lunes, 13 de febrero de 2023

Impresiones de Madrid

Viajo a Madrid para presentar mi poemario Hombre solo, recientemente publicado. No había vuelto a la capital desde diciembre de 2021, en que también lo hice para presentar un libro, aunque de otra persona, mi buena amiga Miren Agur Meabe. Entonces pillé el covid, que degeneró en una neumonía bilateral. Espero que ahora, dos vacunas después, no me pase nada parecido. Aunque todo podría ser, porque este viaje está, desde el principio, sobrado de incidentes. En el AVE, que va abarrotado, me sobrepongo al grasiento olor de la hamburguesa doble con queso, con sus patatas fritas, que se embute mi vecino de asiento con absoluta despreocupación por la salud de sus arterias (y de todos los órganos del cuerpo, en general), y asisto, sorprendido, al pifostio que se monta en los otros asientos vecinos al mío, al otro lado del pasillo. En Zaragoza Delicias (¿no sería mejor llamarla Delicias de Zaragoza?) sube un viajero que tiene el mismo asiento que otra viajera que lo ha ocupado desde Barcelona. Como la coincidencia no puede ser, varios viajeros más analizan los billetes que ambos esgrimen con vehemencia y, tras arduas comprobaciones, uno, preclaro, llega a la conclusión de que, en efecto, hay un error: la viajera se ha subido al tren equivocado. Ella va a Pamplona y este tren va a Madrid. La chica rompe entonces a llorar y sale, tambaleante, a buscar al revisor. Solo volverá a recoger sus cosas al final del trayecto, acompañada por el ferroviario. Ya no llora. Madrid también está atiborrado. Pese a la mortandad ocasionada por la pandemia, la población de la capital debe de haber crecido. O sus gentes tienen una ganas locas de estar en la calle. Las calles están llenas; los bares están llenos; el metro está lleno. Esto parece Londres, donde todo está siempre lleno. En uno de los atestados vagones de metro en que viajo, se me acerca de pronto un joven con gafas, una mochila a la espalda y algún retraso mental, y me pregunta cómo me llamo. Yo interrumpo la lectura del periódico y le pregunto por qué quiere saberlo. No me responde, pero me acerca la mano a la cabeza. “Quiero tocarte el pelo”, dice. Se conoce que está fascinado por la blancura argentina de mi cabello. Aparto ligeramente la cabeza y él vuelve a preguntarme cómo me llamo. Para entonces, todo el vagón (atiborrado) está mirando lo que pasa. Y lo que pasa es que el chico quiere acariciarme las sedosas guedejas y a mí no me apetece que lo haga. Cuando vuelvo a retirar la cabeza, él retira la mano y, como si se hubiera dado cuenta entonces de lo incómodo (para mí) de la situación, empieza a pedirme perdón. Lo hace muchas veces. Yo le respondo que no se preocupe, que no pasa nada. Pero él insiste en pedirme perdón. Le repito que esté tranquilo, que no hay problema. Todo el vagón sigue mirando. Me aparto un poco para seguir leyendo el periódico. Pero el zagal se sienta a mi vera y sigue pidiéndome perdón. Por suerte, mi parada es la próxima y puedo dejar atrás sus incansables disculpas. El sábado he de encontrarme en la plaza de Castilla con mi excuñado Antonio, ahora reconvertido en amigo. Lo espero junto a una parada de autobuses, a la salida del metro. Hay dos aparcados, muy azules. De pronto, del primero bajan todos los viajeros que acaban de subir y luego el conductor, que se dirige al segundo y golpea en el cristal delantero. Cuando el conductor de este levanta la cabeza del volante, el del primero le grita: “¡Tengo un enfermo!”. Empiezan ambos a maniobrar. Yo me asomo discretamente al bus-improvisada ambulancia y veo a alguien de pelo blanco (como yo) y con una mochila a la espalda (como el joven del metro) sentado y echado hacia adelante, como si se hubiera desmayado sobre las rodillas. No se mueve. Quizá esté muerto. El domingo por la mañana doy un paseo por Madrid con mi anfitrión de este fin de semana, Julio, y visitamos la iglesia de Santa Bárbara, en la que les gusta casarse a los más pijos de Madrid, según me instruye Julio, porque sus amplias escalinatas y su barroquísimo interior configuran un marco incomparable para ceremonia tan principal. Dentro del templo, reparo en el magno sepulcro de Fernando VI, que está enterrado junto a su mujer, doña Bárbara de Braganza, con la que manifestó el deseo de yacer eternamente, tras haberlo hecho temporalmente en este mundo (aunque el sepulcro de la reina está al otro lado de la pared, en la capilla del Santísimo, y no se ve). Mientras admiramos la noble sepultura, en cuyo epitafio en latín se loa al rey, “padre de la patria, rey de las Españas, óptimo príncipe que murió sin hijos, pero con numerosa prole de virtudes”, suena música de órgano, preparatoria de la misa que se va a oficiar en breve, y Julio me confiesa que a él lo coloca un poco (la música, no la misa). A mí, en cambio, más bien me aburre (tanto la música como la misa). Fernando y Bárbara son de los pocos monarcas españoles que no están enterrados en el monasterio de El Escorial, donde conocí, precisamente, al siguiente amigo con el que he quedado hoy, Juan, que quiere llevarme a conocer las Siete Tetas y luego a comer en algún restaurante de la zona. De entrada, me encanta la idea de conocer siete tetas, aunque nunca haya visto juntas más de dos (en Desafío total, de Paul Verhoeven, aparece un personaje con tres —que en el guion original iban a ser cuatro, dos arriba y otras dos abajo: se juzgó excesivo—, pero eso constituye una experiencia puramente cinematográfica) y no sé si va a resultar demasiado. Finalmente, no podré conocerlas porque perdemos mucho tiempo extraviándonos concienzudamente por la M-30, el almuerzo se alarga más de lo previsto y a las cinco sale mi tren de vuelta a Barcelona. El restaurante es ecuatoriano y vallecano, una mezcla explosiva. No tienen menú ni carta, y la señora que nos atiende nos canta un exiguo repertorio de platos, cuya composición y aderezos nos cuesta comprender, primero porque la barista los describe en ecuatoriano y, segundo, porque ella tampoco parece conocerlos bien. Luego de un intrincado y prolijo debate sobre el corto pero dificultoso menú, en el que también participan los comensales de las mesas vecinas, que contribuyen a la confusión general preguntando por qué no hay carta o describiendo, asimismo en ecuatoriano, los ingredientes de los platos, tanto Juan como yo pedimos corvina. Aunque infructuosamente: a mí me traen filetes de panga empanados y a Juan, un filete de panga empanado y una corvina. Preferimos no reabrir el debate y atacamos/acatamos el pescado. Postre no hay: ninguno, nada. Y, en los cafés, el camarero obliga a Juan a describir cómo quiere el cortado: “¿Agua? ¿Leche? ¿Mucha agua? ¿Mucha leche? ¿Mucho café? ¿O poco?” ¿Leche fría? ¿Agua fría? ¿O calientes?”. Juan supera satisfactoriamente el interrogatorio, el cortado llega, sorprendentemente, como lo ha pedido y podemos, a la final —como se dice en el Ecuador—, marcharnos a coger el tren. Pero hemos decidido que hay que volver a este lugar memorable, donde la panga está buena, el caos es delicioso y todo son sonrisas. Y también para conocer las Siete Tetas, que me han dejado intrigado y ganoso. 

5 comentarios:

  1. ¿Y cómo fue la presentación? ¿También igual de accidentada?Una pena no haberlo sabido antes, hubiera asistido encantado: estaba en Madrid.
    Un abrazo
    Julio.

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  2. Pues la presentación fue muy bien, querido Julio. Hubo una buena asistencia (casi todos amigos, pero con esto uno ya cuenta cuando organiza una presentación de un libro de poesía), un buen vermú (algo que ya casi no se encuentra en ningún acto literario, y menos de poesía) y un buen número de ejemplares firmados y vendidos. Salí contento y creo que los editores, también. Lástima no saber que estabas en Madrid. Me habría encantado verte. Un abrazo.

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  3. La próxima vez veremos las Siete Tetas.

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  4. ¡Muy entretenida la visita a Madrid! ¿Y para cuándo la presentación en Barcelona? ¿O ya me la he perdido?

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  5. He estado investigando y efectivamente, me la perdí en enero. ¡Lástima! Seguro que fué muy interesante y un éxito.

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