jueves, 2 de febrero de 2023

Una entrevista en El Coloquio de los Perros

Hace unos días, Juan de Dios García, director de la revista digital El Coloquio de los Perros, me propuso hacerme una entrevista a raíz de la publicación —y de su lectura— de Hombre solo, y yo acepté con gusto. El redactor encargado de la tarea ha sido Antonio Aguilar Rodríguez, y el diálogo que hemos mantenido puede encontrarse aquí:

https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/entrevistas/eduardo-moga

Lo transcribo a continuación:

Me atrevo a lanzar unas preguntas a Eduardo Moga, autor de Hombre solo, publicado por Huerga & Fierro en su colección «El Rayo Azul». Se las lanzo en un sentido casi literal, porque lo hago a través de las redes digitales y con la connivencia de Juan de Dios García, uno de los perros que vela por esta casa. Y esto es lo que responde, incluso con un pequeño «zasca» al encontrar dos preguntas similares. Poco más debería añadir. Y, a modo de spoiler, me queda señalar que al leer sus respuestas sobre Hombre solo pienso lo hermoso que hubiera sido hacer la entrevista cara a cara.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Se está volviendo Eduardo Moga un poeta popular en el sentido en el que él mismo lo afirmaba de José Agustín Goytisolo en una reseña donde expresaba que nunca quedaba claro si era un elegido o un reproche y que era una especie de dorada medianía: alguien al alcance de los menos educados, pero a quien los cultos no rechacen?

—EDUARDO MOGA: Todo escritor quiere ser más leído, es decir, leído por más gente, y el que diga otra cosa (aunque lo racionalice: la inmensa minoría; con un lector me basta, o con ninguno; yo solo escribo para mí; etc...) miente. Yo no soy una excepción. Sin embargo, también me gusta, y quizás prefiero, ser bien leído, es decir, que esos lectores que me lean, pocos o muchos, me lean bien. No me interesa, pues, un público masivo (que la poesía, por otra parte, difícilmente tiene), sino un buen público, compuesto por buenos lectores; y si es numeroso, pues mejor. Si me convirtiese en un autor «popular», siempre tendría la sospecha de haber hecho algo mal.

—ECP: Con la lectura de Hombre solo tengo la sensación de pasear por una gran avenida, por un paisaje urbano a última hora del día o primerísima hora, cuando aún la luz no imprime un halo de esperanza. ¿Qué importancia tiene el paisaje, el medio, en su poesía? ¿O tal vez, se me ocurre, sea tan solo una especie de espejo velazqueño en el que se mira o necesita mirarse?

—EM: Muchos de los poemas de Hombre solo han nacido —en la mente, en la sensibilidad; la escritura viene luego— en largos paseos dados en la ciudad donde vivo a última hora de la tarde, con el ocaso o la primera noche. Ha sido siempre mi hora preferida del día. Constituye el marco adecuado para el ejercicio de la melancolía, la busca de consuelo o la liberación del yo, cosas que a menudo, en mi caso, van juntas. El paisaje siempre es fundamental en mi poesía —un paisaje cósmico o local: da igual el tamaño—, porque conjuga la existencia objetiva del mundo con la existencia subjetiva del yo. El paisaje son las cosas de la realidad, pero también las cosas de la conciencia. El ser se proyecta, en él, en todos los seres, y yo me siento abrigado por lo que veo y por lo que eso que veo me hace sentir. El paisaje me proporciona estímulos y me aporta certidumbres en las que apoyarme, aunque sean pasajeras: no soy solo la nebulosa de la interioridad, con su amalgama de sentimientos y fulguraciones, sino algo cierto, vecino del pájaro que pasa o del árbol que también pasa, algo material, tangible, que me ayuda a sobrevivir a los fantasmas interiores. Cuando paseo al atardecer, o en cualquier otro momento, me afirmo en el ser, pero, a la vez, me desprendo del yo, como de la piel de una serpiente.

—ECP: «Insisto en vivir. Y en morir». ¿De qué manera se integra la muerte en la vida?

—EM: Ya los estoicos supieron ver que la vida no es sino un morir constante, que la muerte está ínsita en la vida, y que la determina. Los existencialistas del siglo XX elevaron esa certidumbre a axioma. Desde el primer aliento estamos muriendo, y vivir es aprender a despedirse, hasta que llega la gran despedida, la despedida irreversible, la madre de todas las despedidas: la nuestra. Pero, si solo nos quedamos con esto, por determinante que sea, no disfrutaremos de la oportunidad que la muerte, no la vida, nos da: la de disfrutar todo lo que podamos del tiempo que se nos conceda; la de gozar del cuerpo, de la palabra, del arte. Y estas cosas son valiosas porque son finitas.

—ECP: ¿Qué hay de consuelo en articular el dolor? ¿O no hay consuelo?

—EM: Por supuesto que hay consuelo. El dolor articulado es menos dolor. Y la primera articulación consiste en decirlo: el dolor dicho es menos dolor. Y, para decirlo, antes hace falta pensarlo, aunque sea inconsciente o irracionalmente. El pensamiento es un bálsamo: identifica las realidades (a menudo a tientas, tropezando, equivocándose) y las desgaja de la confusión en que vivimos, de la confusión que somos. Ese solo acto sosiega. Ver las cosas fuera de nosotros, aunque sigan siendo nuestras, atenúa el peso del yo. Y ser menos yo es un gran alivio.

—ECP: En esa desposesión que se aventura en el libro no solo encontramos un vacío, una nada metafísica, por un lado, y física, por otro, con las alusiones a la edad y al paso del tiempo, sino también social, me parece leer, una exposición de la corrupción social. ¿Puede ser así o estoy intentando ver más de lo que hay?

—EM: La dimensión social está siempre presente en mi poesía. No deja de ser un aspecto del paisaje al que aludía antes. Soy incapaz de percibir lo que me rodea (y lo que bulle dentro de mí) sin atender a la imbricación de intereses contrapuestos que refleja (y, por lo tanto, de desequilibrios, de carencias, de injusticias) y sin formular un juicio ético sobre el ejercicio del poder. Aunque ese juicio ético no puede ser tético, es decir, no puede estar en la superficie del poema, como una bandera, sino que ha de subyacer en él, tiene que ser implícito. Tal como yo la entiendo, la poesía no puede desentenderse de la vida colectiva. Esa vida también forma parte de la que debemos exprimir antes de morirnos: también nos define, también nos condiciona, también somos nosotros; y también nos aporta infinidad de estímulos que asimilar y sobre los que reflexionar. Por desgracia, muchas de las cosas que nos llegan desde fuera son lamentables: demostraciones de la rapacidad y la estupidez del ser humano.

—ECP: ¿Ha encontrado al final de la escritura de este Hombre solo la nada plena que formula en «Pero no pasa nada»?

—EM: Esa nada no se encuentra: se posee. La arrastramos cada día. Vive con nosotros, en nosotros. Yo intento (d)escribirla para enajenarla y, por lo tanto, para dominarla, al menos lo suficiente para vivir sin angustia, o con una angustia tolerable.

—ECP: Una curiosidad de lector-escritor, ¿cómo escribe estos poemas enormes, extensos, sin caer en el prosaísmo y guardando siempre esa musicalidad tan devastadora y tan del lado de la poesía?
 
—EM: A mí me gustan los poemas fluyentes, que te arrastran como un río, y en cuya deriva puedes contemplar un paisaje cambiante, un mundo múltiple. Pero fluir no quiere decir carecer de forma: el río discurre por un cauce, entre orillas. Como he dicho muchas veces, el poema ha de ser un río, pero también una casa. Para escribirlo, me sumerjo en la conciencia (una tarea que no resulta nunca fácil) y me desplazo por sus parajes, por sus meandros, por sus ramificaciones, y con ellos edifico el poema: sumándolos, como estratos o eslabones. Necesito que los poemas me den margen —espacio y tiempo— para decir lo que siento —lo que descubro, porque la palabra tira de la idea— que he de decir. El poema corto supone, para mí, una coacción intolerable (que, no obstante, he practicado alguna vez, con actitud que puede calificarse de masoquista). Para que el poema largo que suelo escribir no se desparrame, no pierda cohesión, es fundamental, entre otras medidas, la música o, más concretamente, el ritmo. El ritmo estructura y unifica. A falta de metro, rima y estrofa, es esa pauta vocal, recurrente y sutil, la que lo abraza y endereza. El ritmo, además, mantiene la tensión, un concepto para mí esencial en el verso. Y la tensión es el sinónimo elocutivo de la pasión: de la pasión por vivir (y por eludir la muerte ineludible). El verso ha de trepidar siempre, aunque sea largo, aunque haya muchos.
 
—ECP: ¿El lenguaje hace el dolor más tolerable o más comprensible?
 
—EM: Esta pregunta es muy parecida a la cuarta, y mi respuesta ha de serlo también. En la medida en que decimos el dolor, el dolor se mitiga. Decirlo es sacarlo de nosotros y esa alienación es curativa. El lenguaje nos permite deslindar lo que nos hace daño, o lo que no entendemos, y deslindarlo lo vuelve asequible.
 
—ECP: Ese dolor no encuentra el pudor en este libro. Las alusiones al sexo son explícitas y se agradecen, las alusiones a los seres queridos también. ¿Un hombre solo es un hombre concreto? ¿Y qué puede enseñarnos a los demás hombres concretos?
 
—EM: El pudor es un gran enemigo de la literatura. El sexo, no solo como fuente de placer, sino como conjuro contra la soledad y reconciliación con uno mismo, siempre ha sido otro de los polos de mi literatura. Y los seres queridos son la realidad, nuestra realidad, sobre todo cuando desaparecen: una ruptura sentimental, el fracaso de una amistad o la muerte de alguien amado te hace dolorosamente consciente de eso que nos esforzamos en todo momento por ignorar, pero que nos constituye: nuestra soledad, nuestra fragilidad y nuestra finitud. En nuestra concreción —en la de cada uno— está todo eso, y la radical incertidumbre de existir. Pero enseñar —en el sentido de adoctrinar— es difícil y acaso inconveniente. Quizá lo único que puede hacer la literatura es mostrar. Mostrar, con verdad, lo que nos une, que es justamente lo que nos separa, lo que hace de nosotros entes sin conexión posible, que flotan a la deriva, encerrados en sí mismos, y chocan con los demás, como bolas de billar en un tapete cósmico. Esa separación radical define a cada hombre y a todos los hombres.

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