La poesía boliviana contemporánea es una de las poesías americanas más desconocidas en España. Más allá del modernista Ricardo Jaimes Freyre, reseñado en todas las enciclopedias, y de autores plenamente actuales como Eduardo Mitre y Pedro Shimoshe, poco se sabe de la lírica del país andino, y menos aún se la ha leído. No escapa a ese desconocimiento el que acaso sea su mejor representante: Jaime Saenz, nacido en La Paz en 1921 y muerto en esa misma ciudad en 1986. A diferencia de la mayoría de sus poetas coetáneos, Saenz ha sido publicado en España, aunque póstumamente. En 2002, en la benemérita y ya largamente desaparecida Ave del Paraíso, vio la luz Obra poética I, reedición de la Obra poética que había publicado la Biblioteca del Sesquicentenario de la República de Bolivia en 1975, y que incluía seis de sus primeros poemarios, compuestos entre 1955 y 1973: El escalpelo, Muerte por el tacto, Aniversario de una visión, Visitante profundo, El frío y Recorrer esta distancia. Que el cardinal romano siguiera al título, Obra poética, parecía indicar que había de aparecer, como mínimo, un segundo volumen, pero, si eso era así, ya nunca lo sabremos, porque Ave del Paraíso, tras un brillante aunque siempre dificultoso paso por las librerías, echó el cierre hace muchos años. Amargord recoge ahora, con el lapidario e irreprochable título de Poesía, esos mismos seis poemarios, y les añade otros que la Biblioteca del Sesquicentenario había descartado, como Cuatro poemas para mi madre (1957) y Al pasar un cometa (1970-1972), además de los que Saenz ya escribiera entre 1973 y su muerte: Bruckner, Las tinieblas, ambos de 1978, y La noche, considerada la cumbre de su producción, en 1984. Poesía también incorpora una última sección, «Otros poemas», con un puñado de piezas que Saenz publicó en revistas y que no constan incluidas en ninguno de sus libros. Las ilustraciones que acompañan al volumen, incluido un inquietante "Autorretrato", son igualmente del poeta, asimismo dibujante.
El estadounidense Forrest Gander nos informa en el prólogo –que él prefiere llamar «texto introductorio»– de algunos rasgos singulares de la personalidad de Jaime Saenz, los cuales, con independencia de su rareza, quizá ayuden a entender algunas características de su poesía. Su formación intelectual tuvo mucho que ver con el ejército, aunque parezca un oxímoron: hijo de un teniente coronel, cumplió el servicio militar en la Alemania nazi entre 1938 y 1939 –muchos países hispanoamericanos han admirado históricamente la tradición prusiana, y considerado prestigioso seguirla– y, a su vuelta, trabajó para el Ministerio de Defensa y el Servicio Secreto. En la Alemania de Hitler, donde residió con otros cadetes de la Escuela Militar de Bolivia, conoció y aprendió a amar a los filósofos, escritores y músicos germanos (o de lengua alemana: Kafka era uno de sus escritores tutelares, y eso se trasluce en su obra, que no es solo poética, sino también novelística, ensayística y dramática). Como ya se ha indicado, uno de sus últimos poemarios fue Bruckner, así titulado por Anton Bruckner, el compositor y organista austriaco.
Gander también subraya la fascinación que Saenz sintió desde niño por la muerte, uno de los temas axiales de su poesía, aunque siempre abrazado, especularmente, a otro asunto fundamental: la vida, el asombro y la maravilla de estar vivo, y la necesidad de entender eso que late y se presenta, fascinante y absurdo, ante los sentidos. Ambas, muerte y vida, entrelazadas, configuran una unidad fecunda y una realidad superior, que él bautizó, en mayúsculas, como la «Verdadera Vida», y en la que siempre quiso adentrarse por el procedimiento de mezclar la experiencia sensorial y el asedio intelectual. Como revela en su libro más autobiográfico, el conjunto de relatos La piedra imán, publicado en 1989, Saenz gustaba, cuando era joven, de visitar el depósito de cadáveres del Hospital General de La Paz, y en una ocasión no pudo resistir la tentación de hurtar una pierna (que queremos suponer estaba ya amputada) y llevársela a casa, para aprender mejor, para «tocar» la muerte. El tacto es, de hecho, una de las principales vías de Jaime Saenz para acceder a la revelación, a la aprehensión, física y metafísica, de lo existente; o para comprenderla. Y así lo afirma en uno de sus poemas: el tacto está «al servicio de lo elemental / de modo que nada turbe su uso y beneficio / y tengas al fin algo más ya concreto que la mirada y la vida». Saenz también insistía a sus amigos para que, cuando muriera, le cortaran la carótida y se aseguraran, así, de que estaba (o se quedaba) bien muerto. Y cumplieron su petición, en efecto. Al poeta lo aterraba la posibilidad de despertar, bajo tierra, en un ataúd.
La muerte es, ciertamente, uno de los temas principales –más: obsesivos– de la poesía de Saenz. Pero es siempre una muerte «encarnada», una muerte que vive en los cadáveres, una muerte que, en esa carne que ya está dejando de serlo, se aparece con empaque de objeto, de realidad tangible. Como han señalado los miembros del taller Hipótesis, de La Paz, ese cuerpo muerto «está accediendo al misterio de la muerte sin haber dejado completamente la vida»; constituye, pues, «un límite y un lugar privilegiado de revelación», que es lo que persiguió sin descanso Jaime Saenz. En La noche, escribe un ardoroso elogio de los muertos, plagado de anáforas, poliptotos y sinestesias: «Nada tan verdadero, nada tan humanamente humano como la carne de los muertos. / Ningún olor tan oscuro como el olor de los muertos (…) / Ningún silencio como el silencio de los muertos (…) / Nada como la inmovilidad, nada como la fuerza expresiva que mana de los muertos. / Por eso los hombres amantes de las tinieblas, / escudriñando el estar de los muertos, encuentran el camino cierto». El silencio, por cierto, es otro de los constantes deseos de Saenz, como lo fue también de Juan Ramón Jiménez. Persiguiéndolo, peregrinó durante años de casa de alquiler en casa de alquiler. Por lo mismo, para garantizárselo, dormía de día y escribía –y bebía, mucho; y practicaba la alquimia y la magia– de noche. En Recorrer esta distancia, la alabanza de los muertos se vuelve reivindicación ansiosa: «Yo digo que uno debería procurar estar muerto. / (…) Uno tendría que hacer todo lo posible por estar muerto. / (…) Vida y muerte son una misma cosa».
La poesía de Jaime Saenz, «testarudamente místico y barroco», en palabras de Gander, es deudora de las mejores tradiciones de la vanguardia, pero su irracionalismo, imperioso, opresivo a veces, nunca se desparrama y, mejor aún, nunca se descontrola. Sus versos, reacios a cualquier escansión u horma estrófica, siempre libérrimos, incorporan dosis de figuración –de aliento social; en La noche, por ejemplo, junto con la indagación mortuoria y el retrato infernal del alcohol y las drogas, resuenan la protesta contra el golpe de Estado del coronel Alberto Natusch Busch en 1979: solo estuvo en el poder 16 días, pero, considerando que el putsch (y nunca mejor dicho) había causado un centenar de muertos y más de un millar de heridos, puede considerarse el régimen más cruento de la historia de Bolivia–, un denso arsenal filosófico –en el que alientan sus admirados Schopenhauer, Hegel y Heidegger–, las zigzagueantes fulguraciones de lo fantástico y el centelleo no menor de los símbolos y el mito. La poesía de Saenz admite el calificativo de visionaria, aunque ello no signifique que se muestre desvinculada de la realidad más inmediata y palpable, siempre tamizada por un ansia cósmica y un sobrecogimiento existencial. También es telúrica, aunque su telurismo sea ciudadano: La Paz se convierte, en sus versos, en un espacio oscuro y palpitante, enraizado en el propio yo de quien la recorre, de quien visita los rincones más negros de la urbe y, con ellos, los de su alma.
Un rasgo expresivo de Jaime Saenz destaca, a mi juicio, de los demás: sus permanentes vueltas y revueltas con las mismas o parecidas palabras. Un poco al modo de Francis Ponge, que atacaba una misma escena, como los cubistas, desde todos los ángulos léxicos posibles, y con todas las miradas que era capaz de proyectar, en variaciones interminables, Saenz intenta asir la realidad, la realidad real o la realidad inventada, la realidad del mundo o la realidad de su interior, si es que son dos cosas distintas, mediante un asedio multitudinario: las enumeraciones abundan; las repeticiones no cesan; los juegos fónicos son machacones; los poliptotos rozan la glosolalia. Con un castellano por otra parte universal, que apenas contiene bolivianismos, Saenz alumbra textos reiterativos, arbóreos, que conjugan el ipsocentrismo de su propósito con la multiplicación de sus tanteos y aproximaciones. En este juego de fértiles redundancias, las antítesis menudean: Saenz practica la paradoja como lo han hecho todos los poetas que han sufrido antes que él esa escisión de un todo irrecuperable, esa sorpresa de estar vivo y tener que morir. Saenz persigue una concordia oppositorum que reconduzca o suture la partición de la luz y las tinieblas, del amor y la soledad, de la inteligencia y el sueño, aun a costa, con frecuencia, de la lógica aristotélica y el principio de identidad. Pero en él la única lógica que impera es la lógica poética. Así acaba el poema IV de Recorrer esta distancia: «Si te sientes bien, no te sientas bien. Si te quedas, no te quedes. Si te mueres, no te mueras. Si te apenas, no te apenes. No digas nada. / Vivir es difícil; cosa difícil no decir nada. / Soportar a la gente sin decir nada no es nada fácil. / Es muy difícil –en cuanto pretende que se la entienda sin decir nada– / entender a la gente sin decir nada. / Es terriblemente difícil y, sin embargo, muy fácil ser gente; / pero es lo difícil no decir nada».
La muerte es, ciertamente, uno de los temas principales –más: obsesivos– de la poesía de Saenz. Pero es siempre una muerte «encarnada», una muerte que vive en los cadáveres, una muerte que, en esa carne que ya está dejando de serlo, se aparece con empaque de objeto, de realidad tangible. Como han señalado los miembros del taller Hipótesis, de La Paz, ese cuerpo muerto «está accediendo al misterio de la muerte sin haber dejado completamente la vida»; constituye, pues, «un límite y un lugar privilegiado de revelación», que es lo que persiguió sin descanso Jaime Saenz. En La noche, escribe un ardoroso elogio de los muertos, plagado de anáforas, poliptotos y sinestesias: «Nada tan verdadero, nada tan humanamente humano como la carne de los muertos. / Ningún olor tan oscuro como el olor de los muertos (…) / Ningún silencio como el silencio de los muertos (…) / Nada como la inmovilidad, nada como la fuerza expresiva que mana de los muertos. / Por eso los hombres amantes de las tinieblas, / escudriñando el estar de los muertos, encuentran el camino cierto». El silencio, por cierto, es otro de los constantes deseos de Saenz, como lo fue también de Juan Ramón Jiménez. Persiguiéndolo, peregrinó durante años de casa de alquiler en casa de alquiler. Por lo mismo, para garantizárselo, dormía de día y escribía –y bebía, mucho; y practicaba la alquimia y la magia– de noche. En Recorrer esta distancia, la alabanza de los muertos se vuelve reivindicación ansiosa: «Yo digo que uno debería procurar estar muerto. / (…) Uno tendría que hacer todo lo posible por estar muerto. / (…) Vida y muerte son una misma cosa».
La poesía de Jaime Saenz, «testarudamente místico y barroco», en palabras de Gander, es deudora de las mejores tradiciones de la vanguardia, pero su irracionalismo, imperioso, opresivo a veces, nunca se desparrama y, mejor aún, nunca se descontrola. Sus versos, reacios a cualquier escansión u horma estrófica, siempre libérrimos, incorporan dosis de figuración –de aliento social; en La noche, por ejemplo, junto con la indagación mortuoria y el retrato infernal del alcohol y las drogas, resuenan la protesta contra el golpe de Estado del coronel Alberto Natusch Busch en 1979: solo estuvo en el poder 16 días, pero, considerando que el putsch (y nunca mejor dicho) había causado un centenar de muertos y más de un millar de heridos, puede considerarse el régimen más cruento de la historia de Bolivia–, un denso arsenal filosófico –en el que alientan sus admirados Schopenhauer, Hegel y Heidegger–, las zigzagueantes fulguraciones de lo fantástico y el centelleo no menor de los símbolos y el mito. La poesía de Saenz admite el calificativo de visionaria, aunque ello no signifique que se muestre desvinculada de la realidad más inmediata y palpable, siempre tamizada por un ansia cósmica y un sobrecogimiento existencial. También es telúrica, aunque su telurismo sea ciudadano: La Paz se convierte, en sus versos, en un espacio oscuro y palpitante, enraizado en el propio yo de quien la recorre, de quien visita los rincones más negros de la urbe y, con ellos, los de su alma.
Un rasgo expresivo de Jaime Saenz destaca, a mi juicio, de los demás: sus permanentes vueltas y revueltas con las mismas o parecidas palabras. Un poco al modo de Francis Ponge, que atacaba una misma escena, como los cubistas, desde todos los ángulos léxicos posibles, y con todas las miradas que era capaz de proyectar, en variaciones interminables, Saenz intenta asir la realidad, la realidad real o la realidad inventada, la realidad del mundo o la realidad de su interior, si es que son dos cosas distintas, mediante un asedio multitudinario: las enumeraciones abundan; las repeticiones no cesan; los juegos fónicos son machacones; los poliptotos rozan la glosolalia. Con un castellano por otra parte universal, que apenas contiene bolivianismos, Saenz alumbra textos reiterativos, arbóreos, que conjugan el ipsocentrismo de su propósito con la multiplicación de sus tanteos y aproximaciones. En este juego de fértiles redundancias, las antítesis menudean: Saenz practica la paradoja como lo han hecho todos los poetas que han sufrido antes que él esa escisión de un todo irrecuperable, esa sorpresa de estar vivo y tener que morir. Saenz persigue una concordia oppositorum que reconduzca o suture la partición de la luz y las tinieblas, del amor y la soledad, de la inteligencia y el sueño, aun a costa, con frecuencia, de la lógica aristotélica y el principio de identidad. Pero en él la única lógica que impera es la lógica poética. Así acaba el poema IV de Recorrer esta distancia: «Si te sientes bien, no te sientas bien. Si te quedas, no te quedes. Si te mueres, no te mueras. Si te apenas, no te apenes. No digas nada. / Vivir es difícil; cosa difícil no decir nada. / Soportar a la gente sin decir nada no es nada fácil. / Es muy difícil –en cuanto pretende que se la entienda sin decir nada– / entender a la gente sin decir nada. / Es terriblemente difícil y, sin embargo, muy fácil ser gente; / pero es lo difícil no decir nada».
[Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 809, noviembre de 2017]
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