Nunca he estado en un museo de la policía. Acudo al que se encuentra en Newton Street, muy cerca de nuestra casa en Mánchester, para enterarme de qué es eso de un museo de la policía. Pero debo hacerlo esta misma mañana: solo abre los martes —y hoy lo es—, de 10.30 a 13.30 h. La limitación horaria parece ser su primera característica; la segunda, el mantenimiento de las antiguas instalaciones, como es tradición en la Gran Bretaña, que primero fueron comisaría y luego sede de la policía de la ciudad y su conurbación. Estuvieron en funcionamiento desde 1878 hasta 1979 y solo dos años más tarde se convirtieron en el museo que hoy es, de entrada gratuita. El lugar no es muy grande. Tiene cuatro espacios bien delimitados. En los dos primeros se expone el material de la policía, tal como ha evolucionado históricamente: desde porras (en inglés, truncheons), pequeñas (para las agentes: durante mucho tiempo, las mujeres policía no podían utilizar las defensas de sus compañeros varones, sino otras más reducidas y casi ornamentales), grandes y extragrandes —como las de los policías a caballo, largas, rectas y sobrecogedoras, que en España se llamaban, en tiempo de los grises, "vergas de toro", por razones obvias—; cascos, los clásicos, cupulares, del bobby inglés, y también uno rosa y de lentejuelas, muy estimulante, usado para recrear el mural de Bansky Kissing Coppers (aquel de los dos polis, uno de ellos barbado, abrazados y morreándose) en el Día del Orgullo Gay de Mánchester en 2016; chalecos antibalas, la armadura de los policías de hoy; y las carracas que se empleaban para pedir refuerzos antes de que se generalizase el silbato, y que tienen un sonido muy potente y desagradable. Y, si todo esto ha formado parte del equipo de la policía desde el siglo XIX, el museo también expone el armamento usado contra ella, y que es aún más espantoso que el suyo: katanas, nutchakos, mazas (de bola con pinchos), machetes que le rebanarían el cuello a un elefante, rifles de dos cañones con los que podrían cazarse osos, puños americanos, bolas de billar —que son unos proyectiles temibles—, ballestas, estrellas ninja, dardos de bar, con los que puede sacarse bonitamente un ojo o perforar un testículo, y sword sticks o bastones que ocultan espadas (como el que utilizaba Sherlock Holmes, pero ahora en manos de los malos). También se exhiben algunos de los artilugios con los que un malo ha intentado atacar a otro malo, como la trampa que preparó un hijo contra su padre, consistente en un madero con clavos colocado encima de una puerta, de modo que, cuando la víctima la abriera, el trasto cayese y le golpease en la cara (algo parecido a lo que nosotros les hacíamos, con las papeleras del colegio, a algunos de los novicios que nos daban clase, pero con muchísima peor intención). De hecho, según informa la cartela, la trampa funcionó, pero el padre no quiso denunciar a su hijo. Lo que no dice el rótulo es cómo le quedó la cara. En un rincón se ha reproducido también el despacho típico de un inspector jefe (la detective inspector's office). Hay un cenicero lleno de colillas y un teléfono de baquelita negra encima de la mesa, y un sombrero y una gabardina beis y arrugada colgados de una percha detrás del asiento, entre muchos archivadores y papeles. Estos elementos no sorprenden: los hemos visto muchas veces en las películas de Hollywood. Pero sí llama la atención la botella de whisky que el inspector estaba autorizado a tener en su despacho "para ofrecer a las visitas", aunque siempre apartada de la vista; por eso aparece guardada en un cajón. Aunque el licor era un agasajo, o acaso un tranquilizante, para los comprensiblemente agitados denunciantes o víctimas de un delito, supongo que también tranquilizaba al inspector. El hecho de que el whisky fuese una presencia normal en una comisaría de policía me lleva a recordar que en el Parlamento de Westminster está prohibido comer y beber, con la excepción del Ministro de Hacienda, que puede tomarse una copa en la presentación del presupuesto, supongo que para hacer más llevadero el angustioso trance. La relación de los ingleses con el alcohol ha sido siempre así de fluida. En el patio central de la antigua comisaría hay una breve —por razones de espacio— representación de los coches y motos empleados por la policía, y, en un rincón, una vitrina con una magnífica colección de cochecitos de policía de juguete, que amplía la perspectiva que se tiene de los vehículos policiales y pone una nota de humor en el conjunto. Paso a continuación a las dependencias de la antigua comisaría, conservadas tal como se mantuvieron hasta 1979. Un bobby jubilado y voluntarios entusiastas nos explican cómo funcionaba el cuartelillo —hasta 1972, los comerciantes de la ciudad dejaban cada noche las llaves de sus negocios en una caja que se custodiaba aquí, y volvían a recogerlas a la mañana siguiente; por otra parte, era normal que la gente asaltase las comisarías para liberar a los presos, si consideraban que no debían estar allí: por eso dirigen nuestra atención a los enrejados interiores que fungen de segunda e infranqueable contención tras las puertas de entrada— y, después, me entretengo en las celdas (qué rara suena esta frase), constatando su exigüidad, su grisura y, en definitiva, su sordidez: a los presos se les proporcionaba una sola manta, lo que en Mánchester, en invierno, no auguraba una noche tranquila; en el catre no había almohada, sino solo una elevación de madera, que debía de martirizar el cuello; y la cadena del inodoro se tiraba desde fuera, para lo que el preso debía apretar un botón y esperar a que un policía fuese a librarlo de lo evacuado, una tarea que también debía de ser muy agradable para el propio bobby. En las paredes de las celdas se informa a los visitantes del derecho penal que se ha aplicado en la Gran Bretaña a lo largo de la historia y se proporcionan algunos interesantes, aunque estremecedores, datos sociológicos. En 1810, por ejemplo, 220 delitos implicaban en este país la pena de muerte, entre ellos el robo del correo y la falsificación de moneda. Las ejecuciones fueron públicas hasta 1864 (las ejecuciones públicas siempre me recuerdan aquella novela de Baroja en la que alguien, entre la masa de asistentes a una de ellas en una plaza española, grita, enfurecido por que no le dejan disfrutar del espectáculo: "¡Que no se ve!") y el último ahorcamiento se produjo en 1964, en Mánchester, precisamente. Pero, antes de llegar a la death penalty, los británicos conocieron muchos otros castigos terribles: a los jóvenes que cometían delitos menores se les azotaba con ramas de abedul —de las que se exhibe un turbador ejemplo en la pared—, porque desde la Edad Media se creía que el abedul arrancaba los malos espíritus (además de la piel y la dignidad del azotado); a los reos de determinados crímenes, como la receptación, se les deportaba hasta 14 años a las colonias, donde cumplían trabajos forzados, y se les colgaba si quebrantaban la condena y volvían a Inglaterra; y a los perjuros, sediciosos y, en general, vagos y maleantes se les ponía en la picota (seguro que hoy, en España, no faltan a quienes les gustaría que se recuperara ese castigo para el delito de sedición). La lista es larga y deprimente. Salgo aliviado de las mazmorras y visito la última dependencia del museo, una sala de justicia, en el piso superior, custodiada (y explicada) por un policía retirado, vestido con casco y uniforme de gala, al que la jubilación ha sentado de maravilla: está orondo. La sala, clara y austera, no se encontraba en este edificio, sino en otra comisaría de la ciudad. Hace algunos años, se decidió trasladarla a la sede del museo para que completase la visión de la justicia que se ofrecía a los ciudadanos. Y vaya si lo hace: luce el severo rigor de la ley inglesa. Su ubicación, en el piso de arriba, justo encima de las celdas, es una acertada metáfora del funcionamiento de las normas: la condena lo hace caer a uno desde el espacio de la luz al pozo del encierro. Reparo, en una mesita situada delante del banquillo de los acusados (que no es, en realidad, un banco, como en los juzgados españoles, sino un pequeño estrado individual), en un librito que recoge las fórmulas de juramento admisibles según la religión del procesado: aquello de "Juro por Dios decir la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad", que tantas veces hemos escuchado en las películas, con una mano sobre la Biblia, se adapta a la fe de cada cual, con igual validez jurídica: hasta los rastafaris tienen su propia declaración; y los ateos, que siempre han sido muy pejigueros, deben afirmar que "dicen la verdad, solo la verdad, etcétera". Aquí te podían mandar media vida a Tasmania a picar piedra, pero habría sido una tropelía incalificable obligarte a jurar por un Dios que no era el tuyo. Me voy, por fin, del museo, algo desilusionado por que aquí no haya fantasmas, como en Denton, otra comisaría de Mánchester, donde constan tres avistamientos, dos de policías de servicio y otro de una paseante que se asomó por una ventana. Hay razones más que sobradas para que aquí vivan almas en pena.
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