De hecho, hace ya algunas semanas que está aquí. La llegada de la Navidad, o de las estaciones, ya no es asunto de las iglesias o los meteorólogos, sino de los ayuntamientos y las empresas. Los primeros embadurnan las calles de luces; las segundas colman la televisión y los medios de comunicación de anuncios. Todo lo aceptamos con naturalidad: es un rito, una obligación, una costumbre. Y los chirriantes celofanes de la Navidad nos envuelven por todas partes. Ayer me tomé un té en el parador de Mérida, mientras empezaba a leer un libro que me ha recomendado un amigo en cuyo criterio literario confío, Atlas del bien y del mal, de alguien inverosímilmente llamado Tsevan Rabtan, y sonaba un villancico. En mi última visita a Madrid, mi suegro me regaló una participación en un décimo de Navidad (ni que decir tiene que no me tocará, como no me ha tocado nunca nada por azar en esta vida; si lo hiciera, a lo mejor cuelgo el año que viene en el blog un elogio de la Navidad). En las puertas de los vecinos han empezado a aparecer cabezas de Papá Noel, bolas de colores y buruños de espumillón. Y algunos de estos personajes obesos y rojos se cuelgan ya de las ventanas, a pesar de su obesidad y su negación del camuflaje, como ladrones con escalo. Los renos y trineos —en este país en el que nunca ha habido renos ni trineos— ocupan los escaparates y las esquinas. Y unos conos luminosos feísimos han sustituido a los tradicionales abetos en las plazas de muchos pueblos y ciudades: así se respeta el folclore, pero se indulta a los árboles. También suenan ya los "¡feliz navidad!" en las conversaciones y las despedidas, y los padres con hijos pequeños se aprestan a disfrazarlos y aplaudirles hasta la extenuación en los festivales navideños de colegios y guarderías. La televisión está inundada de anuncios de juguetes, colonias y joyas, y de películas estúpidas. Hasta el 22 de diciembre se sucederán estos almuerzos o cenas de empresa en los que hemos de confraternizar con gente que nos es indiferente o a la que detestamos (y a la que le somos indiferentes o nos detesta). Y luego, hasta el día de Reyes y su roscón, caerán las orgías gastronómicas, devastadoras para los diabéticos y los bolsillos. En Nochevieja nos desearemos, a las órdenes del reloj de la Puerta del Sol, feliz año nuevo, y quizá el nuevo año sea el de nuestra ruina, nuestro divorcio o nuestra muerte. Suele decirse que la Navidad es una fiesta para los niños. Justificamos así nuestra resignada aceptación de este tiempo tan aciago, o quizá el placer que aún nos proporcionan sus penurias y falsedades. Yo recuerdo, sí, la excitación infantil de los regalos y las comilonas, y la sensación de que en Navidad se rompían preceptos y se trastocaban hábitos, sin darme cuenta todavía de que la Navidad era un precepto y un hábito, tan oneroso como inevitable. Compramos con ferocidad. Gastamos porque se espera, se exige, que lo hagamos y porque adquirir cosas nos compensa de otras carencias, más íntimas, tanto si esas adquisiciones son para nosotros como para los demás, a los que encadenamos con nuestra generosidad. Para quienes, como yo, la Navidad no tiene, ni ha tenido nunca, una significación religiosa (tampoco la tiene, sospecho, para la mayoría de los que se declaran católicos, en cuya conciencia el nacimiento de Cristo y la adoración de los Magos se ha diluido en un océano de lejanía y vaguedad, cuando no de sinsentido), no hay otro consuelo que la huida, si es que aún es posible huir. Tengo un buen amigo que se escapa todas las nocheviejas con su pareja a algún lugar del mundo, lejos de los parientes, la alegría prefabricada y los deberes sociales, y se encierra, para pasarla con ella, en un hotel desconocido. Su única concesión a la tradición es descorchar una botella de champán y bebérsela entre los dos, en sendas copas de plástico compradas en un supermercado. Con su exaltación de la familia, ese refugio agridulce, a veces búnker, a veces cámara de tortura, la Navidad remueve el barro de lo perdido: del amor que, como todos, iba a ser para siempre y que se ha acabado; del padre, la madre o el hijo muertos; de quienes íbamos a ser y no somos; de nuestra juventud y nuestro cuerpo irrecuperables. La Navidad, siempre igual, siempre fatídica, evidencia nuestra sujeción al tiempo: nos unce a él. Nuestros gestos, requeridos por los gestos de los demás, se repiten, y todo a nuestro alrededor gira con la cansina determinación de un satélite: ese orbitar nos tranquiliza, a la vez que nos disminuye y hasta nos anula. Las campanadas que despiden el año también nos despiden a nosotros: a los sueños que tuvimos y se han frustrado; al fracaso que nos nutre; a la lenta carrera hacia el fin.
Pues yo, después de un año de "pleno al quince" quiero recibir al año nuevo plantándole cara. Con ilusión y sin demostrar miedo.
ResponderEliminarLas Navidades, tal y como se conciben, hacen que seamos "legión Grinch". Tienes razón.
Solo la verdad ilusionada de los niños alivia un poco del estrépito navideño, de lo que se cuela por los ojos y los oídos en la calle o a través de las pantallas; de los buenos deseos de los colegas que, o son etílicos, o no serán; de las madres y abuelas cocinando a destajo; de los adolescentes que regalarán suspensos; de las bragas rojas que no arrancarán con amor a muchas mujeres; de los enfermos y los sin techo, que quisieran tal vez disfrutar de este alboroto que nos disgusta. Qué sé yo, Eduardo, brindemos y hagámonos regalos, sigamos mintiéndonos, como casi cada día.
ResponderEliminarCariño, qué Navidades has vivido tú. No te olvides de celebrar por celebrar, y de reír por reír. Todo lo demás, te lo aseguro, puede esperar.
ResponderEliminar¡Felices fiestas!
Un mundo de besos.
No necesitamos tanto. San Francisco decía que el auténtico secreto de la felicidad está en darnos cuenta de que para vivir necesitamos realmente muy pocas cosas, y las pocas cosas que necesitamos, las necesitamos muy poco. Son afortunados aquellos que recuerdan que una tableta de chocolate fue la felicidad una Navidad. Y nosotros...sin darnos cuenta de nada.
ResponderEliminarPues la idea del hotel desconocido no me parece nada mal.
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