Circula por entre los círculos poéticos establecidos cierta inquietud por el advenimiento de una multitudinaria camada de poetas jóvenes, provenientes de las redes sociales, que deslustran la grandeza de la poesía y vulgarizan hasta lo indecible un quehacer distinguido, que requiere conocimiento artesanal y altura –u hondura, quizá– de espíritu. Esos poetas son, para sus críticos, adolescentes por edad o adolescentes eternos, con poca o ninguna formación y lecturas, que balbucean memeces sentimentales, propias de su juventud y su inmadurez intelectual, y que deben su éxito a Internet, donde cualquier ingenuidad o rebuzno tiene su espacio y su acogida. Y los críticos tienen razón: así es. Uno –si es que no es rehén generacional de esos poetas, y yo me temo que dejé de ser veinteañero hace mucho– se asoma a lo que escriben y se pasma de lo rudimentario de su expresión y la elementalidad de su contenido. La cursilería y la ñoñez lo invaden todo. Y el amor –el gran asunto de los púberes– es, prácticamente, su único tema. El meollo de la tarea poética, la transformación lingüística de la realidad, apenas se da en los poemas de estos pollos. Y es lógico que sea así: para que no sea así, uno ha de haberse apropiado de la tradición literaria –es decir, debe haber leído mucho, debe haber leído bien y debe haber reflexionado sobre lo leído– para luego destilarla en una voz singular, que no surgirá sin tenacidad ni reescritura. La poesía es muchas cosas –un modo de estar en el mundo; un camino de conocimiento; un acto revolucionario; una forma de comunicación; una necesidad de supervivencia; una técnica de respiración–, pero también, y no menos importante, un oficio. Y todo oficio requiere unos conocimientos, que solo se adquieren con el estudio, con el ejercicio consciente y con la paciencia de quien desea aprender de sus maestros para superarlos, esto es, para decir un poco mejor (o para decir hoy, con el timbre y el lenguaje del mundo en el que cada uno viva) lo que ellos ya han dicho. Además de la invencible pobreza de cuanto escriben estos exitosos interpoetas o poetanautas, constato la endeblez de su bagaje lector y su escaso, o nulo, aprovechamiento de las tradiciones literarias. Descorazona averiguar cuáles son sus autores de referencia cuando se les pregunta en entrevistas o ellos intentan prestigiar su desempeño con artículos patizambos, aunque explica muy bien tanto su impericia como, paradójicamente, su éxito mediático. Y casi todos coinciden: lo más viscoso de la poesía de la experiencia, algún abuelo del realismo sucio rescatado de los baúles del olvido (que, enardecido por su inesperada reviviscencia, se pone a cantar la palinodia de sus admiradores, como si fueran hölderlines reencarnados; no, qué digo: bukowskis reencarnados. Es lógico: si sus admiradores son muy buenos, él, su maestro, lo será aún más), un par de cantautores desorejados y Joan Margarit. Ay. Como mucho llegan a un poquito de Lorca o Miguel Hernández y los más audaces, a Neruda, aunque de este, que podría haberles enseñado mucho, no hayan aprendido nada. Pese a esta escuálida panoplia –ni rastro de la mejor poesía de Occidente, desde Vallejo hasta Eliot, desde Leopardi hasta Paz, desde Virgilio hasta Perse, desde San Juan de la Cruz hasta José Ángel Valente–, aún hay poetanautas de menores pertrechos lectores. Uno de los más famosos, de los que arrasan en la Red y las ferias del libro, le pidió a un vecino, que resultaba ser editor y vivir en el piso de abajo, que le prestara algunos libros para ponerlos en el salón: un periódico o revista importante iba a entrevistarlo en su casa y no quería aparecer sin libros en las fotos. Su autor de referencia no podía ser sino un cantautor, como él mismo; pero solo uno: de haber tenido más de uno, le habría estallado la cabeza. Pero no hay por qué escandalizarse –ni preocuparse– por el éxito de esta generación de presuntos poetas. Nacen de un fenómeno planetario e incontenible: la revolución digital, que permite a cualquiera, sin freno, sin filtros, sin juicio, lanzar sus borborigmos urbi et orbi y encontrar a miles de destinatarios naturales, que los reciben en el mismo estado de efervescencia sentimental y privación raciocinante en el que se encontraban aquellos al perpetrarlos. Para que esa recepción se produzca, unos y otros, autores y lectores, suelen alegar la verdad, la sinceridad o la naturalidad de lo que escriben, virtudes todas ellas, sean lo que sean, que abren el camino al corazón y ensanchan las paredes del alma. Pero yo no sé desde cuándo la verdad, la sinceridad y la naturalidad han sido requisitos de la literatura, que es una forma de arte y que, como tal, requiere una elaboración creadora, una falsificación que alumbre una presencia nueva, una realidad distinta. La verdad, la sinceridad y la naturalidad están muy bien para el diario íntimo y la charla con los amigos, pero no son necesarias para hacer poesía. Además, la verdad, la sinceridad y la naturalidad suelen ocultar la chatura de la expresión y la simpleza de lo expresado. Podemos estar seguros de que quien las reivindica lo hace porque es incapaz de hacer otra cosa, es decir, de hacer lo que el arte exige: mentir, ser insincero, para que surja una verdad universal; construir un artificio para verlo todo desnudo, despojado, recién nacido. El éxito de los poetas jóvenes es incuestionable y, salvo catástrofe mundial, lo seguirá siendo durante mucho tiempo. Pero hay que recordar que, antes de la universalización digital, también había fenómenos literarios que reunían a un público multitudinario. En todos los países, la historia de la literatura está llena de autores aplaudidísimos y reconocidísimos cuya única aportación al arte de la palabra ha sido la capacidad para satisfacer las necesidades de consumo de una masa ingente de lectores. Por no salir de España, a Campoamor y Villaespesa, vates lamentables y hoy justamente olvidados, los vitoreaban por los pueblos o muchedumbres los esperaban en los puertos cuando llegaban de gira. Y Corín Tellado, aquella "pornógrafa inocente", según Cabrera Infante, escribió 5 000 novelas, que se tradujeron a 27 idiomas y de las que vendió 400 millones de ejemplares: es el segundo autor español más leído después de Cervantes. Se hace difícil pensar que, aun con las herramientas digitales de hoy, cualquiera de estos zagales pueda igualarla. Los éxitos populares, que pueden prolongarse décadas y devenir fenómenos socioculturales, no tienen nada que ver con la calidad de la literatura ni con la función crítica y regeneradora del arte en la sociedad. Pero pueden ser éxitos apabullantes, sin duda. Como este, en España y en otros países (cunde ahora mismo una interesante polémica sobre el asunto en Inglaterra, con participantes de altura, como Rebecca Watts y Don Patterson), de nuestros poetas de las redes, las performances y las jam sessions, hoy reconvertidos en poetas en (y de) papel. En nuestro país se han beneficiado de algunas circunstancias que han favorecido su popularización y, en consecuencia, sus ventas, que es de lo que se trataba. Algunos sellos especializados en operaciones comerciales han lanzado sus redes al caladero de estos escritores que ya contaban con un público amplio e iletrado y los han propulsado a la gloria editorial, con la esperanza de arrastrar a sus lectores a su cuenta de resultados. Y me parece que lo han conseguido. Recuerdo haber visto hace meses, en la mesa de novedades de una feria del libro, un poemario de una de esas jóvenes rompedoras, publicado por cierta ensotanada editorial. Una faja la anunciaba como "la poeta que la literatura española estaba pidiendo a gritos", o algo así. Serán gritos de socorro, pensé al picotear en algunos poemas, o lo que fuese aquello. La faja la firmaba un alabardero de la poesía de la experiencia, uno de los muchos que integran la cuadra de la editorial y que se prestan a ejercer de voceros de sus operaciones. Por si fuera poco, el prólogo lo suscribía Joan Margarit. Desde entonces, no he dejado de ver el nombre (y la cara) de esa poeta en todas partes: su omnipresencia se ha vuelto absoluta, aunque sus poemas sean fofos y sus artículos o juicios, de una indigencia intelectual sonrojante. Pero aún más digna de consideración que su éxito es la utilización que ha hecho de él la vieja escudería de la experiencia, una facción siempre dispuesta a acomodarse en la cresta de cualquier ola. Todos, tanto sus ya achacosos prebostes como sus fámulos más obsequiosos, lo han acompañado y, a la vez, empleado para reivindicarse: que una catecúmena agradecida llegue a la cumbre también los ensalza a ellos. Y cuanto más la lean a ella, más leerán también a sus mentores. Todo el mundo gana, pues; todo el mundo menos la poesía, que sigue atascada en el fangal del figurativismo más lerdo, ahora metamorfoseado en sensiblería pubescente.
Querido Eduardo:
ResponderEliminarEstoy de acuerdo en lo esencial de tu texto, que resumo copiando estos dos párrafos, de los que suscribo cada palabra.
" La poesía es muchas cosas –un modo de estar en el mundo; un camino de conocimiento; un acto revolucionario; una forma de comunicación; una necesidad de supervivencia; una técnica de respiración–, pero también, y no menos importante, un oficio. "
"Los éxitos populares, que pueden prolongarse décadas y devenir fenómenos socioculturales, no tienen nada que ver con la calidad de la literatura ni con la función crítica y regeneradora del arte en la sociedad."
Como bien sabes, no me interesa nada esta poesía. Sin embargo, esta hornada de escritores jóvenes a los que te refieres no creo que merezcan la dureza con que los describes: han apasionado a los lectores de su generación, dan dinero a sus editoriales, triunfan juntando palabras, se patean las ciudades para firmar libros. ¿Es tan terrible? No lo creo. Como su corta edad, también su formación y lecturas lo son; hijos de la era digital, sus estímulos, referentes e imaginario difieren de los de hace 40 años; su ritmo, veloz, fragmentario, inestable, responde a la superficialidad y falta de raíz que implica nuestra sociedad exhibicionista y ávida. Lo que escriben responde a esa inmediatez, imprecisión e inmadurez propias de nuestro mundo. Y todos estos peros no impiden que me alegre de que mis alumnos adolescentes compren, lean y se emocionen con estos escritores; que aparquen sus videojuegos, sus aplicaciones de mensajería y algunas series de tv cutres y de mal gusto con las que llenan su tiempo y se convierten mucho más en insensibles, iletrados y desafectos de su lengua.
Sí hay algo terrible en lo que planteas y es el hecho de que prácticamente el único territorio habitado por la poesía sea este, que los otros puntos del mapa de los que hablas en ese párrafo que cito (el conocimiento, el estar en el mundo...) sean mucho menos visibles, apenas transitados y escogidos rara vez por el lector para quedarse a vivir. ¿Por qué sucede? Por muchas y complejas razones que otros sabrán explicar mucho mejor que yo (V. Luis Mora y algunos lectores de su blog hablaban tangencialmente de ello hace no mucho). Entre ellas, la formación y el esfuerzo que requiere llegar hasta ahí (para el lector); la formación, el esfuerzo y desprendimiento del escritor, que lo hace -tal vez porque no pueda dejar de hacerlo- casi "por amor al arte"; lo incompatible de esto con el negocio del libro; la dificultad de los críticos para que su labor cale y se difunda; en fin, la estética imperante, homogeneizadora, que arrastra masas porque dispone de los medios y tapa sin esfuerzo -incluso sin proponérselo- lo que desentona o difiere.
Soy muy osada escribiendo sobre todo esto, porque ignoro infinitamente más de lo que conozco. En cualquier caso, creo que es mejor ser beligerante en lo que amamos y nos gusta que en lo que nos entristece y amohína.
Un abrazo poético.
Si una cosa creo con más o menos solidez es que la poesía española no pide a gritos a nadie. B.P sabe que rebuznar tal proclama sobre E.S es escupir en la frente de muchas personas que escriben. Es cierto que hay una "generación" de poetas jóvenes que se aprovechan del supuesto bombo que puedan tener algunos de sus mentores (L.G.M, el mencionado B.P, E.M, Margarit -quién le ha visto, quién le ve-) para vivir de una poesía mediocre, insulsa e intensita con sabor a petazetas; eclipsando a poetas de su "generación" o quinta con más tablas que ellos.
ResponderEliminarLas editoriales "grandes" están ganando dinero a espuertas a costa de rebajar la calidad de su catálogo. Lo triste es que nuevos sellos y editoriales incipientes quieren copiar el modelo de la misma manera. Y es aterrador.
Salut!
Los lectores mandan,y las editoriales se aprovechan. ¡Qué mundo nos espera!En fin, este sitema lo engulle todo. Sí, es aterrador. Magnífica entrada, Eduardo.
ResponderEliminarUn abrazo grande.