Ha llegado el Mundial de Fútbol. Los Mundiales de Fútbol siempre llegan, como Jordi Hurtado o la muerte. El primero del que guardo recuerdo es el jugado en la República Federal de Alemania en 1974. Lo ganó Alemania, la anfitriona (el fútbol ha sido definido como ese juego que juegan once contra once y gana Alemania), pero la selección de nuestros amores –míos y de mis compañeros de clase– era la selección de Holanda, la naranja mecánica, que disputó –y perdió– la final contra los germanos. Aquella tropa de melenudos –y fumetas– enfundados en una casaca naranja y unos pantalones blancos, en la que los defensas atacaban, los atacantes defendían y hasta el utillero hacía de delantero centro si era menester, nos tenía cautivados a todos. Yo apenas entendía de fútbol (en los partidos tumultuosamente organizados en el patio del colegio, a mí se me reservaba el misericordioso puesto de portero: tapaba mucha portería y nadie había de preocuparse por que me hiciera un nudo con los pies cuando fuese a tocar el balón y me diera de bruces contra el suelo), pero advertía el entusiasmo de mis compañeros, encandilados por la electricidad de Cruyff, la hombría de Neeskens y la eficacia de Ressenbrink, y me contagiaba de él. Aunque a mí quien más me admiraba –por solidaridad profesional, supongo– era el portero, Jan Jongbloed, que jugaba con el 8 a la espalda, aunque fuese portero, y más con los pies que con las manos, algo que después se ha vuelto normal, pero que entonces se veía como una excentricidad insoportable. La gente se preguntaba, no sin razón: si el portero es el único jugador al que le está permitido utilizar las manos en el fútbol, ¿por qué este renuncia a ese privilegio y usa los pies, como los demás? (La tragedia se ha cebado con Jongbloed, que vio morir a su hijo Eric, también futbolista, en un partido, fulminado por un rayo, y que estuvo a punto de palmarla él mismo, de un infarto, asimismo en un partido. Se retiró a continuación, con 46 años). La selección de Holanda volvió a jugar la final del siguiente Mundial, el de Argentina, aunque ya sin Cruyff, y volvió a perderla. Fue uno de los mundiales más sombríos, con la dictadura militar echándole su tenebroso aliento a la competición y empujando a la prensa, la organización, los árbitros y los aficionados para garantizar el triunfo de su selección. Y lo consiguió, aunque en la albiceleste no jugara todavía, por decisión de su entrenador, César Luis Menotti, un jovencísimo Diego Armando Maradona. Pero aún me sobrecoge pensar que, mientras en los campos se jugaban los partidos, con gran aparato festivo, en las cárceles y cuarteles se seguía torturando a los presos, y en los vuelos de la muerte se continuaba desapareciendo a los opositores. A la vez que caían los balones a la hierba, caían los cuerpos al Mar del Plata. El Mundial del 82 fue el mundial de España, no por la gran actuación del equipo, sino porque se celebró en nuestro país, al amparo de aquella leyenda del diseño que fue Naranjito, que tanto y tan acertado énfasis ponía en uno de los puntales de la cultura y la historia de España: el sector agropecuario. En lo deportivo, España hizo uno de los papeles más lamentables que se le recuerdan a una selección anfitriona en los campeonatos del mundo: en la fase de grupos, empató con la potente selección de Honduras, perdió con la aún más formidable de Irlanda del Norte y solo ganó a Yugoslavia, gracias a un empujoncito arbitral. En la siguiente fase, volvió a perder, esta vez con Alemania, y empató con Inglaterra, y se quedó fuera de la competición. Tengo para mí que Naranjito era cenizo. Y los hinchas estaban negros. Yo, que entonces estudiaba Derecho, solía quedar con algunos amigotes de la Facultad para ver los partidos. No es que me interesaran demasiado, la verdad, pero era una buena oportunidad para pasar las tardes siendo lo que éramos, sin tapujos, sin vergüenza: unos simios postadolescentes que rebosaban de hormonas, y no lo que nos veíamos obligados a aparentar: futuros profesionales de la ley, responsablemente ocupados en el aprendizaje del Derecho Romano (¡ay, el Iglesias!) y del aún más fascinante Derecho Administrativo. Así, nos reuníamos en el piso de un compañero, nos atrincherábamos en el sofá, frente al televisor, y nos dábamos a la contemplación de aquella lúgubre selección española, mientras saqueábamos las bolsas de patatas fritas, chillábamos como monos aulladores y, si no estaba la hermana del anfitrión, eructábamos y nos tirábamos pedos. Ah, qué tiempos de sana camaradería; ah, el fútbol, cuánto acerca a las personas. Desde aquel Mundial jugado en casa, mi interés por los mundiales de fútbol no ha dejado de disminuir; es más, mi interés por el fútbol no ha dejado de disminuir. A ello ha contribuido mi alejamiento de las espurias seducciones de la infancia y los interesados espectáculos del mundo, pero también el triste desempeño histórico de España en la competición. El papel de nuestro país en los campeonatos ha sido acorde con nuestra luctuosa o anodina realidad, según, y algunas pifias inolvidables lo ejemplifican inmejorablemente: aquel chut de Cardeñosa a los pies del único defensor de Brasil de una portería vacía en el Mundial de Argentina, en el que lo verdaderamente difícil era mandar el balón a los pies del único defensor de Brasil de una portería vacía; o aquel paradón de Zubizarreta contra Nigeria en el Mundial de Francia del 98, que metió el centro raso y flojo de un africano en la propia portería (los porteros de España se han cubierto de gloria en las competiciones internacionales, como ya demostrara Luis Pulpo Arconada en la final contra Francia del Europeo de 1984 y ratificó De Gea hace unos días con una cantada esplendorosa contra Portugal, digna del mejor Karius); o aquel penalti fallado por Joaquín, el jolgorioso bético, contra otra selección potentísima, Corea del Sur, que nos eliminó del Mundial de Estados Unidos de 1994. Momentos estelares del balompié patrio, a los que se podrían sumar muchos otros. Claro que todo esto conoció un giro inesperado y maravilloso en el Mundial de Sudáfrica de 2010, que ganó España en apretada lid contra Holanda, el país con peor suerte del mundo en el fútbol: tres veces finalista y nunca campeón. Recuerdo que el día de la final íbamos de viaje, camino de Extremadura, y que paramos en Madrid para ver lo que quedase del partido en casa de nuestros cuñados Belén y Antonio, donde se había reunido casi toda la familia. Alcanzamos a seguir la segunda parte, con tensión creciente. Cuando Iniesta, a quien Dios bendiga, empalmó a la red la asistencia de Cesc, un rugido descomunal, que parecía provenir de las últimas esferas del firmamento, lo envolvió todo. Yo no recuerdo exactamente qué hice –en los estados alterados de conciencia, uno pierde sentido de sí–, pero algunos familiares han confirmado que estuve brincando por el comedor, como poseído por el demonio Asmodeo, mientras profería bramidos incomprensibles y me abrazaba compulsivamente a personas y cosas. Sí recuerdo, a pesar de aquella ceguera momentánea, que Antonio, con calma pasmosa, con la calma de quien no reaccionase al picotazo de un escorpión o al incendio de su casa, abrió la ventana del comedor, sacó la cabeza, alzó la mirada al cielo y soltó un larguísimo aullido, un aullido inhumano, un aullido como de las profundidades de la tierra, que se vengaba del sufrimiento, los estropicios y las humillaciones de ochenta años de campeonatos mundiales de fútbol y, ya puestos, de ochenta años de historia desgraciada de España. Luego, recuperado de la ofuscación, medité sobre lo que había visto, y reparé en que, no mucho antes de aquel gol redentor, Iker Casillas había repelido con la punta de la bota un contraataque de Robben que podría haber liquidado el partido, y que el propio Stekelenburg, el portero holandés, había estado muy cerca de parar el chut de Iniesta: había llegado a tocar el balón, aunque no lo suficiente como para desviarlo. Por unos centímetros –del pie de Iker, de la mano de Stekelenburg– la historia no era diferente, y mucho más dolorosa. Pienso ahora, por solidaridad profesional, en la ventura del portero español y en la desventura del holandés, en la trágica belleza de lo que pudo suceder pero no sucedió, y que condujo a una derrota que, para los holandeses, ya será eterna. Como eterno será el disparo de Andrés Iniesta, ese instante grandioso en que la pierna se arma, y todo queda suspendido, y en el estadio ya no hay un ruido ensordecedor, sino un silencio cósmico, y la pierna golpea el balón, como si el arco arrojara la flecha, y el balón sale en busca de su destino, y no lo aparta de él el guante insuficiente del portero, y cruza la línea, y llega a la red, y el silencio se rompe en un aullido monumental, en un aullido planetario, en un aullido metafísico, como el que soltó mi cuñado Antonio en la ventana de su casa, con una calma pasmosa, aquel día de la final.
Donde esté el momento del beso de Iker Casillas a Sara Carbonero...que se quiten los demás recuerdos de los Mundiales.
ResponderEliminarMe interesan las competiciones futboleras tanto como las de petanca, sumo o tiro con arco. Entre atónita, divertida y definitivamente débil queda una ante el poder asombroso de la literatura.
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