Un raro momento de felicidad ha cruzado por la vida de muchos –entre ellos, yo– con la destitución de Mariano Rajoy ("M. Rajoy" para Luis Bárcenas y otros camaradas del Partido Popular). Ha sido algo imprevisto y maravilloso: un chispazo de beatitud que a los ateos nos ha hecho dudar de que no exista la Providencia. Uno advierte que el registrador de Pontevedra ya no es el presidente del gobierno y le acomete un pasmo, un temblor, un gustirrinín, que decía el añorado Gila, que no se puede aguantar. Claro que no ha desaparecido de la política, es más, quienes lo arropan en estos momentos de tribulación amenazan con su retorno inminente, metamorfoseado en jefe de la oposición y presidente del Partido hasta que otro dedazo, como el que lo ungió a él, decida los destinos de la derecha española. Seguiremos disfrutando, pues, de sus retruécanos esclarecedores, de su legendaria rapidez de reflejos y de su modernez sin fin. Pero no es poco que Mariano haya sido desalojado de la poltrona presidencial, tras seis años y medio tremebundos, en los que hemos asistido, como metáforas de la regresión y el facherío que inspiraban su gestión, a indemnizaciones en diferido, vírgenes condecoradas por ministros del Interior y ministros de Cultura cantando, inflamados de orgullo patrio, "Soy el novio de la muerte", además de una hecatombe de derechos y conquistas sociales recortados o eliminados y de 900 cargos del Partido Popular imputados por delitos de corrupción, lo que constituye un récord absoluto de choriceo en el poder en Europa y acaso en el mundo entero. Pero antes del hecho bienaventurado de que se fulminara a Rajoy, otro suceso insólito captó mi atención. Este tuvo menos repercusión mediática, aunque no se le dejaron de dedicar espacios en los telediarios de mayor audiencia y algunas reflexiones, si es que se les pueden llamar así, en la prensa escrita: la constitución de la plataforma "España Ciudadana", promovida por Albert Rivera, el líder de Ciudadanos. Por lo que vi y oí, el espectáculo del lanzamiento de "España Ciudadana", reflejo de su poso ideológico, fue un aquelarre de españolía, como la que reclamaba en la posguerra, como toda receta para vencer, el general Gómez-Zamalloa a los jugadores de la selección de fútbol que iban a disputar un partido contra Suiza: "¡Cojones y españolía!". En un mar de banderas rojigualdas, que sus portadores ondeaban como si espantaran a la muerte que planeaba por sobre sus cabezas, Rivera afirmó que, fuese quien fuese el que se le pusiera delante, rojo o azul, hombre o mujer, partidario o desafecto, beneficiado o necesitado, él solo veía españoles. Luego, Marta Sánchez –que ya de joven, cuando se embarcó en la fragata Numancia para enardecer a los marineros que servían a España allende los mares, había exhibido un patriotismo tan formidable como sus carnes– deshizo a los presentes en otro mar, este de lágrimas, con su estremecedora interpretación de la Marcha de Granaderos, enriquecida por una letra de su autoría, a cuyo lado palidecen las demás compuestas por liróforos tan insignes como Eduardo Marquina, José María Pemán o Abelardo Linares. La actuación de la Sánchez fue tan desgarradora que los asistentes no pudieron sino ponerse en pie, arrebatados de emoción. Y entre ellos, en lugar principalísimo, muy sonrientes y transidos de entusiasmo celtibérico, el promotor de la iniciativa, Albert Rivera, su fiel escudera en Cataluña, Inés Arrimadas, y uno de los ideólogos de Ciudadanos, Francesc de Carreras, un antiguo comunista reconvertido en ariete espiritual y baluarte jurídico del españolismo, entre otros paladines –o paniaguados– del movimiento. El parlamento de Rivera, el de su miopía patriótica, me suscitó el pensamiento contrario: las diferencias que él diluye en la españolidad (como ya hacía José Antonio Primo de Rivera, que tampoco veía diferencias entre empresarios y trabajadores, sino una unidad de destino en lo universal; el fascismo siempre ha utilizado el sacacuartos de la patria para negar la lucha de clases y las diferencias sociales en que ahonda el capitalismo) son las únicas que yo veo. Es decir, yo no veo españoles (ni marroquíes, ni rumanos, ni finlandeses...), sino trabajadores y parados, parados de larga duración y parados recientes, trabajadores precarios e indefinidos, trabajadores que llegan a final de mes y trabajadores que, aun siéndolo, no salen de la pobreza. Tampoco veo españoles, sino jóvenes que han de emigrar para ganarse la vida y jóvenes que no pueden pagarse los estudios, mayores que cobran una pensión miserable y mayores a los que no se les reconoce una situación de dependencia (o que, reconociéndoseles, no se les paga), gente de ciudad que sufre la carestía de la vivienda y gente de pueblo que padece la despoblación y el abandono. No veo, en fin, españoles, sino mujeres que se revientan a trabajar para cobrar menos que sus compañeros varones y mujeres que sufren el acoso y la violencia de machos seguramente muy españoles y mucho españoles, creyentes que gozan de unos privilegios inaceptables en un Estado aconfesional y no creyentes que financian con sus impuestos el sostenimiento de una fe religiosa, inmigrantes a los que se les niega la asistencia sanitaria y refugiados del hambre, la persecución y la guerra a los que no les damos refugio. La españolía (y la catalanía, y la vasquidad, y toda forma de patraña nacionalista) no constituye un punto de vista iluminador ni un modo transparente de mirar, sino todo lo contrario: un velo que enturbia la realidad, que la difumina en los colores de la bandera para que no distingamos lo que tiene de injusto, o deforme, o sangrante. Aunque Rivera y muchos como él no quieran enterarse, la propiedad de los medios de producción y las relaciones de poder que propicia siguen siendo los principales factores que configuran la realidad. Y el nacionalismo es una de las mejores herramientas para ocultarlo. Como decía Gila, el nacionalismo es un invento de las clases poderosas para que las clases inferiores defiendan los intereses de las clases poderosas. Poco después de la bacanal españolista de los naranjas, oí la respuesta airada del joseantoniano catalán a una periodista que le preguntaba si no creía que su "España Ciudadana" era prueba de un nacionalismo radical. "¡Me ofende Ud.!", contestó Rivera. Y entonces añadió lo que los nacionalistas españoles llevan afirmando desde que el fervor patrio se encendió en sus corazones: "¡Yo no soy nacionalista!", que es algo así como si el Papa protestara, indignado, por que lo tacharan de católico. Alguien que solo ve españoles, cuando la realidad está llena de tantísimas cosas buenas por ver y de tantas, también, por cambiar, no es nacionalista. Alguien que solo ve españoles, cuando a lo mejor esos españoles que ve no quieren serlo, no es nacionalista. Alguien que solo ve españoles sin acudir de inmediato al oftalmólogo no es nacionalista. Claro que podría ser peor –otros en ocasiones ven muertos–, pero la contradicción es digna de figurar en el panteón de las incoherencias grotescas. Rivera y su invento anticatalanista, exportado ahora con éxito al resto del país, han abrazado la españolía como antídoto, primero, de un pujolismo en descomposición y, después, del independentismo rampante. Y ese abrazo le gusta a la gente. En realidad, es un abrazo múltiple: el españolismo de Ciudadanos se agranda cuanto más persevera el soberanismo, que, a su vez, se fortalece con Marta Sánchez, la corrupción oceánica del PP y los vóxmitos de Vox. Y así seguiremos, me temo, hasta que alguien decida acabar con esta patria de cuchufleta que esperemos no derive, como en tantas otras ocasiones a lo largo de nuestra historia, en una patria de sangre. O hasta que lo decidamos todos.
Espléndido, Eduardo. Con tu permiso, lo comparto en mi muro de facebook. Abrazos.
ResponderEliminar¡Bárbaro! Mil aplausos,Eduardo. Yo,con tu permiso, no lo comparto en mi muro de Facebook, ni en Twitter, ni... Da vergüenza agena perder medio segundo por esos mundos.
ResponderEliminarUn abrazo grande .
Qué bueno tu post, querido Eduardo. Un beso grande.
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