lunes, 25 de junio de 2018

La verbena de San Juan, otra verbena de San Juan

La verbena de San Juan marca una frontera. Siempre ha sido así. De hecho, marca varias fronteras. Temporalmente, señala el solsticio de verano. De pequeño, me cautivaba la palabra "solsticio". No tenía ni idea de qué significaba, pese a los esfuerzos del señor Correas, nuestro abnegado profesor de física cuyo nombre, por fortuna, no se correspondía con los instrumentos que utilizaba para desasnarnos; él era más de tirarnos tizas y hasta borradores, por explicárnoslo, pero era tan eufónica, tan enigmática. El solsticio debía de ser algo muy importante si hacía que la gente empezara a pegarle fuego a todo. Yo creo que inconscientemente me negaba a aprenderlo para que el conocimiento racional no desvirtuara la musicalidad de aquella voz: solsticio. Con el tiempo, no sé si para bien o para mal, me he hecho capaz de compatibilizar los conceptos con su representación (es más, he entendido que los conceptos son su representación), y me he avenido a aprender que los solsticios hay uno de verano y otro de invierno son los momentos del año en los que el Sol alcanza su mayor o menor altura aparente en el cielo, y la duración del día o de la noche son las máximas del año, respectivamente. En una plano más prosaico, pero también más regocijante, la fiesta de San Juan significaba, en la niñez y los largos años de estudiante, el final del curso académico y el principio del bienaventurado verano. Cuando uno empezaba a oír petardos por la calle, días antes de la gran quema, quería decir que la liberación estaba cerca. El domesticado estruendo de la pólvora se asociaba con las horchatas, los mantecados de corte, como los llamaba mi madre, y los partidos de fútbol en las eras (eso los pobres que íbamos a pueblos; la mayoría de mis compañeros de clase, más acomodados, lo asociaban con alborozadas estancias en las playas de Caldetes o Llavaneres, donde tenían la torre), y se juntaba con un calor ya aplastante y unos días inacabables, a los que la noche llegaba contra su voluntad, a rastras, si era necesario. Yo recuerdo las tardes de finales de junio, anteriores a la fiesta del fuego, como una extraña mezcla de sudor y exaltación: sentado junto al balcón de nuestro pisito, veía volar las gaviotas por el azul invencible del cielo, y olía las trazas marinas que arrastraban, y percibía el crepitar de las hojas de los plátanos, oprimidas por el bochorno y la humedad, y sentía que todo andaba más lento, más espeso, pero también más ligero, como si a las cosas las embadurnara una paradójica ingravidez. La noche de San Juan era una bacanal de hogueras. Se organizaban en cualquier parte, con medidas de seguridad o sin ellas. Más bien sin ellas. En la esquina de mi casa, un típico cruce del Ensanche barcelonés, cercado por inmuebles de seis o siete pisos, con terrazas en los bajos y muchas farolas y árboles en las aceras, se montaba todos los años una pira descomunal, cuyas llamas se encaramaban a muchos metros de altura, y resultaba prodigioso que no se propagaran a los balcones adyacentes. Los vecinos, con temeridad rayana en el suicidio, salían de sus casas y alimentaban la fogata con todo lo combustible que hubiesen encontrado y de lo que quisieran desprenderse, suegras excluidas: muebles viejos, ropa ajada, montones de periódicos, juguetes ya sin uso, trastos de toda clase; alguno echaba hasta electrodomésticos; y yo, como era natural, los apuntes del curso (nunca cedí, sin embargo, a la tentación de avivarla con libros, ni siquiera con los poemarios de algunos poetas: mi respeto reverencial por la letra impresa, adquirido en la infancia, me ha impedido siempre participar en autos de fe). Con aquella ordalía carbonizadora, la gente cumplía el rito de purificación que venimos celebrando desde el Neolítico: la destrucción de lo antiguo para dejar sitio a lo nuevo. En los países del norte de Europa los escandinavos y Gran Bretaña, en los que las celebraciones del fuego tienen también mucha tradición, las hogueras suponen asimismo una ayuda al sol: se trata de excitarlo para que siga brillando, porque el 21 de junio marca el principio del acortamiento de los días y el invierno más negro, por lejos que esté todavía, se alza ya como el único horizonte. Se entiende esta voluntad de empuje: el Sol es allí un artículo de lujo. A ver si con las midsummer bonfires, piensan los ingleses, conseguimos animarlo un poco más. Ah, los ingleses, siempre tan pragmáticos. La noche de San Juan se acompañaba, en mi niñez, de dos ritos inevitables: la compra y celebración con petardos, y el partido de los Harlem Globetrotters, que, por alguna extraña razón, siempre llevaban su espectáculo a Barcelona en aquellas fechas. Los petardos se dividían en dos clases: los que utilizaban las niñas y los buenos. Los buenos eran los que estallaban como un proyectil antitanque. En los días previos a la verbena, cuando sabíamos que los padres iban a comprarlos, se desataba una batalla feroz por que no adquiriesen bombetas ni aquellos palitos ignominiosos, de cuyo nombre no quiero acordarme, que se encendían con una cerilla y que lo único que hacían era soltar chispas, sino tracas (valencianas, a poder ser), buscapiés, cohetes, volcanes, bombas y, en general, cualquier artículo con mucho cloruro mercurioso y carbonato de estroncio, de alto poder destructivo. Inevitablemente, y para nuestra frustración, los padres compraban más de los primeros que de los segundos, y no nos quedaba más remedio que sacarle al desvaído lote el mayor partido posible. Por ejemplo, juntando muchas bombetas en un solo paquete se conseguía una explosión razonablemente mortífera. O pegando con celo varias piulas a un avión de papel se lograba un fogonazo no menos radiante, que tenía además la ventaja de derribar el avioncito, que caía en picado, envuelto en llamas (yo me imaginaba entonces que el aparato abatido era el Albatros D. II biplano del barón Manfred von Richthofen y me sentía hondamente reconfortado). Y era glorioso meter las tracas en cubos de basura (o en buzones de vecinos odiosos): el zambombazo resonaba como la trilita. El único inconveniente es que, a veces, reventaba el cubo (o el buzón), y eso no le gustaba a mi padre (ni al vecino). Siempre sobreviví a aquellos aquelarres de pólvora, aunque nunca sin quemaduras y arañazos; y conservé todos los dedos de las manos, a diferencia de tantos que cada año sacrifican al solsticio de verano un pulgar, varias falanges o hasta la extremidad entera. Los Harlem Globetrotters remataban la juerga con un partido de exhibición ante un equipo sparring, que me daba una pena infinita. Aquellos otros jugadores, casi todos blancos, se exponían a las bufonadas de los buenos, negros, y hacían el mismo ridículo que el payaso tonto en el circo. Uno de los Harlem, por ejemplo, se escondía la pelota debajo de la camiseta, como si estuviera embarazado, y los contrarios seguían corriendo por la pista, buscándola. O el globetrotter le bajaba los pantalones al defensor y cuando este, con gesto exagerado de estar avergonzado, se los volvía a subir, el atacante lo driblaba y encestaba. También el público era víctima regocijada de los elementales pero eficaces trucos de los neoyorquinos: uno que se había remojado la cara con el agua de un cubo le tiraba el contenido de ese cubo al público, pero solo salía confeti; y todos gritaban primero del susto y luego aliviados. Hoy todo aquello me parece farandulero y hasta deprimente, pero entonces se me antojaba el colmo de la diversión. Tras los festejos, la mañana del 24 de junio me parecía extrañamente silenciosa, de un silencio casi pétreo, como si las saturnales del 23 hubieran agotado todos los ruidos posibles. El aire olía a salitre y azufre; las aceras estaban tapizadas de envolturas quemadas, de volcanes exhaustos, de cohetes caídos; y los camiones de basura aún no habían recogido las montañas de ceniza de las hogueras callejeras, en las que todavía culebreaban algunas brasas. Pero todo había acabado. No obstante, enseguida empezaban a oírse petardos otra vez, los que anunciaban la inmediatez de la verbena de San Pedro. Hoy ya no se celebra, pero entonces aún era popular. San Juan ha muerto, pensábamos. ¡Viva San Pedro!

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