Me despierto y miro por la ventana cómo está el tiempo, aunque hacerlo siempre demuestra, en Mánchester, cierta ingenuidad. Como era previsible, está nublado, pero, gracias sean dadas al Altísimo, no llueve. Un ejército de ocas desfila por el canal. Las flanquean dos narrow boats azules que han atracado delante de nuestro edificio. Uno se llama Arachné y, superpuesta a él, en la baranda de la terraza, veo a una araña tejer su tela: parece que baile por el aire. Desayunamos y salimos al mundo. Hoy será un día de paseos. En Port Street, camino del centro, vemos que ya no está el mural "Legends of Catalonia", que ha ocupado varias semanas la pared entera de una casa. En él se reconocían Cadaqués —por ser la patria de Dalí y destino turístico de no pocos ingleses—, la Sagrada Familia —a la que ya le falta poco para convertirse en un monstruo inconmensurable—, la Casa Milà, la Torre Acbar y hasta la escultura de Miró, Dona i ocell [Mujer y pájaro], situada en el Parc de l'Escorxador [Parque del Matadero: antes estaba ahí el matadero municipal, en el que yo he visto entrar rebaños enteros de ovejas por la calle Aragón], en Barcelona, justo detrás de casa de mi madre. Sorprendentemente, no aparecía Guardiola (el entrenador de fútbol, no el cantante) ni referencia alguna al Barça. Turisme de la Generalitat lo había financiado, pero, acabada la financiación, la pintura ha desaparecido, y la pared espera a un nuevo inquilino. En Piccadilly Gardens, que Ángeles suele evitar por la abundancia de perroflautas y colgados que los pueblan, pero a los que yo quiero ir siempre, por la abundancia de perroflautas y colgados que los pueblan (y porque allí se encuentra una de las pocas tiendas de la ciudad en las que se puede comprar El País), nos sumergimos en la acostumbrada fauna mancuniana: un homeless que lee poesía (reconozco, en passant, las líneas truncadas de los versos, y recuerdo a otro, en Londres, que leía a William Blake); un travesti sesentón, con peluca, un body negro ceñido, piernas peludas, zapatos de tacón y bolso en el antebrazo, que pasa con aire ausente; y los Piccadilly Rats, un grupo de músicos callejeros octogenarios que arrastran en las chupas llenas de chapas y en las greñas supervivientes el olor —algo rancio ya— de Mánchester, capital del pop rock, en los 80 y 90. En Arndale, el principal centro comercial de la ciudad, visitamos la tienda de Nespresso para proveernos de cartuchos de café. Nos obsequian, como siempre, con una taza de café, que yo elijo kazaar, el más fuerte del catálogo; y, sí, es fuerte —de hecho, se me encoge el píloro—, y todo esto es muy pijo, pero me encanta. Salimos y llamamos un uber. Llega en dos minutos. En Barcelona, hay que pedirlos con una hora de antelación (aunque leí la semana pasada que un tribunal había anulado la ordenanza que lo establecía así; ahora quizá el ayuntamiento recapacite y solo exija que se pidan con cincuenta y cinco minutos de antelación). El uber nos lleva a Didsbury, un próspero suburbio de Mánchester, donde Ángeles tiene hora en la peluquería. Mientras María —una valenciana que ha tenido tiendas de moda en varias ciudades del mundo, pero que ahora ha de cortar el pelo de las inglesas para sobrevivir— se encarga de cortar, lavar y fijar, yo me acerco a la charity shop de Oxfam, en la calle principal, a ver libros. Por desgracia, no encuentro nada. Vuelvo a la peluquería y me siento a esperar en un sofá cuyas entrañas deben de ser el patio de Monipodio de los muelles. La dueña me pregunta qué quiero beber y, aunque me gustaría decirle que un chivas regal 18 con hielo, la educación se impone y le contesto que un vaso de agua. Me lo trae, pero se ha quedado insatisfecha. Cinco minutos después ofrece a todos los clientes —y al único acompañante presente, yo— una copa de vino blanco, frío e italiano. No es un chivas regal 18, pero mejora enormemente al vaso de agua. La inclinación de los mancunianos, y de los ingleses todos, por los alcoholes es proverbial. A la salida de la pelu, vemos un cartel que anuncia el Didsbury Gin Festival, el festival local de la ginebra, con gran aparato de catas y celebraciones. Ya es hora de comer, y decidimos hacerlo en un restaurante palestino cercano, el Baity. Nunca he comido en un palestino. Me gusta que dentro del local haya un olivo, un olivo entero, con su tronco, sus ramas y sus hojas. No me gusta, en cambio, que no sirvan alcohol. Los musulmanes no saben lo que se pierden. El local es agradable, salvo por el desagradable pitido del semáforo que está justo al lado, que suena cada dos minutos. También suena, en el hilo musical, el Despasito en árabe. Al camarero palestino que nos atiende, supervisado de cerca por un encargado inglés, le pedimos humus, falafel y maqlaba, un arroz con cordero que nos saca de todas las melancolías, y, de postre, un té a la menta, cuyas hojas ha de ir a buscar a algún sitio el supervisor inglés. Hemos tenido que esperar un poco, pero no podremos decir que la menta no sea fresca. Al servírnoslo, nos pregunta de dónde somos. Cuando le decimos que españoles, pero que Ángeles vive aquí, le desea buena suerte. Y, mientras todo esto sucede, recibo un guasap de una amiga con la noticia de que los españoles son los europeos que más se masturban: el 93% de los adultos de esa nacionalidad lo hace, frente al 91% de los ingleses, precisamente, y el 89% de los franceses. Me cuesta mantener la seriedad mientras le pido un poco más de pan al camarero. Pero celebro la estadística: como dice Woody Allen, masturbarse no deja de ser hacer el amor con quien más quieres. A la salida del palestino, volvemos a pasar por Oxfam para que Ángeles compre un tope para puertas (y yo vuelva a rebuscar entre los libros, de nuevo infructuosamente). Se hace con un pingüino simpático, pero, como corresponde a su oficio, muy pesado, que llevaré caballerosa y abnegadamente en la mochila, con los también onerosos cartuchos de café de Nespresso, el resto del día. Paseamos luego por el parque de Didsbury, que no es muy grande, pero sí muy verde: el sol, que asoma ahora, tímido, enluce la hierba de un fulgor de esmeralda. Hay niños en las áreas de juegos —somos capaces de reconocer a los hijos de españoles por un algo en las facciones y el modo de moverse y la forma de vestir, y comprobamos que lo son cuando se acercan a sus padres y les oímos hablar en castellano— y mayores tumbados en la hierba: cuando sale el sol, en Inglaterra la gente corre a bebérselo en el césped, como grandes babosas que no se secaran, sino que resucitasen con sus rayos. Vamos ahora a la estación del tranvía, que nos llevará a Chorlton, otra área suburbana de Mánchester, donde nos han invitado a una fiesta de cumpleaños. De camino, reparo en el anuncio de una sangüichería, donde se ve una esquina de un jugoso bocadillo, con la siguiente leyenda: Always look on the bite side, y aplaudo que los Monty Pyton y su inconmensurable La vida de Brian sigan iluminando la vida de este país, después de tantos años, aunque sea con efectos publicitarios. Llegamos a Chorlton tras un corto viaje en tram. En la zona residencial donde viven los amigos de Ángeles, las casas alcanzan la categoría de casazas. Abundan los bares y pubs con terrazas, llenas de parroquianos que trasiegan grandes cantidades de cerveza. También vemos, en un parque, una fiesta de la sidra y la cerveza. Hay que pagar por entrar, y está concurridísima; abundan los niños. No es de extrañar que, en lugar tan acomodado y proclive a la borrachera, viviese diez años George Best, aquel inenarrable jugador norirlandés del Manchester United, probablemente el mejor extremo de la historia del fútbol, que resumió así los avatares de su vida: "He gastado mucho en bebida, mujeres y coches caros; lo demás lo he dilapidado". También reveló sus intentos de desengancharse del alcohol: "Una vez dejé de beber: fueron los peores 15 minutos de mi vida". No es extraño que tuvieran que trasplantarle el hígado y que muriera, con 59 años, a causa de los fármacos inmunodepresivos que había de tomar. Uno de los locales chorltonianos que dejamos atrás, The Inn in the Green [pronúnciese di in in de grin: la posada del prado], precede a un antiguo cementerio cuyas lápidas han sido recolocadas para formar el camino y los escalones de paso, que conduce hasta una de las entradas de Ivy Park, la gran zona boscosa del lugar, mucho mayor que el parque de Didsbury. La vegetación es aquí espesísima y muy rica. La corta un arroyo de aguas cantarinas, del que no nos apartamos. Por desgracia, entre la espesura también abundan las ortigas, y yo, que no pierdo ocasión de estropear un paisaje bucólico o una situación idílica, golpeo sin darme cuenta una mata de urtica dioica. Ángeles me recomienda meter la mano en agua para aplacar la irritación, pero las probabilidades de que, al bajar por la ladera fangosa hasta el arroyo, resbale y ruede hasta meter en el agua no solo la mano, sino el cuerpo entero, son muchas. Decido, pues, ser prudente y aguantar el escozor. Llegamos, por fin, a casa de Devan, el sudafricano cuyo cumpleaños va a celebrar su grupo de amigos. Ángeles y yo somos, con diferencia, los mayores de los congregados. No conozco a nadie, y eso me incomoda. Además, la fiesta exige que todos permanezcamos alrededor de la mesa de la comida, y, tras la caminata que llevamos, seguir de pie se me hace doloroso, un dolor que se suma al que siento en la mano. La pitanza no está mal —la tortilla de patatas, que ha preparado uno de los muchos españoles que integran el grupo, es excelente; la gran cuestión que debería resolverse, en lo atinente a la tortilla de patatas, no es si ha de llevar cebolla o no, un asunto baladí, a mi juicio (está claro que con cebolla es mucho más sabrosa), sino si ha de ser jugosa o cuajada, y esta está deliciosamente deshechita—, pero yo aún estoy digiriendo el maqlaba del palestino, así que apenas encuentro satisfacción en ese apartado de la reunión. Y tampoco bebo demasiado, pese a la insistencia de Devan, que reparte tequilas con la liberalidad con que debía de tomárselos George Best: el demasiado alcohol por la noche me da una acidez insoportable. Queda, pues, la conversación, pero la conversación, dispersa y deshilachada, tampoco cuaja, y no por la falta de interés de los contertulios —muy cosmopolitas todos: el que menos, ha vivido en dos continentes y habla tres idiomas; hay dos astrofísicos, varios médicos, un geólogo, una profesora universitaria...—, sino por el ritmo que impone la celebración, brincante y, a la vez, algo envarado. Como somos los séniores del grupo, nos sentimos autorizados a ser los primeros en retirarnos. Lo hacemos con discreción, repartiendo besos aquí y allá. Y volvemos a casa, cansados y moderadamente satisfechos, aunque no haya sido la mejor fiesta de cumpleaños de nuestra vida.
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