El género literario de la fábula tiene 4.000 años de antigüedad, según las últimas investigaciones: es uno de los artefactos narrativos más antiguos que conocemos. Y ha sobrevivido hasta nuestros días, lo que tiene mucho mérito: quiere decir que no ha dejado de ser útil, y que hoy todavía lo es. Su presencia en la literatura actual, sin embargo, no es posible sin transformación o parodia: una forma tan reglada —y tan limitida a un fin didáctico, es decir, moralizante— no cabe en la sociedad posmoderna a menos que se la aligere de certezas y se la dote de un espíritu menos taxativo, se la vuelva permeable a una realidad cartilaginosa y movediza. Eso hacen el poeta Daniel Samoilovich y el dibujante Eduardo Stupía (ambos nacidos en Buenos Aires, en 1949 y 1951, respectivamente) en El libro de las fábulas y otras fabulaciones (Pre-Textos, 2022), con el que, aunando palabra e imagen, texto e ilustración, fraguan un magnífico artilugio literario —y también un persuasivo objeto artístico—. Las fábulas de este libro respetan las reglas fundamentales del género: sus protagonistas suelen ser animales que obran y hablan (y hasta escriben, como las orugas de la 29); el asunto resuelve, a menudo, un dilema moral; y muchas concluyen con la tradicional moraleja: «Esta fabulita nos enseña…», gusta de concluir Samoilovich (aunque, en la 48, la frase se complete así: «…algo importante, aunque no sepamos qué»). Sin embargo, todas ellas reniegan de lo previsible, practican la desacralización y celebran el humor. De hecho, cabe ver El libro de las fábulas… como una obra humorística, como una recopilación de facecias, algunas irónicas, otras disparatadas y casi todas surrealistas. Samoilovich (y Stupía por la parte que le toca) pertenece a una estirpe de escritores juguetones, como el hispano-mexicano Gerardo Deniz, el argentino Oliverio Girondo, el chileno Nicanor Parra o los españoles Ramón Gómez de la Serna, Carlos Edmundo de Ory y Rafael Pérez Estrada; y también el inglés Lewis Carroll, las peripecias de cuya Alicia, con sus rompecabezas lógicos y sus paradojas —o parajodas, que decía Cabrera Infante—, han influido sensiblemente en El libro de las fábulas…: autores que gozan con la multiplicación del ingenio, con el quebrantamiento festivo de lo sabido o lo esperado, con la iconoclasia no meramente destructiva sino también inteligente, con el placer avasallador de la invención. Su literatura es lúdica y gozosa, e induce al lector a un estado de grave ligereza, de sonrisa legítima y efervescencia bien articulada. «Las opiniones de X acerca del asunto Y me parecen inteligentísimas; empero, sospecho de mi parecer, porque mis propias opiniones referentes al asunto Y coinciden con las de X», leemos en la fábula 4.
En fábulas, algunas largas, otras muy breves (de una línea, incluso: cercanas al aforismo), algunas —la mayoría— en prosa, otras en verso, estas con aire de tonadillas populares (aunque utilice metros poco populares, como el alejandrino), Samoilovich y Stupía lo critican casi todo: a los dioses, en particular, y también a sus brazos armados, las religiones; a los poderosos —otra forma de divinidad—; a los pedantes; a la Argentina (que, en la 171, desobedeció el mandato divino de que no hubiera acoplamientos en el Arca de Noé, para evitar crisis de superpoblación o «historias de swingers y los consiguientes culebrones de celos y venganzas», pero a la que Dios no castigó de ningún modo, «juzgando que en su propio pecado tenía castigo suficiente»); y, con especial saña, cumpliendo el deber de flagelarse uno mismo a la vez que flagela a los demás, a la poesía y los poetas. En la 234, le preguntan a un escritor cuál considera que es el mejor escritor vivo de su país. Al letraherido se le nubla la mente, se le traba la lengua y se le contrae el rostro, pero no se atreve a dar la respuesta que le grita el cerebro: «¿Por qué me pregunta eso, so imbécil, canalla? ¿No me ha leído, acaso?».
El libro de las fábulas… tiene a la historia y a la cultura como materias principales del libro: los autores se inspiran, reescriben, traducen o ponen cabeza abajo (o boca arriba) hechos históricos o artísticos, como en la estupenda fábula 31, en la que aparecen Monterroso y su dinosaurio, Borges y la mariposa de Chuang Tzu, y también el último hombre sobre la Tierra, destruida por un cataclismo irreversible, que recibe una llamada telefónica: es una grabación que le ofrece una lavadora semiautomática en veintisiete cuotas al 45% de interés anual. Sobre esta base tumultuaria, El libro de las fábulas… se erige en múltiples obras: es una actualización de la mitología —sobre todo, la griega y la bíblica—, a la que recurre a menudo para proveerse de personajes o conflictos; tiene algo de ensayo filosófico, aunque burlón, fragmentario y azaroso («—No puedo contarte ahora —dijo la Duquesa— por qué es el Ser y no más bien la Nada […] Ah, ya lo recuerdo: lo que pasa es que si fuera la Nada, no habría nadie para hacer la pregunta»); es un compendio de curiosidades, reales o inventadas, al modo de aquellas antiguas lecciones de cosas, pero ahora engrosadas en este vasto conjunto de 237 fábulas; es un bestiario, en el que aparecen seres existentes y otros fantásticos, de regusto no necesariamente medieval, sino también contemporáneo, como los plon-chargeurs, unos monos pequeños que comparten con el hombre el 91% del ADN y el 9% restante «con el revólver pimentero Lefacheux de seis tiros y disparador plegable»; y es, en fin, un tratado de poética, en la que se airean dudas literarias o se formulan principios estéticos, con sorna, como siempre: «(…) Estando preso Danton observó (…) que el verbo “guillotinar” no se puede conjugar en primera persona en el pasado perfecto de la voz pasiva. Esta historieta enseña que la reflexión sobre el lenguaje puede ser un fruto obligado del ocio, pero nunca es ociosa; y que, eventualmente, no impide que uno pierda la cabeza», leemos en la 167. Samoilovich lleva a cabo esta reflexión lingüística con una prosa —y una poesía—, coherentemente con el sentido lúdico del libro, en la que abundan los juegos de palabras, algunos basados en la repetición: «Un diablo cayó al fuego / otro diablo lo sacó / y otro diablo preguntaba / ¿cómo diablos se cayó?», dice la 141, una cuarteta; y otros en el orden de esas mismas palabras: «“No quiero para mí nada que no quiera para los demás”, dijo el poeta Walt Whitman, de West Hills. “No quiero para otros nada que no quiera para mí”, replicó el autor. Puede parecer lo mismo, pero no lo es. El de Whitman es un programa para la santidad: el autor, en cambio, se contentaría con portarse decentemente», reza la 148.
Sin embargo, la comicidad de El libro de las fábulas…, con ser poderosa, es solo una coartada para la tristeza. Porque la oculta, la vuelve digerible, permite exponerla sin ñoñería ni acritud. Uno de los tres epígrafes del libro, del gran Arnaldo Calveyra, dice así: «Yo no bromeo, estoy hablando en serio, yo siempre hablo en serio, yo soy un niño…». Samoilovich y Stupía, aunque hablen en broma, también hablan en serio. En todo satírico —y muchas de estas fábulas son sátiras— hay alguien que se lamenta por la distancia que advierte entre el mundo real y su ideal ético, y que expresa ese lamento —y su frustración— con palabras cáusticas, mientras esboza una sonrisa amarga. En la 61, un faquir se fuma al Rey del Mundo —un habano— en el aeropuerto de Nueva York y tiene «una suerte de alucinación: (…) que el mundo era bello y tenía sentido: que es uno de los sueños más insensatos jamás soñados». El humor enmascara el dolor. Y aunque lo haga con tanta finura, chispa y naturalidad como en El libro de las fábulas y otras fabulaciones, ese dolor se percibe: hace que la broma abulte. Pero aun así nos reímos, porque reírse es una de las formas más humanas de sobrellevar la calamitosa condición humana.
[Este artículo se publicó en Letras Libres, nº 254, noviembre de 2022, pp. 52-53]
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