lunes, 5 de marzo de 2018

En la tórrida Manchester

En Mánchester este fin de semana hace mucho frío. Lo noto en la cara y las manos, como aquella tortura china de la muerte por mil cortes, al bajar del avión. También el olor: huele a Inglaterra. Es siempre lo primero que percibo cuando piso un aeropuerto británico: un aroma ácido a moqueta y frambuesa. Cojo el taxi que me ha mandado Ángeles, casi tan sucio como el acento inglés del conductor, paquistaní o bangladeshí; en cualquier caso, musulmán. Lo confirma la filípica que me suelta sobre la discriminación que sufren los muslims en esta Gran Bretaña hogar de Nigel Farage y de millones de británicos que les exigen comportamientos que no reclaman a sus compatriotas anglosajones. El hombre está alterado, no cabe duda, pero me lleva a casa sin inmolarse. Es de agradecer. Ángeles vive ahora en un piso nuevo junto al canal de Rochdale. Es una urbanización pija, con espacios comunitarios y hasta un gimnasio privado. En la sala de estar del inmueble hay un televisor, juegos de mesa y una pequeña biblioteca que no solo contiene los habituales best-sellers, sino también algunos libros estimables, de Huxley y Orwell. También, sendas reproducciones de dos carteles del s. XIX: uno pide ayuda a los usuarios de la biblioteca para impedir que se mutilen los libros, y otro da la noticia de que un ladrón de libros ha sido condenado a un mes de cárcel. No estaría mal reintroducir una severidad semejante en los códigos penales actuales, demasiado laxos con los bibliocleptómanos. Cortarles la mano quizá fuera excesivo, pero una buena temporada a la sombra resultaría muy edificante. Cuando salimos del edificio para pasear por la ciudad, algunos de los gansos que campan por el canal se nos acercan, entre graznidos, con aviesas intenciones. Son gansos feroces. Apretamos el paso y los dejamos atrás. Nuestra dignidad no ha salido fortalecida del trance, pero no nos ha visto nadie. Manchester es una ciudad tan caótica como tantas otras de estas islas. Los edificios victorianos, de ladrillo rojo u ocre, a menudo negro, se mezclan con las construcciones modernas, de acero y cristal, en un batiburrillo inextricable de calles, iglesias, casas de apuestas, pubs, peluquerías y centros comerciales, todo jalonado por una inacabable legión de mendigos que, para protegerse del frío atroz, viven en sacos de dormir o debajo de pirámides de mantas y edredones cochambrosos. Algunos voluntarios llevan comida y bebida calientes a estos desgraciados: la sociedad compensa con gestos de caridad la injusticia estructural que permite este abandono. Dos indigentes no se limitan a agonizar en la calle: venden poemas, y lo hacen delante de una esplendorosa estatua de la reina Victoria, en la que aparece, más gorda que nunca, sentada en el trono imperial, recubierto por un manto no menos mayestático. Uno de los indigentes ha precisado en el cartón en el que anuncia su obra: Homeless but still human ["sin hogar, pero todavía humano"], como si sintiera que es menester recordárselo a la gente, que pasa con indiferencia, acuciada por el frío. Entre esta observamos gente vestida como nosotros, es decir, como esquimales, y otros que van con camiseta o pantalones cortos. Nunca he entendido que los hospitales ingleses no se colapsen cada invierno con enfermos de neumonía, o quizá es que el alcohol suministra a estos veraneantes invernales el calor necesario para sobrevivir al frío estepario. Admiramos el espléndido ayuntamiento de la ciudad, cuya majestuosidad subraya la preeminencia del poder civil en la sociedad inglesa. En España, los edificios principales de los pueblos y ciudades han sido siempre las iglesias, y así nos luce el pelo. Una fuente en la plaza del ayuntamiento está barbada de carámbanos. Más allá, una nube de farolillos chinos corona un grupo de árboles. Manchester tiene el segundo barrio chino más grande del Reino Unido, después de Londres. En él fue donde, la primera vez que visité la ciudad, y atendiendo conyugalmente a las indicaciones de Ángeles ("¡Eso se come todo...!"), me zampé las hojas de banano que envolvían el plato que había pedido en un restaurante, para regocijo de los camareros que me lo habían servido y que me observaban, aguantándose la tripa de risa, desde la cocina diáfana del establecimiento. Un faquir que se come una bombilla no mastica más que lo que mastiqué yo, ni siente menos placer. Pero en Mánchester no solo abundan los ambigús orientales: también hay muchos españoles: La Tasca, La Viña, El Gato Negro, hasta un Catalan Deli (sin lazo amarillo a la puerta). No obstante, su presencia y su impacto no serán verdaderamente significativos hasta que sus nombres, sosos, como puede verse salvo ese prometedor Gato Negro, compitan en fantasía y capacidad de sugerencia con los de los pubs ingleses: The Ape and the Apple [El Mono y la Manzana], The Moon Under Water [La Luna bajo el Agua, o quizá La Luna Subacuática], The Crown and the Anchor [La Corona y el Ancla]. Visitamos la iglesia de Santa Ana, un coqueto templo neoclásico, de espectaculares vidrieras, consagrado en 1712. Pasamos luego por delante de la Sociedad de los Amigos, comúnmente conocidos por cuáqueros, y nos tomamos un té en el bar del hotel Midland, un impresionante alojamiento que Hitler ambicionó como cuartel general de los nazis, una vez hubieran ocupado el país. Con esa perspectiva, el centro de Manchester, donde se encuentra el hotel, apenas sufrió bombardeos durante la batalla de Inglaterra. También fue aquí donde a los Beatles se les denegó la entrada en el restaurante francés por no ir "adecuadamente vestidos" (ni, seguramente, peinados). Nuestra visita más espectacular del día, no obstante, no es el Midland, sino la biblioteca John Rylands, inaugurada en 1900 por Enriqueta Rylands, la viuda del magnate de la industria textil que le había dejado una herencia fabulosa. Mánchester era conocida entonces por Cottonopolis ["Algodonópolis"] y Rylands había sido uno de sus principales patricios; no es casualidad, pues, que las lámparas de la biblioteca tengan forma de flores de algodón. El lugar, neogótico, alberga 1.400.000 documentos, entre los que se cuentan una primera edición de los sonetos de Shakespeare y el testimonio escrito más antiguo que se conoce de la Cristiandad: unos fragmentos de papiro egipcio, del s. II o principios del III d. C., que contienen citas del Evangelio de San Juan. También me llama la atención un conjunto de documentos de Elaine Feinstein, una reputada escritora, traductora de los rusos y amiga de los objetivistas y beats norteamericanos, a la que conocí en Londres, en casa de mi examiga Fiona Sampson. Recuerdo que me dijo que le gustaba España, pero que había demasiados fascistas. Si me lo dijera hoy, le respondería que quizá haya unos cuantos también entre los que han promovido y votado a favor del bréxit. La John Rylands alberga también estos días una exposición sobre Lutero y la Reforma, pero esto, como todas las conmemoraciones religiosas, me interesa menos. Comemos luego en el pub The Old Wellington, junto a la catedral, lleno hasta la bandera y rodeados de españoles. Data de 1552 y es el edificio civil más antiguo de la ciudad. Sufrió graves daños en el atentado terrorista del IRA de 1996, pero se reconstruyó y hoy luce el estilo tudor y la estructura de madera que lo hacen inconfundible. La catedral, el tamaño de cuyo nombre, Iglesia Catedral y Colegiada de Santa María, San Dionisio y San Jorge en Mánchester, no se corresponde con el de su arquitectura —es más bien pequeña—, presenta unas hechuras singulares, con el órgano en el centro de la nave principal, una enorme capilla dedicada al Regimiento del duque de Láncaster, que ha dado muertos gloriosos a la patria en casi todas las guerras que esta ha librado desde la de las Dos Rosas, y un aforo de sillas feísimas a la entrada. No obstante, también aquí es reseñable la biblioteca, la pública en funcionamiento más antigua del país, desde el s. XVII, y entre cuyos lectores se ha contado Karl Marx. Nuestra última parada va a ser el Museo de Arte de Manchester, al que llegamos por Market Street, donde se suceden un puesto de Islamic literature [esto no necesita traducción] con los inevitables barbudos que predican la verdad del Corán, otro de testigos de Jehová con los inevitables encorbatados que predican la verdad de la Biblia, y un tercero de hare krishnas (aunque este no sea, técnicamente, un puesto: los fieles están tirados por el suelo, tocando los bongos, o de pie, tocando los platillos) con su entretenida melopea. (Por entre ellos salen de un centro comercial vecino dos chicas vestidas de teta: las suponemos participantes en algún acto de reivindicación de la mujer, que ahora abundan, o quizá de la lactancia materna; o puede que salgan de una fiesta adolescente). El Museo de Arte de Mánchester alberga una excelente colección de pintura británica del s. XIX y principios del XX, salvo algún ejemplo del arte más actual, como una pieza de Bansky, el grafitero invisible, Love Is in the Air, de 2000, expuesta, sorprendentemente, en la sala de los románticos. Además de estos, vemos eduardianos, victorianos y prerrafaelitas; una muy opulenta Estella Dolores Cerutti en un cuadro de Augustus Edwin John; un Shakespeare gordo en otro de Ford Madox Ford; un Walter Scott de pelo muy blanco y mirada muy azul, pintado por John Watson Gordon; una Safo negrísima, turbulenta, con una lira en la mano, antes de saltar al Mediterráneo, de Charles-August Mengin; una Catalina de Aragón discutiendo con los cardenales —y cuya obcecación católica con no divorciarse, según cuenta la ficha informativa, fue la causa del cisma de la iglesia de Inglaterra; al parecer, la obcecación con divorciarse de su marido, el rey Enrique VIII, no tuvo nada que ver con ello—; y el famosísimo Hilas y las ninfas, de John William Waterhouse, que nos previene, muy puritanamente, contra el atractivo fatal de las mujeres jóvenes. También hay piezas de William Hogarth y John Constable, y de los poetas, además de pintores, Dante Gabriel Rosetti (que enterró sus poemas inéditos con su mujer, muerta prematuramente, como testimonio de su amor, y luego se lo pensó mejor y los desenterró) y William Blake, que firma sendos retratos de John Dryden y Homero. Cuando abandonamos la última sala, nos cruzamos con una chica con zapatillas fosforescentes, bombachos de colores, una mochila de pinchos, una cazadora tejana llena de insignias y la nariz animosamente taladrada por varias tachuelas, asimismo polícromas: por un momento, hemos creído que se trataba de un cuadro en movimiento.

2 comentarios:

  1. El título me animó por un momento, pensé que nos contarías algo erótico-festivo. ¡Mi gozo en un pozo!
    Y lo siento por los libreros, pero los ladrones de libros me resultan simpáticos (será que tengo el diablo en el cuerpo, como dice por ahí un obispo). Sea como sea, que un adolescente se guarde las "Rimas" de Bécquer o una novicia el "Cantar de los cantares" tiene que ser atenuante ante cualquier tribunal, no sólo poético.

    Un beso.

    ResponderEliminar
  2. Sí, cada lugar tiene un olor característico.A mí ya me empieza a oler a primavera.En cuanto a los robos de libros, pienso como Gema: que alguien tenga la osadía de robar un libro me resulta fascinante. Adueñarse de un bien ageno que resulta poco o nada atractivo para muchos...No debe ser muy mala persona. Yo, si tuviera valor, robaría todos tus libros, y los disfrutaría sin remordimiento alguno.
    Un placer leerte.

    Besos .

    ResponderEliminar