El PP ha ganado las elecciones municipales y autonómicas: los resultados son inobjetables. Sin embargo, también es inobjetable que su victoria lo ha sido, sobre todo, en poder institucional, es decir, en la representación que le ha atribuido en ayuntamientos y comunidades autónomas. En votos, el PSOE ha aguantado: 6.200.000 españoles han apoyado a los socialistas (algo más de siete millones, al PP). Pero la ley d’Hondt tiene estas cosas: no es estrictamente proporcional; favorece al que más tiene, como el PP. En la división nacional por bloques, entre derecha e izquierda, cabe hacer el mismo e importante matiz: pese al casi hundimiento de Podemos y los partidos situados a la izquierda del PSOE, la balanza sigue equilibrada, con una ligera inclinación a favor de la derecha (que rompe la tradicional mayoría sociológica de centro-izquierda en España: por todas partes soplan vientos reaccionarios, que en algunos países se han hecho ya huracán; unos vientos que hinchan tanto las velas del conservadurismo como los cojones del progresismo). En cualquier caso, hay esperanza. Con más de seis millones de votos, no todo está perdido.
La resistencia de los socialistas ha sido especialmente fructífera en Cataluña, donde han mejorado en todas las circunscripciones: ganan muchos concejales y recuperan las alcaldías de Lérida, Gerona y Tarragona, aunque en Barcelona, donde han superado a todos menos al renacido Trias, el de frenillo defectuoso, parece que no van a poder hacerse, finalmente, con ella. En cualquier caso, sus resultados son esperanzadores: como freno del independentismo, pero también del neoliberalismo y, sobre todo, del fascismo de VOX. Curiosamente, así como en el resto de España la mayoría de los votos de Ciudadanos se han refugiado en el PP, en Cataluña han beneficiado a los socialistas. Entre otras razones, porque en Catalunya el PP nunca ha existido, y sigue sin existir, pese a los cuatro representantes que ha colocado en el ayuntamiento de Barcelona.
Maravilla la ceguera, la cerrazón de alguna gente. Ciudadanos era un partido zombi desde las elecciones generales de noviembre de 2019, en que cayó de los 57 diputados que tenía en el Congreso a solo 10. Albert Ribera, aquel trabajador de banca, simpatizante del PP, que había hecho de la desnudez, la insolencia y el españolismo más desembarazado valores políticos, dimitió a resultas de batacazo y, desde entonces, Ciudadanos no ha hecho sino cosechar fracaso tras fracaso, un derrumbe que ha culminado en las elecciones del 28 de mayo, en que se ha quedado tan desnudo como su líder original. Pese a esta debacle continuada, que se acentuaba en cada ocasión, y pese al cambio de líder —que pasó a ser Inés Arrimadas, una mujer con cuajo solo de boquilla e insoportablemente grosera, como casi todos los de su formación, con Girauta en la cúspide de la zafiedad—, la renovación de los equipos (que disimulaba las continuas defecciones: nada espanta más a los elegibles que la seguridad de no ser elegidos) y hasta la refundación del partido, a cuya cumbre ha accedido una meliflua e insustancial Patricia Guasp, Ciudadanos ha seguido en la brega, indiferente, inmune a la realidad, insistiendo en remontadas e ilusionamientos, sin querer aceptar que su proyecto se había volatilizado, como en su momento se evaporó su precedente y tenebroso par, UPyD, de la inenarrable Rosa Díez, aunque esta tuvo la lucidez —en ella no demasiado abundosa— de reconocer el fiasco y quitarse de en medio. El indestructible pensamiento desiderativo de los náufragos de Ciudadanos les ha impedido ver que ya se habían ahogado.
Muy castigados han sido también los partidos a la izquierda del PSOE, especialmente Podemos, que paga un liderazgo débil y una radicalidad torpe. No obstante, el principal enemigo de la izquierda siempre ha sido la izquierda misma. Su división en una multitud de movimientos, partidos y facciones ha sido una de sus constantes históricas, desde la multiplicación de las Internacionales en el siglo XIX y las inveteradas luchas entre socialistas, comunistas y anarquistas (y de cada uno de ellos consigo mismo), hasta la actual sopa de letras del izquierdismo español. La derecha siempre ha tendido a unirse; la izquierda, a dividirse, como sabían bien los Monty Phyton y los miembros del Frente de Liberación de Judea. Una división que contribuyó a la derrota de la República española en la Guerra Civil, que llenó la Transición de grupos y grupúsculos muy rojos pero muy inútiles (yo recuerdo las paredes de las calles empapeladas de carteles llenas de hoces y martillos, pero también de siglas incomprensibles: PCE (r), PCE (marxista-leninista), PCE (VIII-IX Congresos), OCE (Bandera Roja), PRT, MCE, AC, LCR, PTE, PSP, UCE y muchísimos más, y que ha hecho casi imposible, en estas elecciones, que la izquierda tradujera en representantes todos los votos que ha obtenido. El caso de la ciudad de Huesca ha sido paradigmático: hasta cuatro partidos de izquierda (Podemos, IU, Equo y Chunta Aragonesista) han obtenido, cada uno, un cuatro y pico por ciento de los votos emitidos, pero, como el límite para entrar en el Pleno del ayuntamiento era el 5%, ninguno ha obtenido representación, a pesar de que el porcentaje de apoyo a esta izquierda sumaba el 18% del electorado. No sé si el proyecto Sumar de la vicepresidenta Díaz tendrá éxito, pero su existencia responde a un mal al que la izquierda no ha sabido sobreponerse a lo largo de la historia. Yo, desde luego, le deseo éxito.
Las encuestas, en este país, aciertan menos que una escopeta de feria. La mayoría cada vez se alejan más de los resultados efectivos. Las del CIS se equivocan interesadamente, dado el declarado partidismo de su director, el inefable Tezanos. (Con el CIS habría que adoptar medidas semejantes a las que se han tomado con RTVE, que es, desde hace algunos años [desde los gobiernos del socialista Rodríguez Zapatero, precisamente], razonablemente imparcial), pero las otras lo hacen bien por incompetencia, bien porque la fragmentación del voto vuelva cada vez más difícil su trabajo, o bien porque los españoles mientan como bellacos a los encuestadores, que también podría ser.
Sánchez ha convocado elecciones a la mañana siguiente de la jornada electoral, cuando la derrota general del PSOE era indiscutible. Se evita, así, cocerse en su propia salsa, y la prolongada agonía resultante, hasta las elecciones que debían celebrarse en diciembre, y vuelve a demostrar que es un buen estratega (aunque la desarrollada por él y su partido en estos comicios, aceptando que el campo de juego fuera el nacional, y no el autonómico y local, y rehuyendo el debate simbólico-cultural, no haya sido la mejor). Pero también que sabe renunciar al poder cuando cree que debe hacerlo: convocando elecciones cuando se ha recibido un varapalo de esta magnitud y dando otra vez la voz al pueblo revela un espíritu genuinamente democrático y dignifica la vida pública. Curiosamente, el PP —y Feijoo, en particular, desde que llegó al poder en el partido— lleva años reclamando que se convoquen elecciones, en buena parte porque aún no ha digerido que Sánchez llegase al poder gracias a una moción de censura, apoyada por casi toda la cámara, y sigue deslizando el peligrosísimo infundio de la ilegitimidad del gobierno. Pero, cuando Sánchez efectivamente las convoca, entonces todo le parece mal: que las convoque y que se vote en julio (como, por cierto, el propio Feijoo hizo en Galicia en 2020). En esta reacción se demuestra la esencia de la vida política: considerar que el adversario lo hace todo mal. De un rival político nada bueno se dice nunca. Del presidente del gobierno se ha dicho, entre otras lindezas, que vendería a su madre por mantenerse en el poder. Que haya demostrado ahora, convocando elecciones generales, que esto era otra falsedad, entre las muchas que difunden el PP y más aún VOX, no ha hecho pestañear a la derecha, ni mucho menos que ellos y su brunete mediática rectificaran lo dicho. Lo mismo se decía de Pablo Iglesias: que era, además de un rojo diabólico, un maníaco aferrado a la poltrona. Pero dimitió como vicepresidente del gobierno (y diputado del Congreso) sin que nadie le obligara a ello. Dos políticos de izquierdas que renuncian voluntariamente a los sillones sin escándalos ni mociones de censura. ¿Cuándo han hecho eso los líderes de la derecha, que se hartan de denunciar el apego al poder de los de la izquierda? Cree el ladrón que todos son de su condición.
Una más de las barbaridades que ha soltado Miguel Ángel Rodríguez por boca de su polichinela Ayuso ha sido que las tramas de compra de votos por correo en Melilla y media docena de pueblos en España revelaba el pucherazo que se estaba cociendo en La Moncloa para evitar el triunfo popular. Naturalmente, la insinuación del fraude se ha esfumado cuando el deseado triunfo se ha producido. El tándem MAR-Ayuso sigue la burda pero efectiva estrategia de su estimado Donald Trump, faro y guía de la ultraderecha patria, consistente en denunciar el amaño cuando la victoria no está garantizada; si la victoria se ha verificado, del tejemaneje no vuelve a hablarse, como si la burrada que se ha soltado no se hubiera soltado. En Estados Unidos, se ha demostrado que se empieza alegando que hay fraude electoral y se acaba asaltando el Congreso del país. Ayuso y su Rasputín Rodríguez, cuya irresponsabilidad es infinita, han demostrado no temer esa ecuación. Y, por cierto, el único funcionario que sigue imputado en Mojácar, una de las localidades en las que se ha investigado el fraude, por comprar votos por correo para su partido, es afiliado del PP.
VOX, ¡ay!, sigue sumando. Ha retrocedido en Madrid (aunque da igual, porque Ayuso, que es VOX dentro del PP, ha conseguido la mayoría absoluta), pero ha avanzado en Barcelona (donde entra en el ayuntamiento, así como en los de las otras tres capitales de provincia) y, en general, en Cataluña, donde ha obtenido 150.000 votos). Me abruma pensar que 150.000 paisanos míos se han decantado por un partido sin más ideas, por llamarlas algo, que la defensa a ultranza de un concepto medieval de la patria; el desprecio del extraño o diferente y, en general, del otro; el mantenimiento de las desigualdades y las injusticias sociales; la defensa del poderoso y la opresión del débil; la ceguera ante la manipulación de los mecanismos del poder de la que todos somos víctimas; la desvergüenza y la rusticidad en la expresión de los sentimientos propios; y la fe católica.
En Extremadura, una tierra por la que siento una especial inclinación, ha caído uno de los feudos históricos del socialismo, con el único paréntesis de los cuatro años de gobierno de Monago. Ahora se abre otro paréntesis, que quizá dure más que el anterior, encabezado por una cacereña desconocida, al menos para mí, María Guardiola. Por lo que he leído sobre ella, se sitúa en el ala moderada del PP. Sin embargo, no ha dudado en manifestar que quiere el gobierno, aunque para ello tenga que sumar en él a VOX. Pero es lógico: la consecución del poder es el primer interés de todo partido político y, si para ello hay que pactar con el diablo, se pacta con él. Si esta alianza se confirma y alcanza el poder autonómico, como es previsible, lo sentiré por Guillermo Fernández Vara, que siempre me ha parecido un buen hombre, aunque no haya sido el mejor gestor. Cuando lo conocí, lo vi cansado, muy cansado, de encontrarse en su posición. Estaba siempre ojeroso y se movía con lentitud. También era muy consciente de los lastres que arrastraba su tierra, y no tengo ninguna duda de que intentaba paliarlos, aunque sí me permito dudar de que lo hiciera con eficacia: uno de esos lastres era, precisamente, el peso que en la vida de Extremadura tenían los atrasos históricos, las inercias culturales y la mentalidad rural. Me pregunto qué pasará ahora con la Editora Regional de Extremadura. Seguramente nada: todo seguirá igual, aunque los funcionarios que la gestionan, atornillados a sus sillas desde hace décadas, son muy socialistas y tienen muy mala leche.
En Sant Cugat ha ganado la peor opción posible: Junts, la reencarnación independentista de Convergència. Y ha ganado de calle: 9 concejales, por 4 del siguiente del siguiente, ERC. Los socialistas han sido terceros, con 3, empatados con la CUP. Un desastre, como se ve. Aunque previsible, porque Sant Cugat es, además de uno de los municipios más ricos de Cataluña, uno de los reductos independentistas de la comunidad. Aquí perduró Convergència, cuando el partido ya había sido barrido por su podredumbre y su agotamiento, hasta que decidió que todo cambiase para que todo siguiera igual; entonces se hizo independentista. Así pues, vamos a tener cuatro años más de soberanismo institucional y visitas frecuentes de Laura Borràs, que nunca deja de sonreír aunque la hayan condenado por corrupta. Al menos, mi vecino de enfrente, que desplegaba en el balcón toda una panoplia de símbolos independentistas (lazos amarillos, pancartas pro-Puigdemont, otras con la máscara de teatro barrada en rojo y hasta una enorme bandera del Barça), se ha cansado de exhibir sus vicios. Espero que la victoria de los suyos no lo incite a recuperarlos. Ahora ya no tapan el paisaje.
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