lunes, 13 de agosto de 2018

En Copenhague (y 3): el museo más bonito del mundo y una playa que no está mal

El Museo Louisiana de Arte Moderno se llama así porque las tres mujeres del primer dueño de la propiedad en la que se asienta, Alexander Brun, se llamaban Louise. Se ignora si la coincidencia fue deliberada o casual, esto es, si al Sr. Brun le atraían especialmente las mujeres con ese nombre, y propendía a casarse con ellas, o si su homofonía conyugal solo fue fruto del azar. Lo que sí se sabe es que, en 1958, Knud W. Jensen, el entonces propietario de la finca, inauguró este extraordinario museo con la ayuda de algunos de los mejores arquitectos daneses del momento y la intención de fundir el arte contemporáneo con un paisaje admirable, y lo hizo respetando el nombre que le había dado su predecesor. Llegar no resulta fácil, aunque solo está a unos 30 km de Copenhague, en Humlebaek, en la costa de Oresund. Pero el tren que nos debería llevar hasta esta localidad está interrumpido por obras, y hay que hacer la parte final del trayecto, desde Hellerup, en autobús. Por si fuera poco, aún falta andar cosa de un kilómetro desde la estación de autobús hasta el museo. A la entrada nos refrescamos con la limonada casera que vende un chaval, cómo no, muy rubio, a diez coronas el vaso. Nos sorprende que el niño no hable inglés, porque en Dinamarca todo el mundo habla inglés; de hecho, se puede vivir aquí perfectamente sin saber una palabra de danés. El Louisiana se revela pronto el mejor ejemplo que conocemos de integración del arte y la arquitectura en el paisaje, ese desiderátum que tantos pregonan y que tan pocos practican (o que practican tan mal). El caserón decimonónico de Brun y luego de Jensen ocupa el centro del complejo, en el que se integran tres edificios conectados por pasillos de vidrio. La colección permanente del Louisiana es formidable: casi todos los grandes autores contemporáneos están representados aquí, desde Giacometti, con su inverosímil Homme qui marche, tantas veces visto en fotografías y libros de arte, hasta Picasso, que aporta un Déjeuner sur l'herbe, no menos admirado, pasando por Jean Dubuffet, Claes Oldenburg, Sonia Delaunay, Louise Bourgeois, Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Jackson Pollock, Fernand Léger, Vasili Kandinsky, Kurt Schwitters, Kazimir Malevich, George Grosz y Per Kirkeby, entre muchos otros. El Louisiana también alberga exposiciones temporales, como la que visitamos hoy de Gabrielle Münter, una prolífica pintora alemana compañera, por cierto, de Kandinsky sobre la que nuestro amigo, el poeta Agustín Calvo Galán, publicó un magnífico poemario, Amar a un extranjero, en 2014, que reseñé en mi blog Corónicas de Ingalaterra (http://eduardomoga.blogspot.com/2015/01/amar-un-extranjero.html). Pero, con ser este fondo excepcional, más nos atrae aún el exterior, los jardines, una sucesión de espacios verdes, con una meseta central, suaves declives hacia el mar y arboledas, en los que no dejan de salirnos al paso esculturas de Jean Arp, Henry Moore y Joan Miró, y móviles de Calder. Desde todas partes, y especialmente desde la privilegiada terraza del café, se ve el mar, un mar azul y blanco, inacabable; y, al fondo, la atormentada costa de Suecia. Hoy hace calor, y la luz enciende la hierba hasta hacerla vibrar. El cielo está alto, más alto que de costumbre, y todo parece amplio y abierto. La gente se tumba felizmente en el césped. Todo está en su sitio en este país; todo es preciso y perfecto. Nadie grita. No se discute. La sonrisa abunda. Pasa un velero, indolente, y luego otro. Una gaviota merodea por entre las mesas, buscando comida. Es un bicho enorme y, contra lo que difundió aquel acongojante best seller de los setenta, Juan Sebastián Gaviota, muy poco amistoso; además, las gaviotas son carroñeras: útiles, pues, pero poco simpáticas. Nos tomamos una copa de vino blanco frío antes de bajar a la playa, al pie del museo, para darnos un chapuzón; o para darme un chapuzón: Ángeles no se bañaría en un mar nórdico ni encañonada por un Kalashnikov. Pero la idea es sobrevenida. Eso quiere decir que no hemos venido preparados para un día de playa y que, por lo tanto, no tengo bañador. Pero da igual. Hemos visto a algunas desnudarse en la arena, sin mayor reparo, y ponérselo. Yo no pretendo alcanzar esa condición adánica, pero me quedo en calzoncillos en el extremo de un pequeño espigón, donde otra gaviota, esta más pequeña y de cabeza negra, ha decidido acompañarnos, y me meto enseguida en el agua, que está mucho más caliente de lo que podría pensarse de un mar escandinavo. En cualquier caso, confío en la legendaria libertad de costumbres de los daneses. Parece confirmarla que varias madres y sus hijos pasen junto a nosotros sin el menor indicio de preocupación. Yo tampoco la tengo. Los baños prosiguen quién nos lo iba a decir a nosotros, mediterráneos irreductibles, en un lugar como Dinamarca– en Amager Strand, una de las muchas playas algunas artificiales, otras naturales de la ciudad de Copenhague. Llegamos en metro. A la salida nos recibe, aunque con unos precios mucho más acordes con la realidad que los del encantador niño de Louisiana, un puesto móvil de fresas. El puesto, insisto, es móvil. Aquí no hay chiringuitos. El concepto de chiringuito es incomprensible para un danés. Un cucurucho de fresas y sendas tarrinas de helado serán nuestra comida. Amager es una playa atlántica, surtida de dunas y matojos, pero muy pulcra, y con visitantes tan educados como los de Louisiana. No vemos ni oímos a los habituales especímenes de las playas españolas: amantes de Los Chunguitos en su versión "destrúyete el cerebro, o lo que te quede de él, a decibelios", niños berreadores, fumadores compulsivos, adolescentes con palas, frisbis o pelotas de Nivea para los que tu barriga señala el centro del campo, señoras con sombrilla (aunque estas sean tan grandes a veces que más parecen sombrillas con señora), lateros y voceadores de mojitos a granel, y comedores, con abundantes salpicaduras, de bocadillos de calamares y tortilla de patatas. Sí vemos, en cambio, a una joven madre amamantar a su hijo. (Ayer vimos a otra, en la ciudad, que lo hacía mientras caminaba). Amager es una playa limpia y apacible, sí, pero flanqueada por la principal incineradora de Copenhague aunque nos tranquiliza saber que es ecológica, según nos han informado y el parque eólico de Middelgrunden, en el agua, que llena la vista de monstruosos esqueletos blancos. Por el mar, a distancia, navegan, o están al pairo, embarcaciones de toda clase: de pesca y de recreo, goletas y lanchas, y hasta un carguero. Yo me baño, claro; Ángeles no. Se puede caminar hasta bien adentro: el agua es poco profunda, y está tan caliente como la de Oresund. Hay algas, pero son algas danesas: corteses, rubias, políglotas; no molestan. No como las algas españolas, que se le meten a uno en el bañador y le colonizan la cara, enfurruñadas y oscuras. El sol brilla con una fuerza extraña. El aire pica, salobre. No hay olas.

1 comentario:

  1. Que nos acerques museos tan interesantes y desconocidos, es un regalo para los que amamos el Arte.

    Besos para Ángeles y para ti.

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