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Lo transcribo a continuación:
—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Se está volviendo Eduardo Moga un poeta popular en el sentido en el que él mismo lo afirmaba de José Agustín Goytisolo en una reseña donde expresaba que nunca quedaba claro si era un elegido o un reproche y que era una especie de dorada medianía: alguien al alcance de los menos educados, pero a quien los cultos no rechacen?
—EDUARDO MOGA: Todo escritor quiere ser más leído, es decir, leído por más gente, y el que diga otra cosa (aunque lo racionalice: la inmensa minoría; con un lector me basta, o con ninguno; yo solo escribo para mí; etc...) miente. Yo no soy una excepción. Sin embargo, también me gusta, y quizás prefiero, ser bien leído, es decir, que esos lectores que me lean, pocos o muchos, me lean bien. No me interesa, pues, un público masivo (que la poesía, por otra parte, difícilmente tiene), sino un buen público, compuesto por buenos lectores; y si es numeroso, pues mejor. Si me convirtiese en un autor «popular», siempre tendría la sospecha de haber hecho algo mal.
—ECP: Con la lectura de Hombre solo tengo la sensación de pasear por una gran avenida, por un paisaje urbano a última hora del día o primerísima hora, cuando aún la luz no imprime un halo de esperanza. ¿Qué importancia tiene el paisaje, el medio, en su poesía? ¿O tal vez, se me ocurre, sea tan solo una especie de espejo velazqueño en el que se mira o necesita mirarse?
—EM: Muchos de los poemas de Hombre solo han nacido —en la mente, en la sensibilidad; la escritura viene luego— en largos paseos dados en la ciudad donde vivo a última hora de la tarde, con el ocaso o la primera noche. Ha sido siempre mi hora preferida del día. Constituye el marco adecuado para el ejercicio de la melancolía, la busca de consuelo o la liberación del yo, cosas que a menudo, en mi caso, van juntas. El paisaje siempre es fundamental en mi poesía —un paisaje cósmico o local: da igual el tamaño—, porque conjuga la existencia objetiva del mundo con la existencia subjetiva del yo. El paisaje son las cosas de la realidad, pero también las cosas de la conciencia. El ser se proyecta, en él, en todos los seres, y yo me siento abrigado por lo que veo y por lo que eso que veo me hace sentir. El paisaje me proporciona estímulos y me aporta certidumbres en las que apoyarme, aunque sean pasajeras: no soy solo la nebulosa de la interioridad, con su amalgama de sentimientos y fulguraciones, sino algo cierto, vecino del pájaro que pasa o del árbol que también pasa, algo material, tangible, que me ayuda a sobrevivir a los fantasmas interiores. Cuando paseo al atardecer, o en cualquier otro momento, me afirmo en el ser, pero, a la vez, me desprendo del yo, como de la piel de una serpiente.
—ECP: «Insisto en vivir. Y en morir». ¿De qué manera se integra la muerte en la vida?
—EM: Ya los estoicos supieron ver que la vida no es sino un morir constante, que la muerte está ínsita en la vida, y que la determina. Los existencialistas del siglo XX elevaron esa certidumbre a axioma. Desde el primer aliento estamos muriendo, y vivir es aprender a despedirse, hasta que llega la gran despedida, la despedida irreversible, la madre de todas las despedidas: la nuestra. Pero, si solo nos quedamos con esto, por determinante que sea, no disfrutaremos de la oportunidad que la muerte, no la vida, nos da: la de disfrutar todo lo que podamos del tiempo que se nos conceda; la de gozar del cuerpo, de la palabra, del arte. Y estas cosas son valiosas porque son finitas.
—ECP: ¿Qué hay de consuelo en articular el dolor? ¿O no hay consuelo?
—EM: Por supuesto que hay consuelo. El dolor articulado es menos dolor. Y la primera articulación consiste en decirlo: el dolor dicho es menos dolor. Y, para decirlo, antes hace falta pensarlo, aunque sea inconsciente o irracionalmente. El pensamiento es un bálsamo: identifica las realidades (a menudo a tientas, tropezando, equivocándose) y las desgaja de la confusión en que vivimos, de la confusión que somos. Ese solo acto sosiega. Ver las cosas fuera de nosotros, aunque sigan siendo nuestras, atenúa el peso del yo. Y ser menos yo es un gran alivio.
—ECP: En esa desposesión que se aventura en el libro no solo encontramos un vacío, una nada metafísica, por un lado, y física, por otro, con las alusiones a la edad y al paso del tiempo, sino también social, me parece leer, una exposición de la corrupción social. ¿Puede ser así o estoy intentando ver más de lo que hay?
—EM: La dimensión social está siempre presente en mi poesía. No deja de ser un aspecto del paisaje al que aludía antes. Soy incapaz de percibir lo que me rodea (y lo que bulle dentro de mí) sin atender a la imbricación de intereses contrapuestos que refleja (y, por lo tanto, de desequilibrios, de carencias, de injusticias) y sin formular un juicio ético sobre el ejercicio del poder. Aunque ese juicio ético no puede ser tético, es decir, no puede estar en la superficie del poema, como una bandera, sino que ha de subyacer en él, tiene que ser implícito. Tal como yo la entiendo, la poesía no puede desentenderse de la vida colectiva. Esa vida también forma parte de la que debemos exprimir antes de morirnos: también nos define, también nos condiciona, también somos nosotros; y también nos aporta infinidad de estímulos que asimilar y sobre los que reflexionar. Por desgracia, muchas de las cosas que nos llegan desde fuera son lamentables: demostraciones de la rapacidad y la estupidez del ser humano.
—EM: Esa nada no se encuentra: se posee. La arrastramos cada día. Vive con nosotros, en nosotros. Yo intento (d)escribirla para enajenarla y, por lo tanto, para dominarla, al menos lo suficiente para vivir sin angustia, o con una angustia tolerable.
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