la Casa del Arcediano de Barcelona), o caballos rampantes. Hoy las cartas casi han dejado de existir y los buzones también. Fregenal, como casi todos los municipios de Extremadura, alberga muchas iglesias. Alguna, como la de los jesuitas, se encuentra en muy mal estado, aunque peor está el adyacente colegio de los jesuitas, en ruinas. En la de Santa Ana está enterrado uno de los hijos ilustres de Fregenal, el político Juan Bravo Murillo, que fue presidente del gobierno con Isabel II y quien introdujo el sistema métrico decimal en España y construyó el Canal de Isabel II, que aún hoy sigue abasteciendo de agua a la capital, y cuya modernidad acredita el hecho de que sea objeto de los trapicheos multimillonarios de los corruptos capitalinos. El convento de Nuestra Señora de la Paz, en cambio, está perfectamente conservado. Nos asomamos al patio, umbrío, y vemos anuncios de los dulces que hacen las monjas agustinas que lo habitan: "Hay pestiños", dice uno, y caigo en la cuenta de que "pestiño" no solo es sinónimo de coñazo, como siempre he creído, sino también el nombre de una fruta de sartén —cuya pesadez se ha expandido en sentido figurado—. Los pestiños y demás repostería se expenden en un torno de madera, antiquísimo pero aún operativo, asegurado por una enorme cadena, que admiramos en un entrante del patio. Las casas solariegas, pertinazmente blancas, con portadas de piedra adintelada, escudos heráldicos y
rejas de forja, nos invitan a contemplar patios a veces moriscos, a veces modernistas. Algunos los adornan azulejos riquísimos; en otros advertimos reminiscencias del art nouveau. Muchas de estas casas ofrecen también, junto con su historia, testimonio de la actualidad:
lienzos granates en los balcones con imágenes del niño Jesús y banderas
de España. También pasamos por delante de la Casa de la Inquisición, cuya puerta corona un escudo de piedra con la cruz y las llaves de Pedro. Si esta Casa representa lo más siniestro de la vida en España durante siglos, otros hechos acaecidos en Fregenal simbolizan lo más luminoso y mejor. Aquí nacieron, por ejemplo, los humanistas Benito Arias Montano (que ideó el hermoso lema de la ciudad: litteris armata et armis decorata, "armada por las letras y decorada por las armas"), editor de la Biblia políglota de Amberes, y Cipriano de Valera, un monje jerónimo que el Index Librorum Prohibitorum considera "el hereje español por excelencia" (todo lo que el Index repute herético y don Marcelino Menéndez Pelayo, heterodoxo, ha de ser conocido, porque es fascinante), uno más de los españoles que a lo largo de la historia han tenido que exiliarse en Inglaterra por la intolerancia de su país, autor de la Biblia del Cántaro, la primera edición corregida de la Biblia del Oso, de Casiodoro de Reina, que se erige en la más hermosa traducción del texto sagrado al castellano, la llamada Reina-Valera, un prodigio de hondura y sabor. Hacemos un alto en el callejeo por Fregenal para acercarnos a la huerta que Pilar tiene a la salida del pueblo, donde conocemos a Tango, un beagle cariñoso y rebosante de energía al que hay que tener siempre separado de los conejos domesticados que corretean por la finca para que no se los coma: el cariño que nos demuestra no se extiende a los lepóridos. Pilar nos enseña también una antigua noria, un laurel esplendoroso (Antonio nos informa de que el laurel es conocido como "el árbol de la muerte", porque crece tan despacio que quienes lo plantan se mueren antes de verlo desarrollado; este, a juzgar por su tamaño y espesura, debe de ser centenario) y sus muchos árboles frutales, hoy invernalmente pelados, pero muy prometedores en los meses venideros, sobre todo una higuera, de ramas como garfios, cuyos dulcísimos frutos me imagino recibiendo, tumbado (otra vez; todo lo que tiene Pilar invita al sosiego y la contemplación) a su sombra. Volvemos al casco urbano: vemos la fuente de la Fontanilla, del s. XVI, con tres caños y una hornacina con la imagen de la Virgen de la Guía, y nos dirigimos al castillo templario, en el centro del pueblo, junto al ayuntamiento y el histórico Cinema Bravo, modernista. Al castillo, del s. XIII, se accede por la oficina de turismo. Dentro está el mercado de abastos, que huele a carne, y la plaza de toros, que me recuerda a la de Barcarrota, asimismo recluida entre muros, y cuya imperfecta redondez puede apreciarse siguiendo el camino de ronda de la fortaleza, que Antonio y yo hacemos entero (Pilar nos espera a la entrada de la plaza, porque Tango sube las escaleras con dificultad y da peligrosos tirones a la correa). Luego bajamos a la arena, que está compactada por la humedad y tapizada por una leve alfombra verdosa. A mí, que nunca he pisado un albero, me habría gustado sentir la arena suelta bajo los pies, como los toreros, pero con este tiempo no cabe esperar otra cosa. Pienso en la sensación de plenitud que debe invadir a los matadores (y debía arrebatar a los gladiadores en la antigua Roma) cuando, tras una faena memorable, reciben la aclamación de un coso rebosante y el respetable puesto en pie. Aunque luego pienso en el toro muerto (o en el gladiador destripado) y sacado a rastras del recinto por unas mulas cascabeleras, y se me pasa el entusiasmo. Atardece: pronto oscurecerá. Suenan las campanas de la aledaña iglesia de Santa María, construida contra las murallas del castillo, con adornos manuelinos y un reloj de sol en la torre, con un sol esculpido en el centro, pero sin gnomon que sombree las horas: es un reloj inútil. Hacemos una última parada en casa de Pilar. Nos sirve allí un té, que tras el frío del día nos sienta de perlas; nos regala, con su acostumbrada generosidad, una pila de libros y catálogos suyos (entre ellos, un ejemplar de Posdata, el último poemario de Antonio, que ha ilustrado, con un collage suyo como dedicatoria); y charlamos sobre arte. También nos enseña su estudio, en cuya mesa hay desplegado un gran número de las piezas en las que lleva trabajando algún tiempo: son libros únicos, cuadernos de hojas en blanco que ella llena con palabras recortadas de periódicos y revistas, elegidas al azar (es decir, al azar orientado de lo subconsciente), como hacían los dadaístas. El resultado son objetos preciosos con poemas a menudo espléndidos. Los artistas como Pilar Molinos son capaces de construir mundos abismales con la sola materia de su espíritu y sus manos, en la soledad fértil y terrible del creador.
La Biblia políglota de Amberes de Arias Montano, una joya bibliográfica, se encuentra en la BIEX.
ResponderEliminarRespecto a los villancicos: es lo que hay y lo mejor es practicar el “cocooning”. Aislarse del peligro exterior. Mi primera comida de navidad, este viernes, ha sido así. En paz y amor, como debe ser.