Chantal Maillard (Bruselas, 1951) practica una poesía en la que se funden diversos impulsos, diversas tradiciones estéticas —un aliento filosófico, evidente en el título de Matar a Platón, una ironía sobre el funesto dualismo del ateniense; el peso de la vanguardia (y la posmodernidad), que conduce a un sutil descoyuntamiento; y la influencia de la cultura oriental, que Maillard conoce bien, con su puntillismo perceptivo y su desgarradora delicadeza—, pero que contiene un meollo ineludible: el crecer de la destrucción, la muerte ubicua, el imperio de la nada. Una mujer serenamente angustiada escribe poemas que tratan de elucidar la razón de esa angustia, que es conocida, pero no comprendida. La herida que arrastramos, o que somos —«la palabra “herida” atraviesa de principio a fin la escritura de Maillard», recuerda Virginia Trueba en su cabal prólogo—, nos recubre y nos cincela. En el poema 26 de Matar a Platón, leemos: «Quien construye el texto / elige el tono, el escenario, / dispone perspectivas, inventa personajes, / propone sus encuentros, les dicta sus impulsos, / pero la herida no, la herida nos precede, / no inventamos la herida, venimos a ella y la reconocemos». La preocupación metaliteraria de Chantal Maillard se alía, aquí y en general, con la deflagración del dolor, que se amplifica subterráneamente, que ensordece con su silencio. Un ramillete de motivos expresa, como una paleta de colores negros, esa herida precedente y axial, de la que es imposible desprenderse, como es imposible desprenderse de los pulmones o de la certeza de que hemos de morir. A veces, Maillard describe un accidente, con sus arroyos de sangre y su corolario de muerte, o la destrucción que nos rodea: bombardeos, catástrofes, la extinción de las especies. Otras veces escribe «como quien muerde un rayo / con los brazos en cruz», como afirma al final del anafórico Escribir, y el lector siente el latigazo eléctrico de la centella y el arrasamiento de la crucifixión. En muchas ocasiones, Maillard desgrana el cansancio, o apela al grito, o se revuelve contra el yo —que tanto sufrimiento destila—, o prescribe la anulación, como un fármaco consolador, o acaricia el vacío, o proclama náuseas, o rinde lágrimas y expele miedo —que es insidioso y corrosivo—, o fotografía la caída, en la que estamos siempre, aunque ascendamos, o se entretiene en el abajo, donde todo se asienta, como un humus fantasmal, o recuerda a los muertos —no: los ve, porque nos rodean—, o se abraza al hambre —hambre de ser, de unidad, de reconciliación—, o esculpe la pérdida, una pérdida que se intuye abrumadora: «Pájaro de alas rotas / Mi hijo», escribe en un poema de La herida en la lengua; y en otro, titulado «La cereza. Canción de cuna»: «Se quitaron la vida / el hijo de mi padre, / la hija de mi suegra / y el que nació de mí». En Medea, se identifica la figura trágica que mata a sus hijos con el destino de toda madre, que, al alumbrarlos, los encadena a la muerte: «¿No condenamos todas / acaso a nuestros hijos? ¿No / destinamos su cuerpo tembloroso / a la muerte / en aquel mismo instante / en que los concebimos? / Y al expulsarlos / del útero a la luz ¿no les forzamos a / compartir la violencia / y el miedo de saber / que cada paso adelante es una resta?». Desde los estoicos hasta el existencialismo del siglo XX, pasando por Quevedo y tantos autores barrocos, muchos han cantado este heideggeriano ser-para-la-muerte cuyo origen Maillard cifra en la maternidad. El nihilismo subyace en su poesía. Pero escribir poesía es la mejor —¿la única?— forma de amordazarlo: de «que el agua envenenada pueda beberse».
Lo que el pájaro bebe en la fuente… es, como indica el subtítulo, una poesía reunida, que incluye todos los libros que Maillard ha publicado entre 2004 y 2020, más algunos inéditos, pero no es una poesía completa. Fuera de esta edición quedan, pues, algunos libros esenciales, como Hainuwele, acaso su mejor poemario —y el único que no se arrepiente de haber escrito en la última década del siglo pasado, según dice en la nota a la edición de Tusquets—, publicado en 1990, pero que no apareció completo hasta 2009, en Tusquets. La edición de Galaxia Gutenberg incluye, por otra parte, algún título que no parece imprescindible, como La tierra prometida, también de 2009, un poema objeto, con ilustraciones, en el que solo se repite la frase «tal vez aún sea posible nunca» y se incrusta, en rojo, el nombre de los animales actualmente en peligro de extinción. Pese a esta discutible elección, Lo que el pájaro bebe en la fuente… recoge una poesía angulosa, sobrecogedora y exquisita, que nos explica con aplomo el horror.
[Esta reseña de Chantal Maillard, Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua. Poesía reunida 2004-2020, edición y estudio preliminar de Virginia Trueba Mira, posdata de Miguel Morey, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022, apareció, con el título de “La herida que no cesa”, en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 872, marzo de 2023, pp. 80].
No hay comentarios:
Publicar un comentario