martes, 28 de febrero de 2023

El Miami Design District: un barrio muy artístico

Miami tiene un barrio del diseño, el Miami Design District, un lujoso rincón enclavado entre barrios pobres: al norte linda con Little Haiti, donde llevan décadas hacinándose los emigrados del desventurado país caribeño, y al oeste, con otro vecindario de escaso glamur, ante cuyas casas —unifamiliares, eso sí— se sienta la gente, casi toda negra, en sillas de camping, para charlar y echar el rato. Pero, dentro de los límites del barrio, entre las calles 38 y 42 de la zona de Buena Vista, al norte de la ciudad, reina la opulencia. El Miami Design District alberga 130 establecimientos, entre salas de exposiciones, tiendas de moda, estudios de arquitectura, anticuarios, museos, bares y restaurantes, a cuál más chic, a cuál más obscenamente caro. Con la rehabilitación del languideciente barrio a finales de los noventa, se quiso maridar el arte y el comercio, y parece que lo han logrado: aquí se muestran inextricablemente unidos. Pero el arte no solo está en las galerías y pinacotecas, una de las cuales, el Instituto de Arte Contemporáneo, ha sido diseñado por arquitectos españoles —Aranguren & Gallego—, sino en las propias calles del barrio. Cuando lo visitamos, una colección de animales azules se despliega en las aceras. En Palm Court (que también acoge palmeras con el tronco pintado a colores, a lo Ibarrola, y platos, también polícromos, colgando de las ramas) encontramos, delante de una gigantesca burbuja situada en el centro de un estanque (en la que se puede entrar, y que conduce a un aparcamiento subterráneo), un rinoceronte azul con una rinocerontito, también azul, en el cuerno; en Paradise Plaza, al otro extremo del district, nos espera un elefante con un oso dormido en el lomo (y una menina de amatista, que forma parte de otra colección); y en el Paseo Ponti, la avenida peatonal que constituye el eje del barrio y que lo recorre de un extremo a otro, nos sorprende un gorila, inevitablemente azul, que abraza (y besa) a un cisne. Lo peculiar de esta pieza es que, vista desde un lado, el perfil que componen el simio y el cuello del ave parece otra cosa: un ejercicio de autosatisfacción practicado por un primate espectacularmente dotado. El arte tiene estas cosas: siempre ofrece nuevas interpretaciones, nuevas lecturas.

Seguimos nuestro paseo por el barrio, admirando la suntuosidad de los escaparates de Cartier, Bulgari, Givenchy, Balenciaga, Hermès o Ximena Kavalekas, entre muchas otras marcas internacionales, aunque mi compañera, que ha trabajado en una gran casa de cosmética, me dice que no es oro todo lo que reluce: el perfume Creed, por ejemplo, una botellita del cual puede valer 600 dólares, huele a rayos. Durante nuestro paseo, cruzan las calles deportivos que parecen naves espaciales y motos como transatlánticos, ambos ruidosísimos, y también mucha policía, tanto local como privada: los americanos protegen ferozmente la riqueza. En otro lugar, damos con una marquesina bajo la que descansa un esqueleto: parece que se hubiera muerto esperando el autobús. No sabemos quién es el autor de la instalación, pero probablemente sea cubano: en Cuba la gente se muere esperando el autobús. En la planta superior de Palm Court, también admiramos el enorme torso azul celeste de alguien que emerge del suelo y escribe en él. Yo, sin saber de quién se trata, asumo que es un escritor y me hago fotografiar entre sus brazos, sin que la toma tenga nada de erótica, aunque sí algo de fetichista. (Me temo que no ha sido una buena idea: me he puesto en cuclillas, y me cuesta un mundo resistir el tiempo que tarda mi compañera en pulsar el disparador y luego levantarme; ah, yo quisiera, como Pereda, aprender a arrastrar con valentía la cruz de mis dolores). Pero estoy equivocado: el personaje representado es Le Corbusier, el arquitecto, y el autor de la escultura —poligonal, en fibra de vidrio—, Xavier Veilhan. La gente no resulta menos llamativa que el arte callejero y los esplendorosos aparadores: nos cruzamos con un rastafari que lleva el pelo, alto como el de Marge Simpson, envuelto en ropa y unas gafas con tres lentes: uno a cada lado y otro en la frente (¿para el tercer ojo?); y también con una señorita enfundada en un traje de rejilla negro que permite admirar todos los rincones de su anatomía, ciertamente admirable. Su escueta ropa interior es asimismo negra. 

En Paradise Plaza, oímos música española: es Paco de Lucía. Y en la Opera Gallery hay una exposición de Spanish Masters: Miró, Picasso y Manolo Valdés. La sala no es muy grande, aunque tiene dos pisos. Contemplamos las obras de los artistas: Nu assis appuyé sur des coussins, de 1964, de Picasso, cuyo modelo es Jacqueline, su último amor, en el que el centro del cuadro —y, por lo tanto, de la mirada— lo ocupa el triángulo púbico, rizado, de la esposa; Tête, de Miró, de 1967, con sus círculos, sus estrellas y sus colores primordiales; y unas maravillosas Mariposas de colores y Vidriera como pretexto II, de Valdés, recién creadas: en 2022. Sin embargo, la pieza que más nos llama la atención es un óleo de Picasso, que los galeristas han situado en el centro de la sala, frente a la entrada, y que representa un cabeza de mujer, roja y verde, sobre fondo gris: Buste de femme au chapeau, de 1943. La encargada nos explica que acaban de adquirirlo de un coleccionista suizo y que es la primera vez que se expone públicamente. Nos atrevemos a preguntar cuánto vale. «Diecisiete millones de dólares», es la respuesta. Nos retiramos respetuosamente. En el piso de arriba, se expone un Chagall. Ante el interés que demostramos por el cuadro, la que debe de ser la dueña de la galería nos pregunta si queremos ver más cuadros del francorruso. Le decimos que sí. La señora abre entonces un armario, muy cerca de donde estamos, y nos enseña varios, alineados en un altillo. Uno, de 1974, es L’hiver: arbre en hiver (les quatre saisons), un paisaje marino en el que no faltan ángeles, caballos y peces que parecen navegar a vela. La galería tiene, pues, muchos millones de dólares guardados en el cuarto de las escobas. Como los museos, en cuyos sótanos se apilan piezas de valor incalculable que no se exponen por falta de espacio. En esta misma planta, contemplamos también —y nos contempla— otra menina, como la de la plaza, pero naranja. Y una encantadora joven, francesa por el acento y las hechuras, que eleva la anécdota de becaria a la categoría de princesa, nos da conversación: amable, educada, cosmopolita. Como es casi todo en el Miami Design District. Y carísimo.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 10 de febrero de 2023]


No hay comentarios:

Publicar un comentario