Salgo a pasear. Me he pasado escribiendo todo el día y lo necesito: me cruje la espalda. Al bajar a la calle, me sorprende el gentío que se amontona en una esquina, pero más me sorprende aún el helicóptero que ha motivado la montonera. Es de emergencias médicas, amarillo. El color de estos aparatos se decidió mucho antes de que a algún publicista avispado se le ocurriera identificarlo con el independentismo. No cabe, pues, protestar, aunque la coincidencia seduzca a quienes los imaginan lazos alados, pájaros que inscriben en el cielo el desiderátum de la república catalana (entre los cuales se sentirá especialmente satisfecho mi vecino de la casa de enfrente, que tiene desplegada en el balcón, desde hace casi dos años, toda la parafernalia del separatismo: esteladas, lazos, pancartas a favor de los presos políticos y la libertad de expresión...). El helicóptero es enorme: parado en el asfalto, parece un extraño saurio, con tronío, elegante. A su alrededor corretean mozos de escuadra y el personal paramédico, enfundado en chillones monos naranjas (un color que no complacerá nada a mi vecino reivindicativo). Hay cinco o seis coches de policía, y un guardia municipal reparte silbatazos para ordenar un tráfico colapsado. Hay hasta un agente forestal, que habrá acudido, supongo, para proteger a los árboles —una frondosa encina ocupa el centro de la rotonda— de las maniobras del autogiro. Por fin llega una ambulancia, con las luces desaforadas, que trae al infartado. Porque eso es lo que ha pasado, según revela un mozo: alguien —un hombre, creo advertir, cuando lo bajan en camilla— ha sufrido un infarto y ha de ser evacuado. ¿Por qué lo han de trasladar en helicóptero y no en la propia ambulancia? Quizá en coche habría llegado ya al Hospital General de Cataluña, que está a tiro de piedra, o a la Mutua de Terrassa, que dista apenas 14 kilómetros de Sant Cugat. El despliegue de medios es apabullante, como el follón. Además de los coches y el helicóptero, al menos una docena y media de trabajadores públicos se aplican al rescate del infartado, y uno desearía que semejante derroche, encomiable, se aplicara siempre que la gente necesitara socorro: que recibieran una ayuda equivalente los ancianos que viven solos, y cuya vida —por caídas, accidentes y dolencias— está en peligro a cada momento; los dependientes que no reciben las prestaciones a que tienen derecho por la parálisis de la administración y la insuficiencia de los recursos (que se destinan a otras cosas); los pobres que, con sus familias, sufren frío en invierno y calor en verano, y que apenas tienen para comer; los que atestan los pasillos de urgencias y mueren en ellos; los parados que lo son desde hace años, desesperados y, a veces, suicidas; los desahuciados, también desesperados y también suicidas. El helicóptero despega por fin con gran algazara del público. Del bosque de cabezas emergen las ramas de las manos, rematadas por los móviles que captan el ascenso vertical del aparato y luego su desaparición horizontal en busca de la UCI donde revivir al enfermo. En ese instante, como si alguien hubiera apretado un botón, la muchedumbre empieza a disgregarse, aunque solo para reintegrarse en la otra muchedumbre que atesta el Parc Central. Entonces caigo: hoy es la fiesta mayor del pueblo (curiosamente, los que vivimos aquí seguimos pensando en Sant Cugat como en un pueblo, pero tiene 90.000 habitantes, casi la misma población que la ciudad de Cáceres) y, en fiestas, el ayuntamiento instala cada año una zona de celebración —y, ay, de música— en el parque. Cientos de personas están sentadas o tumbadas en la hierba, devorando las hamburguesas, crepes y helados con que los despluman los chiringuitos concesionarios. Quizá sea el precio de estas dudosas viandas lo que le haya causado el infarto al hombre del helicóptero. O su calidad. Dejo atrás el hormiguero enguirnaldado del parque —cuya soledad es reparadora: cuánto la añoro— y me dirijo al centro: me apetece estirar las piernas y asestarme un granizado de limón muy grande en mi horchatería de siempre; hoy ha hecho un calor saharaui. Me cruzo con una, dos, tres, muchas adolescentes —y no tan adolescentes— vestidas (es un decir) con un uniforme reglamentario de las adolescentes: un top o camiseta hiperbreve y unos shorts más breves todavía, de esos que uno teme que seccionen la femoral de la portadora. Hace mucho calor, es verdad, pero no sé yo si pasearse prácticamente desnudas por la calle contribuye a la disminución de la temperatura. Me pregunto también por qué son las mujeres, sobre todo, las que consideran adecuada, y hasta deseable, una exposición tan hiperbólica del cuerpo en público, y no los hombres. No veo a jóvenes exhibiendo los músculos, o lo que sea, en camisetas de tirantes, ni ciñendo la entrepierna con calzones ajustados. Bueno, sí, alguno hay, pero todos responden a un mismo patrón: tatuajes, cigarrillos, pendientes, aspecto general de macarra. Si estuviéramos en El Salvador, serían miembros de una mara; en España, parecen integrantes de alguna comunidad carcelaria. Las mujeres siguen haciendo valer el cuerpo para afirmarse ante sí mismas y ante los demás; el cuerpo sigue siendo, en su caso, un activo social. Y, de ser mujer, no estaría muy seguro de que esta desparpajada afirmación de autonomía, de libertad personal, no sea una nueva imposición del patriarcado, que obliga a la mujer a someterse a su mirada, al papel que esta mirada le asigna; como las moras, que se tapan para no excitar la lujuria del varón, pero al revés. Cuando llego a la horchatería, la dependienta que me atiende —una de las trabajadoras temporales que los dueños contratan cada verano para hacer frente al tropel de público que acude a abrevar— luce otra de las fachadas habituales de las hembras hodiernas, en este caso compartida con los machos: los tatuajes. Tiene todo el brazo izquierdo y el antebrazo derecho tatuados. En aquel se ha hecho pintar plantas y flores: la piel le estalla de rojos y verdes. El brazo parece una rama florida, atravesada por tallos y estambres, por raíces y lianas. En el antebrazo reconozco un escarabajo y algo semejante a una cara, aunque no puedo precisarlo: lo mueve con rapidez para servirme el granizado y los perfiles se desdibujan. Me entrega el producto con una sonrisa. Es guapa y tiene la piel, la que no está ocupada por los arabescos de tinta, muy blanca. Un poco más abajo de la horchatería se abre la gran boca de la plaza del monasterio. Las puertas de la iglesia se mantienen cerradas. Las flanquean dos gigantes, que habitualmente se exhiben en el claustro del templo, y que los munícipes han dispuesto hoy como centinelas de la religión. El gigante luce chaquetilla, faja y, por supuesto, barretina (muy larga: le llega casi a los pies que no tiene), y la giganta es la pubilla, la hija de la casa, con rejilla en el pelo y muchos volantes por un cuerpo, a diferencia de las herederas de hoy, completamente tapado. A ambos les han puesto un lazo amarillo en el pecho: son gigantes independentistas. En los jardines del monasterio hay otra muchedumbre. Esta contempla las evoluciones de una danza tradicional, que bailan, por parejas, los vecinos. Aunque son evoluciones lánguidas: las parejas dan vueltas sin prisa. Los hombres se limitan a girar, pero las mujeres sueltan abanicazos en el aire. Eso es todo, que yo sepa. No llevan trajes típicos, aunque sí, muchos, lazos amarillos, que ya están en camino de convertirse en el nuevo traje típico. Al fondo tocan los músicos en un estrado de madera: reconozco el repique del tamboril y los agudos de la tenora. Pero los bailes tradicionales me dan sueño, así que opto por seguir mi camino. En los jardines queda el montón de gente que asiste, entusiasmada, aunque con un entusiasmo silente, al frenesí del folclore. En realidad, gente hay por todas partes: las calles están llenas. En algunas, han dispuesto largas mesas en la calle para que los vecinos cenen a la fresca. Los platos de plástico, con pan con tomate, fuet y butifarra, esperan a los comensales. (Estoy tentado de pillar una longaniza, que está diciendo "muérdeme", pero me abstengo: los embutidos poderosos me son pesados por la noche y, además, no pegan con el granizado). Busco un itinerario menos populoso, pero me es difícil encontrarlo: todo está invadido. En las plazas se reparten los diferentes grupos musicales contratados por el ayuntamiento para amenizar la velada: un poco de rock catalán aquí, algo de pop, también catalán, allá, una pizca de salsa acullá (la comunidad hispanoamericana es importante en Sant Cugat: cuidan ancianos, friegan casas, limpian váteres, en fin, como en todas partes). Lo que no oigo por ningún lado es flamenco; y de Julio Iglesias o Raphael tampoco hay noticias, alabado sea el Hacedor. Vuelvo a casa despacio, disfrutando del lentísimo ensombrecerse del aire. A la entrada del Parc Central paso por delante de las piscinas municipales, que hoy han aparecido en el Telediario del mediodía como ejemplo de una de las medidas que han tomado los consistorios de Cataluña para combatir la ola de calor: permitir la entrada gratis. Ah, los consistorios siempre velando por nuestro bienestar. Aunque pienso que, si en un día normal estas piletas están siempre abarrotadas, hoy parecerán una olla de lentejas. En el parque, sigue el jaleo. Una red multicolor de bombillas verbeneras cubre el mar de cuerpos y el archipiélago de los puestos de comida. En varios lugares se han instalado fuentes móviles, que no son sino una sucesión de grifos bajo la leyenda "¡Hidrátate!". Antes se decía "¡Bebe!", que quizá sea más fácil de comprender, pero ahora se prefiere "¡Hidrátate!", que tiene muchas más sílabas y parece más científico. Huele intensamente a carne: a carne humana y a carne asada. Me retiro por fin a la paz del hogar, aunque sé que lo peor está por llegar. En las fiestas, lo peor siempre llega por la noche. Hay programado un concierto. Por suerte, esta vez no será justo delante de mi casa, como otros años, sino algo más allá, delante de la casa de otros. En España no hay fiesta si no hay ruido. Es una seña de identidad.
《 Escribo para entender la vejez》. Antonio Gamoneda.
ResponderEliminarMuy buenas tardes, Eduardo.
Besos.
Mis shorts y yo te decimos que no, Eduardo, no estamos plegándonos al papel que el patriarcado (sea eso lo que sea) quiere asignarnos. Nuestros padres nos impidieron llevar las escuetas minifaldas que nos gustaban, los novios y maridos torcieron el gesto cuando nos quitamos el sostén en la playa (por cierto, me parece estupendo que la Trump prescinda de él cuando le dé la santa gana). Ahora, afortunada y gozosamente, disfrutamos del contacto de las costuras en la zona que más nos place de nuestras carnes; las más "suertudas" se encandilan con sus propios escotes y sin necesidad de espectadores. El cuerpo femenino tiene una dimensión distinta al del hombre, tal vez porque engendramos, cobijamos, parimos y amamantamos (o tenemos posibilidad de hacerlo); la naturaleza nos hizo dueñas de un regalo poderoso y considero esencial conocerlo, apoderarnos por completo de él y darle el protagonismo que se merece.
ResponderEliminarUn beso feminista.