lunes, 8 de mayo de 2023

Rafael Cadenas y Antonio Gamoneda

Leen hoy, en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona, dos premios Cervantes: el más reciente, el poeta venezolano Rafael Cadenas, y Antonio Gamoneda, el poeta español que lo recibió en 2006. Acudo no solo atraído por la calidad de la poesía de ambos, sino también con la ilusión de saludar a Antonio, al que no veo desde hace años, aunque nunca haya dejado de leerlo, y también a Rafael Cadenas, a quien me presentaron en Caracas hace tres lustros, y al que tampoco he dejado de leer. Cuando llego, me sorprende que haya estudiantes en el patio de Letras de la Universidad: todos deberían estar en el Aula Magna. Pero no lo están: la noble sala donde se celebra el acto está llena, pero casi exclusivamente de personas de edad. Los jóvenes solo serán un 15% o un 20% de los asistentes. Como todos los asientos están ocupados, me quedo de pie, apoyado en la pared de la cabina de los intérpretes. Antes, no obstante, de que todo empiece, aprovecho la circunstancia de que Gamoneda se ha quedado momentáneamente solo en la mesa en la que ya están sentados ambos poetas y, previendo el alud de gente que querrá hablar con él después del acto, me atrevo a ir a saludarlo. Es una conversación muy breve, pero él me mantiene sujeta la mano que le he dado mientras dura: es suave y está caliente. Le pregunto cómo está y le da tiempo a contarme que, durante la vigencia del “bicho coronado” —así dice—, ha estado recluido en casa. Pero que ahora ya sale, aunque tiene dificultades para andar, él, que ha sido siempre un andarín pertinaz. Yo le digo que sé de buena tinta que sigue escribiendo todos los días, o, mejor, todas las noches, y que me felicito por ello. Y él me lo confirma sonriendo, con una de sus características sonrisas caedizas. Pero la cosa va a empezar y me retiro pudorosamente. Aprovecho a continuación la protocolaria intervención del rector de la Universidad (portador de los honorables títulos de excelentísimo y magnífico), que realiza desde un atril lateral, para comprobar la presencia de la sociedad poética barcelonesa. Pero la sociedad poética barcelonesa —al menos, la que conozco yo— brilla por su ausencia, o casi. Entre el numerosísimo público, solo reconozco a Aurelio Major, sentado en segunda fila; al poeta visual Gustavo Vega; al argentino Osías Stutman; a un poeta vecino de Sant Cugat del Vallès, de cuyo nombre prefiero no acordarme; y a cierta editora de la ciudad, a la que le sonará largamente el móvil cuando lea Cadenas. Esta deserción evidencia, una vez más, la fragilidad de los nexos poéticos que se establecen en esta ciudad: una ocasión como esta debería concitar el interés de todos los que se dicen tocados por la magia (y el oficio) de la poesía. No muchas veces se reúnen en Barcelona dos poetas de la talla de Cadenas y Gamoneda. De hecho, esta ha sido la única de siempre. Mientras me abismo en estas melancólicas cogitaciones, el excelentísimo y magnífico rector sigue con sus palabras de humo, de entre las cuales entresaco, no obstante, algunas que me atrapan; aunque me atrapan porque se me antojan inverosímiles. Dice Joan Guàrdia Olmos que la Universidad ha de ser transgresora, ha de descubrir e inaugurar territorios inexplorados, ha de ampliar la realidad conocida o cognoscible. Y tiene razón: todo eso es algo que la Universidad debería hacer. Pero hace mucho que la universidad —la española, al menos— renunció a ser transgresora y descubridora. La universidad se ha convertido en una institución de poder, que se asienta en el poder y que es obsecuente con él. Transgredir supone violentar las estructuras de lo establecido. La universidad, en cambio, las confirma. Descubrir significa inaugurar parcelas de la realidad. La universidad no inaugura nada, salvo el año académico, sino que ratifica lo ya existente cuando eso existente ha devenido indiscutible. La universidad institucionaliza y canoniza. La transgresión y el hallazgo caminan por otras vías. A menos, claro, que por transgresión el rector se refiera a transgresión del orden jurídico establecido, en cuyo caso sí podría estar más cerca de la verdad, dadas sus simpatías independentistas. Tras el parlamento del rector, intervienen Noemí Montetes, directora del Aula de Poesía y profesora de la casa, y Edgardo Dobry, profesor asimismo del centro. El moderador es Javier Velaza, decano de la Facultad de Filología y Comunicación (cuando yo estudiaba, era solo de Filología: los tiempos adelantan que es una barbaridad) y también poeta, que viste una chaqueta a cuadros azules que se aparta del rigor indumentario previsible y que, por lo tanto, esta sí, podría considerarse transgresora. La intervención de Noemí, un ceñido análisis de la obra de ambos poetas, es brillante. La de Dobry, más informal, recuerda los históricos diálogos de las literaturas en español de ambos lados del océano —Machado y Darío, Lorca y Neruda, Paz y Gimferrer—como antecedentes del que encarnan hoy Cadenas y Gamoneda. El primero en hablar es, a continuación, Gamoneda. Lo hace lenta, cachazudamente, como en él es costumbre. Tiene el pelo del todo blanco y los rasgos se le han afilado, hasta el punto de adquirir perfiles lobunos. Pero mantiene la gracia de la palabra y el empaque intelectual. Define la poesía como pensamiento impensado (que alguna reseña en prensa del día siguiente, escrita sin duda por el meritorio de Cultura, transcribirá como “pensamiento bien pensado”) y habla de una utilidad que no sirve para cambiar el mundo, sea esto posible o no, sino para resignificar el lenguaje e intensificar la conciencia. Gracias a ella, vivimos más: somos más. Con eso, la poesía ya hace mucho, ya lo hace todo. Cuando le cede la palabra a Cadenas, lo hace con otro de sus rasgos característicos, aunque apenas asome en su poesía, sino, sobre todo, en su prosa biográfica y en su conversación: el sentido del humor, aplicado en primer lugar, como debe ser siempre, a sí mismo. Le pide por favor que lo contradiga, aunque ya no se acuerda de nada de lo que ha dicho. Tengo curiosidad por escuchar la intervención de Cadenas, porque su parquedad oral se ha hecho proverbial. Cuando lo conocí en Caracas, lo saludé efusivamente, le expresé mi admiración por su poesía y le informé de que había publicado hacía poco una reseña sobre su más reciente libro (que reproduje aquí años después: https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/11/vivir-donde-es.html), pero su respuesta fue una larga y silenciosa mirada. Solo alcanzó a decir “gracias”, creo, y se sumió en un profundo mutismo, en el que ya se encontraba cuando lo había abordado, acaso con mayor ímpetu del que le agradaba. Otros me confirmaron entonces su laconismo, que había alcanzado dimensiones legendarias. Hablar con él era una hazaña, un trabajo que requería músculo y paciencia, una tarea de titanes, o bien una concesión graciosa que el poeta otorgaba por razones inescrutables. (Hay una tradición de escritores magníficos que son, en cambio, imparlantes, presidida por el mexicano Juan Rulfo y a la que también pertenece el español Antonio Colinas). En su intervención, decantó las palabras con avarienta parsimonia, con larguísimos silencios entre una frase y otra (a veces, entre una palabra y otra), como si cada sonido fuera una gota que destilara de un alambique inaccesible. Pero eso le bastó para recordar a Gamoneda, asimismo con humor (“cuando la asistente que lo había de llevar a comer en un congreso literario en el que ambos participaban, y que había llegado muy tarde, le preguntó si tenía hambre, Gamoneda respondió: ‘Señorita, en materia de hambre, yo tengo un doctorado’”) y denunciar la locura del mundo, que es irrefrenable y que hemos normalizado. Nadie la denuncia; nadie hace nada contra ella. Tras sus parlamentos, ambos leyeron poemas, como era natural. Gamoneda declaró que llevaba dos años trabajando en un poema sobre César Vallejo, y que había escrito 400 versos. Y que, como él cree que la poesía es oralidad antes que nada, y como aún no había oído ese poema en el que estaba trabajando, había decidido aprovechar la ocasión para leer —“¡no se asusten!”, avanzó— un fragmento de la obra. Y así lo hizo, con la entonación oracular que le es propia. En el curso de la lectura, se reconocía siempre, como un ápice que surgiera repetidamente del flujo sonoro, la palabra “Vallejo” —“difunto, al parecer, de sí mismo”, según dijo el poeta—. Cadenas, por su parte, leyó varios poemas breves, entre los que no figuraba “Derrota”, quizá el más famoso que haya escrito, y desde luego el más antologado, en el que dice que ha “sido abandonado por muchas personas porque casi no [habla]” y que “nunca [usará] corbata” (y, efectivamente, hoy no la usa, como tampoco Gamoneda). Salgo del Aula cuando se abre el turno de ruegos y preguntas, que es inmediatamente monopolizado por los integrantes de la numerosa colonia venezolana presente en el acto, cuyas intervenciones se parecen mucho más a discursos, o anuncios informativos, que a preguntas. Los estudiantes siguen el el patio de Letras, repasando apuntes o charlando. Siempre ha sido así, en realidad.

1 comentario:

  1. Qué lujo haber asistido a esta lectura.
    Dos poetas que admiro y leo. Verlos vivos a los dos y juntos ha debido ser impresionante. Gracias por esta crónica, Eduardo. Me he emocionado leyéndote.
    Besos.

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