En el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona se acaba de inaugurar la exposición “Sade, la libertad o el mal”, que solo pueden ver los mayores de 18 años. En los tiempos que corren, esto es un incentivo, aunque una figura como la del marqués del Sade necesite todavía pocos incentivos. Para acceder a las salas, hay que recorrer varios pasillos, doblar varias esquinas y bajar primero por unas escaleras y luego subir por otras. El trayecto tiene, pues, algo de laberíntico y subterráneo, y no me parece mal, dadas las características del personaje de que se trata. Lo primero que veo al entrar en la exposición es un gran mural de sombras animadas: es una orgía; hombres erectos y mujeres desnudas hacen lo que siempre se ha hecho en las orgías: chupar, penetrar, acariciar multitudinaria, tentacularmente. Y, a continuación, una pantalla reproduce escenas —una de ellas, de coprofagia— de la película Salò o los 120 días de Sodoma, de Pasolini (por la que fue asesinado), basada en la novela homónima —y acaso la mejor— de Sade. La cosa promete. La exposición se divide a continuación en cuatro secciones: pasiones transgresoras, pasiones perversas, pasiones criminales y pasiones políticas, aunque, realmente, uno acaba viéndola como una unidad, sin demasiados matices distintivos: los excesos de un lugar se parecen mucho a los excesos de otro. El marqués de Sade escribió mucho, muchísimo, y una buena parte de esa magna obra en prisión, donde pasó veintisiete años de su vida. Se unió así a la pléyade de autores que encontraron en la cárcel el lugar adecuado para escribir sus obras más representativas: Maquiavelo pergeñó entre barrotes El príncipe; Wilde, De profundis; Cervantes, un largo trecho del Quijote; Miguel Hernández, el Cancionero y romancero de ausencias; y, ay, Adolf Hitler, Mi lucha. Casi toda la obra de Sade circuló clandestinamente, y algunos de sus escritos aún no han salido de la clandestinidad: se han perdido. La exposición muestra primeras ediciones de Justine o los infortunios de la virtud, La filosofía en el tocador y La nueva Justine. El marqués de Sade fue el prototipo del libertino, esa figura de la que abominaban inevitablemente los curas de mi infancia: hay que distinguir entre libertad y libertinaje, decían, campanudos, para apartarnos de las conductas desordenadas, entre las que pelársela varias veces al día (o los más modestos, a la semana) era una de las más populares. Hoy me pregunto en cuál de ambas categorías se situaban ellos, o sus compañeros de ministerio, cuando les metían mano a los alumnos. Pero el libertinaje de Sade era solo una exasperación de la libertad: una inmersión en sus cimientos y sus contradicciones. ¿Hasta dónde llega? ¿Hasta dónde puede hacer el hombre que llegue? ¿Por qué condenamos la libertad que hace o procura algo que consideramos “indebido”, sin cuestionarnos por qué es indebido? ¿Por qué la transgresión de las normas contamina la libertad y la inviste de reprobación moral? Sade influyó decisivamente en las vanguardias del siglo XX, y singularmente en Apollinaire y los surrealistas, que lo elevaron a la condición de “divino”. Se exponen aquí obras de Dalí, de Roberto Matta —que propende a pintar unos genitales enormes—, María Vassilieff, Man Ray y Giacometti, entre otros, inspiradas por Sade, o que lo recrean visualmente. Casi todas estas piezas contienen escenas eróticas, en las que abundan los penes, las vulvas y, en general, el sexo explícito. El alemán Otto Dix aporta una serie de acuarelas y dibujos sádicos: en uno, una mujer, con una vela incrustada en la vagina (del cabo que no arde, por fortuna) le cuelga un crucifijo del pene a un hombre que esgrime un látigo; en otro, un hombre le lame el sexo a una mujer que ha sido destripada; en otro más, una mujer adora los testículos de un rey monstruoso, rodeado de empalados y crucificados; en otro, en fin, un hombre penetra a mujer mientras la estrangula. Sade, al parecer, excita la creación de series de obras. Darío Serra colabora con un mural de doce dibujos con una coreografía sartriana completa, plagada de penes erectos, cuerpos desnudos, actos de zoofilia, cadáveres troceados, sexo anal y una largo y perturbador etcétera. El norteamericano Robert Mapplethorpe contribuye, a su vez, con Portfolio, de 1978, una serie de fotografías, algunas de las cuales captan ásperamente mi atención, como una en la que un puño entra en un ano u otra en la que un hombre orina, o quizá eyacula (la naturaleza del chorro no puede precisarse), en la boca de otro hombre. Desde el principio de la visita he tenido claro que una exposición como esta solo podía organizarse en una ciudad liberal, como es Barcelona, y que sería inimaginable hacerla en Utah, Florida o Teherán. Allí asaltarían el museo con rifles semiautomáticos, confirmando, paradójicamente, los excesos violentos cantados por el propio Sade. La presencia del marqués en el arte experimental se extiende asimismo al cine: además del Salò, de Pasolini, otras pantallas reproducen trechos de La edad de oro, de Dalí y Buñuel, y de La Vía Láctea, solo de Buñuel, filmada en 1969. En la literatura de Sade —que pueda considerarse perversa no la hace menos literaria—, todo es deliciosamente sacrílego. Los mitos cristianos son violados con fruición, el sexo y la violencia se abrazan, y la violencia prevalece, aunque nunca demasiado lejos del placer. De hecho, la tríada que sustenta su obra es simple: sexo, violencia y religión, siempre mezclados y ensangrentados. Y la mejor representación que encuentro de dicha tríada, entre las muchas posibilidades que la exposición ofrece, es una fotografía del norteamericano Andrés Serrano, Heaven and Hell [‘cielo e infierno’], de 1984, en la que aparecen, a la derecha, un cardenal, vestido de rojo pasión, como corresponde a su eminentísimo rango, y, a la izquierda, una mujer desnuda, también vestida de rojo —con sangre chorreándole por el cuerpo— y las manos atadas, colgada de una cuerda. (La Iglesia tiene un papel protagonista en toda la exposición: en un panel se han escrito, para pública edificación, las memorables declaraciones de Bernardo Álvarez, el obispo de Tenerife, en 2007, sobre el abuso de menores: “Puede haber menores que sí lo consientan [los abusos] y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de trece años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso, si te descuidas, te provocan”). En la obra de Sade, la mujer no sale bien parada: siempre es el objeto, la destinataria de las pulsiones masculinas más oscuras (y ferozmente traídas a la luz), la receptora del ensañamiento con el que el varón ejerce su libertad: las mujeres atadas, sometidas, castigadas, abundan en la obra del francés, aunque la novelista inglesa Angela Carter opine que el marqués de Sade ha de ser reivindicado por el feminismo, porque puso la pornografía al servicio de las mujeres. Si los hinchas de la cancelación hubieran caído sobre esta exposición —algo que, ¡ay! todavía no se puede descartar—, no habrían dejado piedra sobre piedra. Pero, con su fanatismo, habrían impedido comprender el pasado y, por lo tanto, también el presente: nos habrían vedado el entendimiento de unas relaciones sociales y sentimentales gobernadas por la furia de la Iglesia, la petrificación de la moralidad y la represión institucional. Porque así sucede con todo lo que cancelan los canceladores: que cancela también nuestra inteligencia de las cosas y de nosotros mismos. Y comprender el mundo es lo primero que se necesita para cambiarlo. Sin el conocimiento de lo que se ha hecho bien o mal antes de nosotros, no podremos hacerlo bien o mal ahora. Sade dijo: “Solo me dirijo a personas capaces de entenderme, y esas me leerán sin peligro”. El marqués pensaba, con razón, que para conocer la virtud, tenemos primero que familiarizarnos con el vicio. Pero también dijo algo más, muy importante: “Soy un libertino: he imaginado, pero no he hecho; no soy ni un criminal ni un asesino”. Esta distinción traza una línea esencial en su figura y, de hecho, en la figura de todos: la imaginación es libre; el pensamiento, como recordó Unamuno, no delinque. Son los actos los que causan el mal: su ideación solo pertenece a la intimidad, y el único juez de la intimidad —y el único a quien esta ayuda o que debe soportarla— es uno mismo. La exposición avanza desde la representación de la obra de Sade y de su influencia en el arte contemporáneo hasta la presencia de lo que se ha dado en llamar sadismo, a menudo aliado con otro ismo interesante, el masoquismo, en la sociedad actual e incluso en la vida cotidiana. En una cabina, que parece electoral —un nexo sugerente, por cierto—, se proyectan en varias pantallas vídeos con prácticas sadomasoquistas reales: a una mujer, por ejemplo, un hombre le pone pinzas de colgar la ropa en los pechos, lo que no es óbice para que ambos sonrían; de hecho, todos los participantes en los distintos vídeos sonríen. En otra cabina, puede uno rellenar un cuestionario de prácticas BDSM (es decir, bondage [‘esclavitud, servidumbre’], disciplina, dominación, sumisión, sadismo y masoquismo; nada menos) para saber hasta qué punto estaría dispuesto a practicar estas bonitas actividades. Yo me atrevo a responder las preguntas que plantea, pero en todas menos una contesto que “no lo haría nunca”. En un rincón resguardado de la sala se proyectan fragmentos de la película Gritos y susurros, de Joan Morey, rodada en 2009. A la entrada, un letrero anuncia que la película puede herir la sensibilidad del espectador. Y vaya si la hiere: Gritos y susurros es un delirio sadomaso, en la que, entre otras barbaridades, un tipo se cuelga boca abajo y se balancea de unos ganchos que se ha clavado en las rodillas. La exposición se asoma también al sadismo, digamos, histórico, con fotografías e información sobre varios asesinos en serie, como Ian Brady, que primero mató a cinco jóvenes, entre los doce y los diecisiete años, y luego escribió Las puertas de Jano para explicar sus abrumadoras experiencias, o el criminal de guerra Adolf Eichmann, aquel nazi —uno de los principales ejecutores de “la solución final”— gracias al cual Hannah Arendt ideó el concepto de “la banalidad del mal”; y también el caso de Junko Furuta, la joven japonesa brutalmente torturada, violada y asesinada por cuatro compañeros suyos, adolescentes, en 1988. (Por cierto, muchos creadores nipones se han interesado por el marqués de Sade: Mishima, que escribió La señora de Sade, Nabuyoshi Araki, Suehiro Maruo; en el manga también respira el francés). Por su parte, una interesante instalación, El rito de la violencia, denuncia muy gráficamente, con muy pocos elementos —unos metrónomos, unos atriles, unas cifras—, la violencia machista contra las mujeres. Y con ella aprendemos que en España, en 2021, fueron asesinadas 47 mujeres por sus parejas o exparejas, pero que en Francia, la patria del marqués de Sade, fueron 122; en Hungría, 154 (en 2020); en la civilizadísima Canadá, con menos habitantes que España, 173; y en Colombia, 210. “Levanto los ojos hacia el universo y veo el mal, el desorden y el crimen reinar por todas partes despóticamente”, escribió Sade. A la luz de lo que cantan estos metrónomos, que oscilan tanto más rápido cuanto mayor sea el número de víctimas de cada país, y de lo que llevo visto en la exposición, el mal, el desorden y el crimen siguen reinando en el mundo igual que lo hacían a finales del siglo XVIII. Teresa Margolles, por su parte, ilustra la perduración del sadismo en nuestra sociedad con un gigantesco mosaico de 313 portadas sensacionalistas del diario PM, de México, la versión azteca de nuestro inolvidable El Caso, aparecidas en 2010. Los titulares del periódico son invariablemente de esta guisa: “Ejecutan a hermanitos”, “Mataron a siete mujeres en siete horas”, “Le cortan la cabeza”, “Destrozada a pedradas”, “Ejecutado en su silla de ruedas” o “Masacran a trece en una fiesta”. Un verdadero festival de barbaridades, narradas con su punto de regodeo y recibidas con oculta delectación: con el placer de saber que eso tan horrible que han sufrido otros no lo ha sufrido uno. Me apresuro a cubrir el último tramo de la exposición, porque una bandada de visitantes, encabezada por un guía que habla como un barítono, se me echa encima y me impide disfrutar —si es que este es el verbo adecuado, dadas las circunstancias— de lo que veo. Pero, aun urgido, reparo en el último montaje de la muestra, Sade X, de la taiwanesa-estadounidense Shu Lea Cheang, de 2019 —uno de los últimos coletazos del sadismo, según los comisarios—, en el que una actriz obesa, desnuda y llena de tatuajes se saca un rollo de papel de la vagina —como un interminable tique de supermercado— después de masturbarse. Reconozco que agradezco el aire fresco cuando vuelvo a salir al patio del CCCB. Sade es interesante, pero no deja buen cuerpo.
Hannah Arendt y no Weil. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias por la corrección.
ResponderEliminarAntes que Apollinaire y que los surrealistas, nuestro Rubén Darío ya había elevado a Sade a la categoría de “divino” en el famoso soneto al marqués de Bradomín, aunque sospecho que lo habría leído en Rémy de Gourmont o en alguna otra página de los simbolistas franceses.
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ResponderEliminarSi con lo que tan bien y de manera tan detallada cuentas siento cierta angustia, no sé qué sentiría si visitara esa exposición. No creo que lograra terminarla. Vi Saló en Francia, cuando aquí todavía no se podían ver esas películas, y me costó quedarme hasta el final. También es cierto que, entonces, era todavía bastante joven y arrastraba una educación muy represiva, más todavía como mujer.
ResponderEliminarUn gran abrazo, Eduardo.