viernes, 30 de junio de 2023

Una tarde en los billares

Hoy ceno con mi hijo Álvaro en un restaurante vietnamita, atendido por una nepalí y un boliviano: las maravillas de la globalización. Mientras él ataca una marmita de verduras y yo, unos filetes de pollo con arroz largo y jengibre (no me gusta el jengibre, pero, en un entorno propicio, estoy dispuesto a hacer concesiones al exotismo), y ambos hablamos de los últimos esperpentos de la política patria —con una baronesa extremeña del Partido Popular que ha llevado a la práctica el imborrable dictum de Groucho Marx: «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros»—, Álvaro me propone que, concluido el ágape, vayamos a echar unas partidas de billar. Hay en el barrio, me dice, varios locales que son bar y billar. Yo acepto encantado: el entrechocar de las bolas siempre me ha parecido una certera metáfora visual de las relaciones humanas. Y, además, he leído hace poco una novela extraordinaria, Jugadores de billar, de José Avello (uno de esos escritores privilegiados, como José María Pérez Álvarez, que, sin embargo, no alcanzan el predicamento de tantos otros, muy inferiores), que ha reavivado mi interés por el billar, aunque el que juegan los personajes del libro es el europeo, el de las tres bolas que hay que enlazar mediante carambolas. Jugué mucho al billar en mi año de estancia en los Estados Unidos: en la casa donde vivía, había una buena mesa de billar en el sótano, y así era también en la casa de muchos otros amigos con los que entretenía las sudorosas tardes atlanteñas. Pero de eso hace muchísimos años, casi, ¡ay!, cuarenta y cinco. Luego solo he jugado ocasionalmente. Pero jugar al billar es como nadar o ir en bicicleta: una vez se aprende, no se olvida. Las habilidades intelectuales se pierden si no se ejercen; las físicas, no. En el primer garito al que acudimos, todas las mesas están ocupadas. En el segundo, aunque también está muy concurrido, tenemos más suerte y ocupamos una. Los billares de hoy, por lo que veo, se han impregnado del espíritu posmoderno de los tiempos. Ya no son aquellos antros llenos de humo y olor a coñac, de paredes cuyos desconchones ocultaban pósteres de boxeadores o, los más avanzados, estrellas del rock, en los que jugadores inexpresivos como estatuas de cera pasaban tardes y hasta noches enteras, presos de una pasión helada, como en trance, moviéndose alrededor del rectángulo con ojos vidriosos y el mismo ánimo silencioso y geométrico con el que las bolas corrían por el paño. Ahora son espacios asépticos, sin decoración, racionalmente divididos entre la zona de juego y una gran barra en la que pedir las copas y las partidas. Del billar siempre me ha gustado eso: que acote tan férreamente el territorio en el que se desempeñan los jugadores; que disponga una actividad matemática, milimétrica, trazada con el tiralíneas del taco, bajo una luz de interrogatorio de la Gestapo; y que en ese marco tan exiguo se desarrolle una tarea que exige un espíritu templado, una precisión de calígrafo japonés y una resistencia psicológica digna del que recibe la visita de un inspector de Hacienda. El billar es como el tenis, pero a pequeña escala: requiere esfuerzo físico, pero sobre todo requiere entereza de ánimo: la microscopía de los gestos, y los errores infinitesimales, pueden desquiciar a cualquiera. Lo primero que hay que aprender en el billar es a no soltar una risotada innoble cuando el rival falla: es el precio que hay que pagar por que los demás no se carcajeen de nosotros cuando enviamos la bola a la puerta de los lavabos o ni siquiera llegamos a golpearla. El colmo de la sofisticación y el fair play consiste en aplaudir el acierto del adversario: la elegancia es un valor moral. Pero este se adquiere con el tiempo y con la seguridad en uno mismo. No he dicho que Álvaro y yo jugamos al billar americano (snooker), ese en el que hay que meter las bolas de cada cual (rayadas o lisas) en las seis troneras repartidas en las bandas. (Me doy cuenta de que la frase anterior se presta a interpretaciones equivocadas: me refiero a las bolas de marfil). Para los simples aficionados, el billar reserva un lugar al azar: a menudo se manda una bola del rival o una propia, sin querer, a la tronera. Conforme el jugador mejora, el factor suerte disminuye. En nuestro caso, jugamos inexorablemente acompañados por la diosa fortuna. Yo compruebo que el billar no se olvida, es cierto, pero también que, después de mucho tiempo sin jugar, se pierde inevitablemente el sentido de la distancia, de los ángulos, de las muy conflictivas relaciones entre taco, bolas, bandas y troneras, y que solo se recupera con la práctica frecuente. Es muy común, pues, que las bolas no entren por unos milímetros (a veces, ¡ay!, por un metro), o sean escupidas por uno de los picos de la tronera, esos cancerberos crueles, o rocen indebidamente otra bola y se desbarate su recorrido, que uno, platónico al cabo, siempre imagina recto y perfecto. No obstante, es un placer de difícil descripción golpear la bola y ver cómo esta corre, sin vacilaciones, sin distraerse con otras bolas o rutas posibles, segura de su destino, hasta el agujero deseado, y discúlpeseme nuevamente la expresión. Ese par de segundos que tarda el marfil en llegar a la meta proporcionan un placer mayúsculo: tenemos la certeza de que caerá, y saber que lo que hemos hecho conducirá al resultado apetecido —que lograremos lo que nos hemos propuesto, a diferencia de lo que pasa en la vida, en la que eso rara vez sucede—, nos reafirma en nuestro ser, siempre tan inseguro, tan a menudo derrotado. Hay un éxtasis algebraico en acertar en el billar, aunque predomine, como en todo, el fracaso. A nuestro alrededor, se mueven los jugadores de las otras mesas, con cuyos cuerpos hemos de bailar para dar los golpes que queremos. Detrás de nosotros juegan dos americanos. Con el inglés que hablan me retrotraigo a aquellas tardes de mi adolescencia, llenas de Coca-Cola y canciones de Bob Marley. Ninguno, por lo que puedo ver, destaca. Ninguno recuerda al Gordo de Minnesota, aquel inolvidable personaje de El buscavidas —la mejor película sobre billar que se haya filmado nunca, protagonizada por un Paul Newman al que, de tan guapo, dolía mirar— que jugaba con traje, corbata y una flor en el ojal, que embocaba todas las bolas desde la rotura, una tras otra, sin fallo, y que, al decir de Newman, se movía con una elegancia extraordinaria, pese a su gordura: como un bailarín. La elegancia, siempre tan deseable y tan difícil. Con Álvaro echamos tres partidas. Él gana dos y yo, una. Pero me cabe la satisfacción de que las dos que me ha ganado, han sido muy igualadas, y la que le he ganado yo ha sido por paliza.

2 comentarios:

  1. Ayer fue un placer escucharte: comentando un libro de poesía fuiste el mejor de los profesores de literatura, lúcido y ameno, ocurrente.
    En este artículo se ve al narrador que disfruta con lo que cuenta y que parece disfrutar con el modo de expresarlo, como si te resultara muy fácil, consiguiendo arrastrar a sus lectores por una corriente de ideas y sugestiones que encandila.
    Sospecho que, contra lo que tú mismo tal vez puedas creer, es en el ámbito de la narrativa de ficción, sea cuento o novela, donde verdaderamente vas a descollar y alcanzar merecida fama (el prestigio y una admiración incondicional de minorías los posees ya).
    José Carlos

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  2. Ay, cómo me gusta eso que cuentas. Fui jugadora de billar durante algunos años. Todos los juegos de precisión, donde se requiere puntería, me han gustado desde muy joven: los bolos, los dardos, el billar. Los bares del barrio madrileño de Lavapiés fueron mi lugar de aprendizaje y de muchas noches de copas y de partidas de billar americano. Conocí gente muy curiosa y a algunos hombres cabreados cuando les ganaba. No sé si recuperaría ahora mi "toque" al volver a jugar, pero si algún día nos encontramos de nuevo tendríamos que probarlo.
    Me has hecho recordar ratos estupendos. Un abrazote.

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