Interrumpo la serie que abrí hace unos días sobre "Vacaciones en Mánchester", porque Jordi Royo, poeta de Barcelona, murió el miércoles pasado, tras una muy larga y penosa enfermedad. Tenía 60 años. Jordi escribió toda su vida, desde los 23, cuando dio a conocer su primer libro, Naznava, hasta hace poco, cuando la dolencia que padecía lo privó de las últimas fuerzas, y con su labor, irrenunciable y excelente, contribuyó a la vigencia de la poesía –en este territorio minoritario y a veces catacúmbico que ha sido siempre el de la verdadera poesía– en la Barcelona, sobre todo, de los 80 y 90. Nos vimos en algunas ocasiones, intercambiamos libros y hablamos mucho por teléfono. Eran largas conversaciones en las que compartíamos admiraciones poéticas y chismes literarios. Y esas conversaciones eran muy fáciles: Jordi era divertido —nunca lo oí quejarse de sus males; a lo sumo, una vez me dijo que "acababa de pasar la ITV", refiriéndose a la última revisión médica—, natural, culto, sensible, educado: tenía todo lo que hace falta para que una charla resulte agradable y enriquecedora. Pero Jordi era mucho más que un buen conversador. Era un buen poeta y, más importante todavía, era una buena persona. He sentido mucho su pérdida. En recuerdo suyo, transcribo a continuación el artículo que, con el título de "Vanguardia viva", publiqué en el núm. 820 de Cuadernos Hispanoamericanos (octubre, 2018, pp. 132-135) sobre su Poesía reunida (1980-2011), con prefacio de Kepa Murua, A. G. Porta y Gustavo Vega Mansilla, prólogo de Gustavo Vega Mansilla e ilustraciones de Víctor Ramírez (Barcelona, Ediciones Sin Fin, 2017). Descanse en paz.
Jordi Royo (Barcelona, 1959) encarna la figura del poeta fiel a la
vanguardia, tanto en su labor creativa como en su sentido de adhesión a la
rebeldía, a lo marginal, a lo inusitado. Y en los márgenes, o en los rincones,
con rara coherencia, ha permanecido este autor catalán que ha escrito siempre
en castellano, como tantos otros, desde 1982, cuando debutó en la poesía
con Naznava, publicado en la legendaria colección «Ámbito
Literario», de Anthropos, en cuyo título —«avanzan» al revés— se
reconoce ya la influencia de los procedimientos vanguardistas que Royo ha
cultivado, con matices y sinuosidades, pero con permanente obsesión, a lo largo
de toda su vida como escritor. Luego vendrían Ipsithilla, en
1983; Il gobbo. Poesía reunida (1980-1986), que incluía Naznava, Siete
plaquettes y Último destierro, de nuevo en la colección
«Ámbito Literario», en 1988; In memoriam, en 1989; La
utilidad de la muerte, en 1997; Okupación del alma, en 2002;
y @-dreams, en 2009. Por desgracia, un factor personal, y no solo
una opción estética, ha contribuido a que esta relativamente nutrida producción
poética no haya recibido la atención crítica y lectora que merece: la grave
enfermedad que ha padecido, y padece todavía, el poeta, que la ha ido
espaciando y, por fin, prácticamente silenciado. Se reúnen ahora sus hitos
fundamentales —Il gobbo, La utilidad de la muerte, Okupación
del alma y @-dreams—, más una sección de «Otros poemas», en
la que se incluye algunos inéditos y poemas dispersos, publicados en revistas
de escasa o nula circulación, y el último poemario en el que Jordi Royo ha
trabajado, desde 2011: releyendo a N. Tazukuri.
En los títulos de Royo —y en muchos de sus poemas, cuando
llegamos a ellos— se advierte otro procedimiento de vanguardia: la
poliglosia. No es extraño en un poeta dos de cuyos autores tutelares son T. S.
Eliot y Ezra Pound, políglotas pertinaces. Royo practica asimismo el tachón,
los juegos visuales y tipográficos —con grafismos y casi caligramas— y
la relativización de la ortografía (es, por ejemplo, una poesía sin puntos ni
mayúsculas iniciales), y gusta de numerar sus piezas, o incluso de introducir
incisos numéricos entre los versos, como si buscara una ordenación caótica, una
lógica anómala, para sus creaciones. En la última de sus Siete
plaquettes incluye un pentagrama —del Impromtu nº 10, op.
79, de Francisco Fleta Polo—, que explicita un interés por la música ya
acreditado, por otra parte, en los siempre diligentes flujos rítmicos, por
quebrados y brincantes que nos parezcan. Y aquí y allá, a lo largo de
esta Poesía reunida, constan poemas visuales, publicados o inéditos.
No obstante, las inclinaciones experimentales de Jordi Royo no presentan la
misma intensidad en todos sus títulos: se moderan, por ejemplo, en Último
destierro y La utilidad de la muerte. Frente a la mayor
tensión —y hasta ruptura— sintáctica de sus primeras y
últimas entregas (en releyendo a N. Tazukuri vuelve Royo a la
síncopa de Naznava), cierta narratividad, o una mayor cohesión
elocutiva, prevalece en la etapa central de su producción, desde La utilidad de
la muerte hasta @-dreams.
Este cauce alternativo, fracturado,
acoge una poesía violenta, desgarrada, casi ensangrentada, con un aire, en
ocasiones, a Leopoldo María Panero: «ya no me perteneces ahora que vas
vomitando / la sangre de tus hormonas sobre las arterias rojas / de las
avenidas nocturnas / mientras conduces 1 enorme falo a 180 por hora», leemos
en Naznava. (En
la segunda de sus Siete plaquettes, el homenaje es manifiesto: Royo
incorpora al poema un verso de Teoría, de Panero: «sollozando como
Ossian desde una roca»). La muerte la sobrevuela siempre, a veces como aliento,
a veces como figura espectral, a veces como abstracción ominosa, a veces bajo
la especie de cadáver. Pero, adopte la forma que adopte, es siempre una muerte
cromática, vívida y vivida: «es el cadáver que resucita / aun cuando el
resplandor de los peces / arde envuelto en una urna de cristal», seguimos
leyendo en Naznava. La nada es una segunda fuerza, lindante o
sinónima de la primera, que acompaña el deambular del poeta por la vida y por
el lenguaje. A ambas las anuncian, premonitorios de la destrucción que suponen,
de la invisibilidad a que conducen, la enfermedad, el miedo y el fracaso. La
enfermedad, en especial, o lo enfermizo, está siempre ahí, muy tangible,
concreto, corroyendo, ajando, amenazando: «4 a. m. / mirando fijamente los
bidones de éter a mis pies, / devorando un pavimento sobreexpuesto / a la fría
oscuridad del tiempo:», escribe Royo en Okupación del alma (y
no es errata que el poema acabe con dos puntos que no conducen a nada más; así
obra a menudo el poeta, que anuncia desarrollos frustrados, que sugiere y
acalla expectativas). Pero también está ahí el sexo: la explosión de eros, que
acaso equilibre el peso del sufrimiento y la succión de la inexistencia. La
poesía de Jordi Royo está llena de falos, pechos, vulvas y semen: de los
órganos o emanaciones del amor, que lo suscitan o reciben, para vivificar la
caída, para contrarrestar lo oscuro. Este es, quizá, el principal eje de la
poesía royiana: el indeclinable binomio eros-tánatos, la lucha sin fin entre la
anulación y el deseo: «siempre amándose / desprendiendo de sus ojos ese amor
maldito / con el que solo se engendra la muerte», leemos una vez más en Naznava;
y en La utilidad de la muerte: «rozo la muerte cuando finjo
abrazarte / tras ese cristal poroso que encierra la vida».
Es esta una obra alucinada,
tumultuosamente atravesada de visiones, con las que se nos da a conocer un
cosmos de tensión y violencia, de padecimiento y horror, pero también de
sensualidad y concupiscencia, como si solo la carne y su fuerza presente, o su
recuerdo imborrable, pudieran exonerarnos de la injuria de los días. Sin
descanso, la belleza se opone a la maldad; el paraíso, al infierno; la luz, a
la oscuridad. Pero toda oposición es también un nexo: en la poesía de Jordi Royo,
lo noble y lo infame, lo dulce y lo cruel, lo frágil y lo robusto, aparecen
siempre unidos, trabados en combate, golpeándose y acariciándose. Lo frágil, en
particular, se repite a menudo, frente al ímpetu de lo violento: el cuerpo es
frágil, el amor es frágil, la vida es frágil, pero incomprensiblemente resiste
al furor. Las metáforas que plasman esta lid multitudinaria son muchas, pero
algunas rozan la obsesión: los sueños, las flores —las orquídeas, sobre todo— y
los niños menudean en las páginas de esta Poesía reunida. Pero
también lo hacen el insomnio, la nieve y la sangre, que es ambivalente, pero
que en Royo simboliza el abandono y la fatalidad.
En este marco de lucha feroz, el poeta
contrapone un pasado de amor y placer, en el que se entretejen sueños,
esperanzas e ilusiones, y que se remonta a veces hasta la infancia o la
juventud, a un presente de enfermedad, pérdida y, en última instancia, muerte;
y le cuenta ese enfrentamiento a un «tú» femenino: «recuerdo que una vez
jugaste / corriendo enloquecida por los pasillos; derramabas fantástica
sonrisas / en las frías estancias que endulzaban / la trastienda de mis
sentidos», dice en @-dreams.
El poeta parece dialogar siempre con una mujer, presente o recordada, real o
fabulosa, que se enfrenta a la vida y se une o se opone a él; una mujer que en
algunos poemas, como el segundo de las Siete plaquettes, se encarna
en arquetipos literarios, como la Beatriz del Dante: «o. esa sonrisa que nos
lame / a trompicones la lengua y nos vomita / suavemente / ? / Beatriz:». El
discurso, retrospectivo, transforma en ocasiones a esa mujer en una niña,
modelo de pureza, inocencia y amor.
El estilo de Jordi Royo es reconocible y
suntuoso. En su voz se han filtrado muchos de los mejores representantes de la
poesía contemporánea —desde
Nerval hasta Ginsberg, pasando por los ya mencionados Eliot y Pound, entre
otros—, pero esa filtración no la ha sofocado, sino que la ha moldeado
con perfiles propios. Royo trabaja con un vocabulario en el que aparecen
equilibradas la amplitud e imprevisibilidad y las recurrencias, aunque, en el
último trecho de su obra, cierto léxico y un puñado de imágenes se hacen cada
vez más insistentes, casi obsesivos. Tanto que, en algunos casos, se repiten
sin variación: «las arrugas violáceas de la madrugada», por ejemplo, aparece en
dos poemas distintos de @-dreams. En otros supuestos, las
coincidencias se explican por tratarse de versiones distintas de una mismo
pieza, como sucede con una composición inédita que se reelabora en releyendo
a N. Tazukuri.
Singular resulta también una estructura
constante en la poesía de Jordi Royo, compuesta por sustantivo + adjetivo +
complemento preposicional: «la tristeza enloquecida del crepúsculo», «la
tortura huidiza de los náufragos», «la náusea somnolienta del amor». Esta forma
triangular suscita una visión compleja y una cadencia prolongada, que envuelve
tanto al ojo como al oído. No hay una percepción instantánea, sino una
sostenida averiguación, un lento y melodioso descubrimiento. La aromática
pastosidad de esta sintaxis, a cuya espesura contribuyen otras figuras
retóricas, como la sinestesia, y el ingente arsenal metafórico, configura una
poesía vehemente, matérica, en la que las ideas cuajan en objetos, en
geometrías; una poesía con la que Jordi Royo, atado, como todos, a los límites
de la vida —pero
él, quizá, más sujeto que otros, más doliente—, ha pretendido escapar de
la reclusión y alcanzar, también como todos, esa «otra orilla» que justifica el
esfuerzo creador y nos redime de la angustia de ser, de estar aquí: «paraplejia
de sonidos / en la otra orilla / SIEMPRE EN LA OTRA ORILLA».
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ResponderEliminarCuando me entero de la muerte de un escritor siento algo extraño. Me duele su muerte sin haberlo conocido personalmente. Cuando muere un amigo o una amiga,ay,esa muerte se vuelve crujido.Que las palabras acompañen siempre a tu amigo Jordi Royo,allí donde se encuentre. Te acompaño en el sentimiento, Eduardo.
ResponderEliminarUn abrazo enorme.