Nunca he escrito sobre él, y no sé por qué. Quizá por el mismo asombro que me causaba, que me impedía cualquier cosa que no fuese una admiración pasmada. Lo descubrí cuando vivía en Londres, y se convirtió de inmediato en uno de mis héroes, un héroe insólito, un héroe sin igual. Lo veía por televisión, en capítulos de media hora, a los que me hice adicto. Y, cuando echaban varios seguidos, haciendo programas de una hora u hora y media, allí me quedaba yo, en el sofá del comedor, aturdido, estupefacto. Ni siquiera me preguntaba cómo lo habría hecho, que es una reacción muy humana, pero muy antimágica. Lo mejor del ilusionismo es dejarse llevar por el efecto maravilloso e inesperado: sentirse en otro mundo, donde no rigen las leyes físícas (ni morales) que nos someten en este, tan prosaico y previsible. Mi interés por la magia viene de antiguo: hace muchos años, unos Reyes, cuando yo aún no sabía que los Reyes eran los padres, me trajeron un juego de magia Borrás. En aquellos tiempos inolvidables, Borrás era sinónimo de magia, como Geyper de juegos reunidos o Comansi de fuertes en los que los rostros pálidos se defendían de los pieles rojas. Me pasé días enteros manipulando los cubiletes, los naipes, las cajas, las cuerdas, ante la atención fatigada de mis padres, con una sensación agridulce: aquello era divertido, pero también decepcionante: todo tenía una explicación demasiado simple: agujeros escondidos, impresiones trucadas, dobles fondos, ranuras secretas. Las fascinación del truco desaparecía como por ensalmo, y nunca mejor dicho: aquella magia era un ejercicio plebeyo que no suscitaba ningún asombro, y en mí menos que en nadie. No obstante, la constatación de aquella realidad desilusionante (como la de que los Reyes eran los padres) no hizo que decayera mi interés por la prestidigitación. He seguido siempre con interés los programas de magia, y hasta he asistido a alguna actuación en directo. Pero nunca he conocido a nadie como Dynamo. Tiene algo que lo diferencia de todos los demás ilusionistas: mientras estos suelen ser estridentes y aparatosos —en la línea de Juan Tamariz, un excelente profesional, pero demasiado histriónico, un clown desesperadamente necesitado de un arreglo dental, antes cómico que brujo—, Dynamo —que se llama, en realidad, Steven Frayne, y es natural de Bradford, donde nacieron las hermanas Brontë, pero también una de las ciudades más pobres de Inglaterra— mantiene siempre un aire ascético, casi místico: nunca levanta la voz, ni gesticula, ni sonríe apenas, y, realizado sobriamente el efecto, se marcha con la misma impasibilidad con la que ha llegado. Parece como si hubiera caído del cielo y, demostrados sus poderes, volviera a él. De hecho, esa es la única explicación que encuentro a sus portentosos actos: que tiene poderes sobrenaturales. Dynamo no es un mago: es un ser celestial. Y, como tal, levita, camina por las aguas, atraviesa paredes, desaparece entre la gente y hasta adivina el porvenir (y el pensamiento). En varias ocasiones se ha elevado del suelo en la calle (o inclinado hacia él sin caer), o ha acompañado por el aire a un double decker que circulaba por Londres, o ha sobrevolado la cúspide del Shard, uno de los edificios más altos de la capital (aunque las malas lenguas dicen que llegaron a verse los cables que lo sujetaban al rascacielos y que permitían su ascenso a los cielos; pero yo no me lo creo: yo creo que Dynamo es capaz de ascender a los cielos); en 2011 paseó por el Támesis, ante la mirada atónita de centenares de personas que cruzaban entonces el puente de Westminster, y fue recogido —no quiero decir rescatado— por una patrulla fluvial de los bobbies, que debió de pensar que era realmente bewildering que, 2000 años después de que lo hiciera Jesucristo, otra persona caminara por las aguas (de nuevo los descreídos y maledicentes propalaron la insidia de que unas vulgares planchas de metacrilato habían obrado el prodigio; pero se trata de otro fruto de la inquina: Dynamo verdaderamente anda sobre el mar, como dijo Mateo del Nazareno, y estoy seguro de que, si quisiera, podría hacer que otros también anduviesen, en cuyo momento todos irían y lo adorarían, diciendo: "En verdad eres Hijo de Dios"); en 2012 pronosticó que España ganaría la Eurocopa, y acertó (lo que le valió 10.000 libras, algo a lo que ni siquiera los seres supremos hacen ascos); y en un programa de televisión Dynamo desaparecía en una tienda muy concurrida, o, mejor dicho, se desmaterializaba: caminando por entre la gente a la que acababa de asombrar con uno de sus trucos, las ropas que llevaba caían de repente al suelo: se había volatilizado. Pese a la espectacularidad de muchas de sus acciones, a Dynamo le gusta también la magia fina, cercana, la que se practica con una sola o unas pocas personas y solo necesita de objetos cotidianos: móviles, relojes, latas de refrescos, cartas, monedas. Y es tan bueno en ella como en los números circenses, porque, claro, Dios se manifiesta por igual en las cosas más insignificantes que en las más colosales. Sus prodigios son innumerables. Este es mi testimonio del último que he presenciado: en París aborda a tres chicas que acaban de comprar fruta en un puesto callejero y les pide prestados un limón y un kiwi. Se pone el limón en una mano y el kiwi en la otra, las junta de repente y lo que sale es un limón dentro del cual hay un kiwi. Y para averiguarlo hay que cortar el limón con un cuchillo. Dios ha creado el kimón. Hecho lo cual, lanza una lánguida mirada con sus ojos azulísimos a las tres patidifusas demoiselles y se marcha, calle adelante, en busca de otros gentiles a los que llevar la buena nueva. Y uno se imagina que los aborda diciendo: "En verdad os digo que voy a meter tu móvil en la botella de cerveza que te estás bebiendo, o a hacer que todas las gominolas de un puesto de chuches cambien de color, o a volver dorado el anillo plateado que llevas, o a llevar la marca que te ha dejado el sol en la muñeca, donde estaba el reloj, a la altura del hombro". Y lo consigue. Dynamo no hace trucos: obra milagros. No obstante, ni siquiera él (¿deberia escribir "Él"?) es inmune a los achaques: padece la enfermedad de Crohn, y eso ha limitado sus apariciones públicas. Sin embargo, en cualquier momento puede hacerse de nuevo presente y lanzarse desde una terraza para aterrizar suavemente en el suelo, o conseguir que una carta que ha elegido alguien y que él no ha visto salga volando de un mazo que se entreabre, o adivinar en qué canción de Eminem está pensando una fan que espera para entrar en su concierto, o a reventar soplando el culo de una botella de Coca Cola, o a transformar, sin tocarla, una moneda de dos libras que descansa en la palma de alguien en una de una libra. Los caminos del Señor son inescrutables.
He recordado este verso al leer la entrada: "Vivir es sufrir la magia de lo posible". Y he pensado que magia y poesía coinciden en suscitar nuestro extrañamiento cuando imprimen un nuevo rumbo a los signos y nos ponen frente a lo imposible, lo desconocido, lo oculto. El resultado es que arribamos a puerto: desorientados, sí, pero excitados ante lo novedoso de lo que creíamos conocido.
ResponderEliminarNo sé si me explico, para variar...