domingo, 19 de febrero de 2023

El dermatólogo

La piel es el mayor órgano del cuerpo. Y también el mayor órgano sexual (descontando algunos casos singulares, claro está). Está en contacto permanente con el entorno: no descansa; recibe sin descanso los estímulos y las agresiones de la realidad, incluso cuando duerme. Por eso los dermatólogos son especialistas tan solicitados. La piel nos da a todos muchas satisfacciones, pero también muchos problemas. A mí me ha martirizado, desde la adolescencia, con verrugas, eccemas, dermatitis seborreicas, lipomas, placas liquenoides y hasta un carcinoma basocelular que tenía muy mala pinta, que hubo que extirpar con cirugía ambulatoria y que me ha dejado una cicatriz de muchos centímetros en la espalda. Y, para ampliar mi atribulado currículum dérmico, el otro día me descubrí una manchita sospechosa en la ingle, una zona delicada por estar cerca de donde está. Como la manchita no se fue con agua y jabón, aunque froté vigorosamente en varias duchas, decidí visitar a mi viejo amigo, el dermatólogo. Pero no el de la Seguridad Social, que me obligaría a pasar primero por el médico de cabecera, dentro de un mes, y por el especialista Dios sabe cuándo —quizá cuando la mancha ya se hubiera convertido en una buba pestífera o un ganglio tremebundo—, sino un dermatólogo particular. Pero ¿cuál? El que me atendió en la última emergencia se ha jubilado. Busco en Internet alguno que tenga buenas reseñas cerca de donde trabajo, y doy con uno que pinta bien: J. P, con consulta en una calle noble del Ensanche barcelonés. No se puede reservar hora digitalmente, y lo hago por teléfono, donde una diligente secretaria me la da para dentro de unos días y no se olvida de informarme de que la primera visita cuesta 125 euros. El hecho de que solo se pueda reservar telefónicamente me inspira confianza; y que me cobren esa pasta, aunque resulte doloroso, también: está bien que lo bueno se haga valer. Acudo a la visita el día y a la hora concertados, y compruebo que el médico atiende en una finca decimonónica, con breves asientos de madera en cada descansillo de la escalera. Me abre la puerta la secretaria del teléfono, que guarda un parecido extraordinario con Oliva, la novia de Popeye, y que me hace pasar, tras comprobar mi nombre en la lista de pacientes para hoy, a una sala de espera al otro extremo del pasillo. Estoy solo. El galeno ha tenido el buen gusto de no colgar sus diplomas en las paredes de la sala, sino solo cuadros, y de calidad: sutiles paisajes mediterráneos, poderosas composiciones abstractas y un retrato que, por la singularidad del modelo (que no es un adonis desnudo ni una belleza atemporal), supongo del propio doctor J. P. Tampoco hay revistas (ni del corazón ni de coches; ni siquiera de medicina) ni un rincón para niños. Todo es sobrio, discreto y burgués, como en una notaría. Fuera, zurean las palomas y brilla el sol, amable. He de esperar poco: Oliva me indica que ya puedo pasar y me conduce hasta la puerta de un anchuroso gabinete, en el que me recibe alguien, alto y delgado, con la bata y el pelo blancos. Sí: es el hombre del retrato, aunque más viejo; debieron de pintarlo hace mucho. Me da la mano al tiempo que me desea buenas tardes y me ofrece asiento, un sillón chippendale de cuero bueno y sinuosidades clásicas. Lo ocupo y cruzo las piernas: estas butacas están hechas para cruzar las piernas. Delante del doctor J. P., reparo en sus rasgos finos, sus gafas delicadas y, sobre todo, su melena, que, aun cana, luce un corte juvenil y una caída principesca. Es lo que mi ex llamaba “una melenita catalana”, ese pelo largo que, en los hombres entre cincuentones y, como demuestra quien tengo delante, ochentones, llega hasta casi los hombros y ahí se incurva displicente pero cuidadosamente, como muestra de su vitalidad perdurable y su inmarcesible rebeldía. Le expongo mi inquietante caso al médico, que me mira impertérrito, me hace de vez en cuando alguna pregunta (“¿Qué tamaño tiene la mancha? ¿Es como una lenteja?”. Y la asociación de las lentejas a la mancha me recuerda la descripción que hizo el equipo médico habitual de las heces del Caudillo durante su interminable agonía: “heces con forma de melena”) y, sobre todo, toma notas. No utiliza el ordenador. De hecho, en su mesa de trabajo, grande como el escritorio de Napoleón, no hay ordenador, ni teléfono, ni aparato alguno inventado después de 1875. Escribe con un bolígrafo de oro, en una de aquellas antiguas tarjetas de archivo, que tenían una doble raya roja, muy fina, en la parte superior. Y me gusta. Como me gusta el ambiente señorial del consultorio: con más cuadros (finos) y diplomas (ahora sí), muchos de ellos de prestigiosas universidades anglosajonas, en las paredes y una librería llena de gruesos volúmenes de medicina, encuadernados en piel. En un momento dado de mi exposición del problema, menciono al dermatólogo que me atendió la última vez, X. B., que ya se ha jubilado. J. P. da entonces un pequeñísimo respingo —es un hombre flemático— y me dice que X. B. ha sido discípulo suyo. Utiliza esa palabra: “discípulo”, como los maestros antiguos. Y también eso me agrada. Hoy nadie se considera discípulo de nadie. El magisterio de las ciencias y las artes ha sido sustituido por la enseñanza impersonal de Internet y las redes sociales, que es al aprendizaje lo que un bocadillo de chóped a la gastronomía. J. P. se sorprende, no obstante, de que un discípulo suyo ya se haya jubilado. Hace un cálculo rápido y, sí, le sale la edad de jubilación para X. B. Pero no para él, que sigue al pie de cañón con ochenta y muchos años. Su veteranía, no obstante, me tranquiliza: este hombre debe haber visto las pieles de medio mundo. Expuesto el caso, llegamos a la revisión. Me acompaña hasta la zona de exploración y me hace sentar en una camilla con un foco encima parecido a los que utilizaba la Gestapo en sus musculosos interrogatorios. Naturalmente, he de bajarme los pantalones, algo que no me suele gustar. Pero esta vez es por una buena causa. Con ellos —y los calzoncillos— por debajo de las rodillas, el galeno, sentado en un taburete frente a mí, examina la zona con dedos expertos y llega, con asombrosa rapidez, a un diagnóstico preliminar: es un eccema liquenoide. Luego, llevado por su formación humanista y por la fabulosa circunstancia de que no ha de atender a cuatrocientos pacientes en la próxima media hora, como los dermatólogos de la sanidad pública, me explica en qué consiste el eccema liquenoide, me aclara que un eccema liquenoide no es lo mismo que un liquen y me da muchos otros detalles fascinantes de la lesión, mientras yo lo escucho con los pantalones bajados, las vergüenzas al aire y expresión de que no me importa, absorto como estoy en las explicaciones que me da. Pero el doctor J. P. es un médico concienzudo. Se calza entonces un monóculo para observar de cerca la lesión y confirmar el diagnóstico, y se me amorra a la ingle como a una fuente de agua fresca. Solo puedo pensar en una circunstancia en la que haya tenido la cabeza de alguien tan cerca de los pudenda, pero no quiero rememorarla ahora. Veo la melena del doctor J. P. desplegarse ante mí, con sus relumbres plateados, y me encomiendo a la providencia. De aquí, me esfuerzo en pensar, solo puede salir algo bueno. El médico se incorpora, después de unos momentos que se me han hecho eternos, se quita el monóculo y, con admirable naturalidad, me cuenta que sí, que es un eccema liquenoide: una acumulación de ampollitas; parece que la piel hierva, me dice. Y luego añade un maravilloso detalle etimológico: “eccema” viene del griego ekzeîn, ‘hervir’. También me da otro dato, tranquilizador: el eccema es endógeno, es decir, no lo ha causado ningún bicho o porquería externa, sino mi propio cuerpo, vaya Ud. a saber por qué. El cuerpo tiene estas cosas: hace cosas inexplicables. Así seguimos otro buen rato, él ofreciéndome raudales de información y yo recibiéndolas con muchísimo interés, solo matizado por el hecho de que llevo en bolas un cuarto de hora (y de que no ha dejado de apartármelas para ver mejor). Me subo por fin los pantalones, como quien echa el telón a una obra insufrible, y la visita toca a su fin. Me extiende una receta, escribiéndola a mano con una caligrafía incomprensible, como los médicos de antaño, con una crema muy eficaz (y muy barata, añade), que me he de poner dos veces al día. Vuelve a darme la mano y me acompaña hasta la puerta de su despacho. Fuera, Oliva me cobra, solícita, los 125 euros anunciados (que serán 100 en las próximas visitas, si las hay) y me despide con una sonrisa profesional. Espero, por los clavos de Cristo, que la crema funcione.

2 comentarios:

  1. Es bueno intervenir en estos casos. Espero que todo bien.

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  2. Todo bien, Diego. Gracias. La crema ha funcionado estupendamente.

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