lunes, 13 de mayo de 2019

Cierra el zoo

Así lo ha anunciado la prensa: el zoo de Barcelona, fundado en 1892, y con una de las colecciones de animales más importante de Europa —2.000 ejemplares de 300 especies diferentes, echa el cierre como espacio público y se convierte en un centro dedicado exclusivamente a la investigación, el cuidado de animales maltratados y la preservación de las especies en peligro de extinción. La rampante sensibilidad animalista se ha impuesto también en el ayuntamiento de Barcelona. El progresismo vence, aunque hay que recordar que, durante mucho tiempo, lo progresista y educativo fue acoger a las fieras en un espacio adecuado, para que todo el mundo, viviese donde viviese, pudiera conocer las maravillas del mundo animal. Pero la naturaleza ha ganado autonomía: ya no la entendemos como una realidad a nuestro servicio, subordinada a las necesidades o los placeres humanos, sino como otra, ontológicamente separada, que debe ser respetada per se, y en la que debemos inmiscuirnos lo menos posible. Hace mucho tiempo que no voy al zoo, aunque de niño mis padres me llevaron muchas veces y yo, de mayor, he llevado también a mis hijos. De adolescente lo visité en algunas ocasiones, a veces con amigos, a veces con alguna novia. Aunque pronto descubrí que esto último no era inteligente: las novias fruncían el ceño y no de agrado con los mandriles que se masturbaban sin parar en el foso de los monos, y tampoco parecían complacidas con las culebras de cola estriada de Taiwán ni con los clamidosaurios de King que siseaban en el terrario. En mi infancia, la principal atracción del parque de las fieras como llamaban y aún llaman al zoo las personas mayores era Copito de Nieve, aquel gorila albino que unos cazadores fang se habían encontrado en la selva de Guinea Ecuatorial y que el naturalista Sabater Pi se trajo a Barcelona en 1966, con gran aparato del Régimen: aún recuerdo un documental, en blanco y negro, en el que se daba cuenta de la acogida que el animal había recibido en el ayuntamiento de Barcelona: Sabater lo llevaba de la mano y en pañales (el mono, no Sabater) por las escaleras del consistorio hasta el despacho del mismísimo alcalde, el eximio José María de Porcioles, aunque la filmación no refleja lo que las tres criaturas hicieron en aquella intimidad administrativa. El simio era tan singular que se hizo famoso en todo el mundo y llegó a convertirse en un símbolo de la ciudad. Aún me acuerdo de cuando entré en mi primera clase en el curso escolar que pasé en Atlanta, en 1979, y vi una foto de Copito de Nieve colgada en la pared. Al principio, ni reparé en ella, tan acostumbrado estaba a la imagen del mono. Pero luego caí en la cuenta de lo excepcional que era que, en un pequeño colegio de una ciudad del interior de los Estados Unidos, Copito de Nieve fuera conocido y expuesto. Mi integración en América resultó mucho más fácil con aquella mirada familiar acariciándome la nuca todos los días, mientras aprendía rudimentos de sociología con la encantadora señorita Phelps, escuchaba el fascinante relato de la historia estadounidense de labios de la incomparable señora Cox incomparable por su destreza profesional y también por el tamaño de sus pechos, que había de apoyar en el atril de lectura para impartir la clase o refrescaba mis conocimientos de latín con la inolvidable señora Tyler, que tenía la virtud de hacer que Suetonio pareciese Norman Mailer. La verdad es que Copito de Nieve no era un bicho demasiado agraciado: pesaba casi doscientos kilos, tenía el pelo amarillo y la piel rosada, y siempre parecía estar enfadado. Además, nunca hacía nada: ni se colgaba de los árboles, ni se golpeaba el pecho, ni aullaba uh-uh-uh. Se pasaba las horas sentado en la jaula, mirando a quienes se acercaban a mirarlo, que siempre eran muchos, con la desgana de un viejo galán de cine, harto o indiferente a la curiosidad que suscitaba. De vez en cuando, se daba un paseíto por su angosto feudo, supongo que para supervisar a su harén, compuesto por las hembras, pequeñas y negras, que los cuidadores del zoo le habían asignado para estimular su descendencia, que deseaban también albina. Pero, contra mis deseos, al gran mono nunca le dio por cubrir a ninguna gorila cuando yo estaba allí, tanto con mis padres como con mis amigos y novias (supongo que esto tampoco les habría gustado demasiado; y me entristece pensarlo). Las únicas actividades de Copito de Nieve que recuerdo eran rascarse y comer. Se rascaba todo el cuerpo, con aquellos dedos como morcillas que tenía, arrugados y ganchudos, y, con particular delectación, los cojones, que, por cierto, eran muy poco visibles: el gorila, contra lo que pueda hacer pensar su tamaño y su aspecto, no es un prodigio genital: su pene apenas mide tres centímetros, lo que, comparado con el metro setenta de altura que llega a alcanzar, lo hace prácticamente indetectable. Y comía zanahorias o fruta, cuyos restos aparecían siempre diseminados por la jaula, junto con abundantes excrementos, una suciedad que contribuía a restarle glamour al primate. Aunque lo que más glamour le quitó, en una de las visitas que le hice, fue que se comiera sus propios vómitos. Allí estaban, en el suelo, junto con muchos otros desperdicios, grumosos y amarillentos, y allí mismo los devoró, a lengüetazos, con incomprensible satisfacción. Desde aquel momento ya nunca pude ver a Copito de Nieve con los mismos ojos. El pobre se murió en 2003, víctima de un cáncer de piel, favorecido por el albinismo que le había dado fama, y desde entonces menester es reconocerlo el zoo entró en una imparable decadencia, a la que la decisión de nuestros munícipes ha puesto tajante fin. De mis paseos por el zoo recuerdo muchas otras cosas. Sobre todo, los olores, ácidos, violentos, omnipresentes. Y los zurullos, de todas las formas y colores, por doquier, en cuya exploración se afanaban insectos casi siempre verdes. Los animales se mostraban siempre cansinos: tumbados al sol, o aletargados en las casetas o madrigueras de juguete que les habían construido, o rumiando algo. Solo se excitaban cuando el público les tiraba cosas: cacahuetes, chucherías. Algunos, no obstante, nunca se inmutaban, o no dejaban de hacerlo: los felinos enjaulados, por ejemplo, se movían obsesivamente de un lado a otro de la jaula, lo que, al parecer, revelaba su malestar psicológico, el desquiciamiento a que los condenaba su reclusión. Recuerdo a los leones, aburridos, en un gran foso, pero no a los tigres, que fascinaban a Borges. Quizá no los hubiera. Me interesaban las jirafas, con esos cuellos enormes en los que, sin embargo, solo hay siete huesos; los hipopótamos y sus gigantescas bocas abiertas, que, quizá por su orondez, parecen tan entrañables, pero que son uno de los bichos más feroces de África, donde matan cada año a más gente que los cocodrilos; los camellos y los dromedarios, con sus dos y una joroba, respectivamente (aunque yo nunca recordaba cuál tenía dos y cuál, una), en las que siempre imaginaba cabalgando a Lawrence de Arabia; y los pingüinos, que, esos sí, no dejaban de nadar, como torpedos blanquinegros, en las aguas artificialmente azules del foso en el que estaban confinados. El terrario también me deparó alguna satisfacción, sobre todo a la hora de las comidas. Muchas serpientes solo se alimentan de presas vivas, así que solo había que esperar a que los cuidadores echaran en la pecera un ratón, o un conejo, o un pollo, para encontrar alguna diversión. A las novias, de nuevo, aquello no solía gustarles; alguna, incluso, prorrumpía en grititos angustiados por la suerte del aterrorizado almuerzo, que se convertían en chillidos de indignación cuando veía a alguien del público, impaciente por contemplar el desenlace de la escena, dar golpecitos en el vidrio para despertar a la serpiente, que, adormilada, no se había dado cuenta aún de la apetitosa compañía que le había caído del cielo. Yo entendía el disgusto de mis novias, pero a los que reclamaban que el reptil se llenara la panza no les faltaba razón: el mismo derecho a subsistir asistía a la serpiente que al conejo, aunque no tuviese las orejitas lanudas y la mirada aterciopelada de este. Yo me limitaba a observar la escena sin tomar partido, con espíritu científico, en espera de acontecimientos. Y los acontecimientos eran que, indefectible y gloriosamente, el ofidio se zampaba al conejo, con orejas y todo. También me interesaban mucho los espectáculos acuáticos, con los delfines como protagonistas. Nos sentábamos en unas gradas abarrotadas, comiendo altramuces o tiras de coco, y admirábamos las evoluciones de los cetáceos, que brincaban a una altura espectacular, o pasaban por aros muy estrechos, o caminaban por el agua, como Jesucristo. De niño, pensaba que aquello era fruto de su inteligencia natural y su afinidad con el ser humano, y que lo hacían gratuitamente. Pero no: lo hacían porque los cuidadores, siempre al borde de la piscina con un cubo lleno de pescado, les daban una sardina después de cada pirueta. Aquello era, técnicamente, un soborno: la retribución justificaba el acto, y comprenderlo me decepcionó. (Todos los animales que nos prestan algún servicio, empezando por nuestros queridos perros y gatos y acabando por los halcones cetreros, obran por la misma razón, y, pensándolo bien, también nosotros, los trabajadores asalariados, lo hacemos). En el zoo había muchas especies animales que no me atraían nada: los pájaros, por ejemplo, siempre difíciles de avistar, y tan pasivos como todos los demás. Aunque los más grandes, como los buitres o los cóndores, sí me impresionaban; y también el aviario de red en el que se encontraban, una gran malla que permitía ver sus breves pero majestuosos aletazos (y de las que luego he visto ejemplos aún más grandiosos, como la que flanquea el paseo del Regent's Canal, en Londres, en la que viven aves que parecen pterodáctilos). Cuando el cóndor volaba —aunque era un vuelo cortísimo—, se me hacía presente Víctor Jara y pensaba: el cóndor pasa. Era un momento emocionante. El último de mis mejores recuerdos del zoo es de algo no animal, y ni siquiera vivo. En el centro del parque se encuentra la Dama del paraguas, la escultura de una mujer que, bajo un antucá un parasol, en realidad, no un paraguas, extiende la mano para comprobar si aún llueve. La esculpió Joan Roig i Soler en 1884 para la Exposición Universal de 1888 y, aunque al principio concitó las críticas de los barceloneses, que la consideraban demasiado banal para un entorno tan regio (le pasó lo mismo a la torre Eiffel, que despertó las iras de los parisinos, que la veían como un monstruo de hierro, una infamia estética desacorde con la grandeur de la capital), acabó siendo aceptada después como otro icono de Barcelona. Copito de Nieve y la Dama del paraguas: dos imágenes imperecederas de un zoo que está a punto de perecer, que ha perecido ya. 

2 comentarios:

  1. Me he reído un montón con esta entrada. Dos cosas tengo que decir: me parece genial que Copito hiciera solo lo que le salía de los cojones, esto es, rascárselos; tus novias eran muy sosainas. Bueno, tres: la dama y el simio, otra versión más de la bella y la bestia para el imaginario.

    Un abrazo.

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  2. Mi padre me llevó una vez al Zoo.Nunca más volví.
    Qué pena,Eduardo.

    Un abrazo grande.

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