lunes, 9 de octubre de 2023

Las tonterías de la inteligencia

Hace unos días quedé a tomar un café con un viejo amigo en un bar histórico de Barcelona, donde a finales de los años 90 celebrábamos con otros letraheridos una divertida tertulia (que a veces se volvía áspera, como todas las tertulias; por eso son divertidas) sobre asuntos amorosos y literarios. Se trata de un poeta ya mayor, aunque conserva una envidiable vitalidad y un físico muy funcional todavía. Ha publicado media docena de buenos poemarios, ha ganado algunos premios de poesía —uno, muy relevante— y se ha mantenido siempre atento a lo que se escribía y publicaba en el país. Es, además, un hombre inteligente, que ha sabido procurarse una amplia cultura personal y literaria. En los treinta años que hace que nos conocemos, solo he tenido con él una discrepancia reseñable: cuando, en un encuentro con otro amigo, defendió que el ser humano tenía lenguaje porque los extraterrestres habían venido a nuestro planeta y se lo habían inoculado en los genes y el cerebro. El disparate me (nos, a mí y al otro amigo) pareció tan mayúsculo que no supe enviarlo al rincón de las ocurrencias fantásticas (o los chistes), como debería haber hecho, y me permití ser agresivo, aunque debo indicar, en mi descargo, que la racionalidad claramente afirmada suele confundirse con agresividad o autoritarismo por quienes defienden el esoterismo en cualquiera de sus formas. De aquella pelea —porque acabó siendo una pelea— salimos con bien, porque tanto uno como otro supimos recoger el suficiente cable personal —que no intelectual— para recomponer la amistad. Pero el incidente me permitió comprobar lo difícil que me resulta mantener una conversación con personas que desprecian la razón hasta el punto de sostener que la Tierra es plana, que la estela de los aviones es en realidad una fumigación química o que Bill Gates nos quería meter en el cuerpo, con la vacuna para el covid, un chip (o chis, como dijo aquel inolvidable rector de una universidad católica murciana) para controlar a la especie humana. Pero, como el hombre es el único animal que tropieza dos veces (y tres, y cuatro, y ochenta y nueve) veces en la misma piedra, cometí el error, en el encuentro con mi viejo amigo, de introducir nueva y sardónicamente el tema en nuestra conversación, a cuenta de otro poeta de Barcelona (¡ay, poetas, poetas!) que había defendido en una comida de amigos, ante la hilarante pregunta de uno de los asistentes, “¿los extraterrestres tienen libre albedrío?”, que unas momias descubiertas recientemente en México presentaban una deformidad craneal que revelaba que se trataba de extraterrestres. “¡Reíros, reíros!”, nos instaba este otro amante de los extraterrestres ante nuestra carcajada unánime, “¡ya os daréis cuenta de la verdad!”. Una verdad, claro, que él poseía y que la humanidad restante, incluidos nosotros y toda la comunidad científica internacional, no había sido capaz de entender. En lugar de aplicar ese sabio principio de las relaciones humanas que aconseja evitar asuntos sobre los que consta una discrepancia encarnizada (aunque su aplicación rigurosa pueda conducir a que en la cena de Nochebuena no se hable de nada con algún cuñado, dado que la discrepancia encarnizada afecta a todos los aspectos de vida), yo incurrí en la torpeza de sacarla a la luz. Y naturalmente, la cosa degeneró, aunque esta vez no tanto como en la ocasión anterior. Sospecho que ambos discutimos con el freno de mano echado, reprimiendo (yo) la ironía y (él) cierta radicalidad. No obstante, me resultaba estupefaciente que mi amigo defendiera la viejísima conspiranoia marciana de que las pirámides las habían construido los extraterrestres (porque era imposible que con la tecnología de la época los egipcios hubieran podido levantar mausoleos tan impresionantes, obviando la existencia de arquitectos muy competentes, gigantescas rampas ad hoc, decenas de miles de esclavos, la fuerza del Nilo y el hecho de que los faraones contaban con todo el tiempo del mundo para edificar sus propias tumbas), o de que en Centroamérica había unas pirámides mayas (se conoce que las pirámides ejercen una extraordinaria fascinación en las mentes calenturientas) en las que ciertas ventanas estaban alineadas de no sé qué inverosímil modo con la constelación de Alfa Centauri, o algo parecido, y habían sido talladas con una perfección que desafiaba, de nuevo, a la tecnología del momento. Porque, claro, en la cultura maya no había aún blackanddeckers. El héroe descubridor de muchas de estas verdades inadvertidas para todos era Erick von Däniken, un reputado engañabobos, un vendedor cósmico de crecepelo (o vendedor de crecepelo cósmico). Von Däniken había estafado, en su juventud, a varios hoteles y bancos, y sido condenado, por fraude, malversación y falsificación, a sustanciosas multas y una pena de cárcel de tres años y medio (de los que cumplió uno) en Suiza. Luego decidió que timar a hoteles y prestamistas podía salirle demasiado caro, como ya había comprobado, y que era más fácil, e igualmente provechoso, timar a todo el mundo con la patraña de los hombrecillos verdes con orejitas de trompeta (o con el cráneo deformado) que habían desafiado todas las leyes conocidas del universo para llegar a la Tierra y no habían encontrado nada mejor que hacer en nuestro planeta que apilar bloques de piedra, alinear ventanas o alicatar templos en el desierto. Y a eso se dedicó el resto de su vida, una esforzada pero muy rentable tarea por la que recibió en 1991 el Premio IgNoble y que remató creando en 2003 un parque temático en Suiza cuyo tema central eran aquellos “dioses astronautas” que él y solo él había sido capaz de ver en monumentos y construcciones de todo el mundo, existentes desde hacía millones de años. La discusión con mi amigo acabó con un neutralizante “esto, Eduardo, es una cuestión de fe: o crees o no crees en ello; no hay más”. Sí, es una cuestión de fe —yo tengo más fe en la ciencia que en un embaucador suizo—, pero también de renuncia a la razón: si nos refugiamos en “yo creo porque sí, porque creo, y no admito ningún argumento racional que pueda cuestionar mis creencias” (eso es la fe, ni más ni menos), estamos renunciando a nuestra condición esencial de seres que aspiran a la lucidez, de criaturas raciocinantes (no rocinantes) que se esfuerzan por alcanzar una comprensión de la realidad acorde con las leyes comprobadas (de momento) de la naturaleza. Curiosamente, y como ya he dicho antes de mi amigo, es una persona inteligente, pese a las paparruchas que se traga. Y, por paradoja, a menudo son los más inteligentes los que, llevados por la confianza en sí mismos, en su propio y brillantísimo criterio, que les da saberse inteligentes, dicen o cometen las mayores estupideces. Hace poco, otro amigo, este valenciano, a quien yo tenía —y sigo teniendo— por un cerebro privilegiado, filósofo, ensayista, estudioso de la ciencia y las religiones, políglota, viajero, autor publicado por las mejores editoriales y colaborador habitual de uno de los principales periódicos del país, se me descolgó con la afirmación de que el covid había sido fabricado por unos oscuros y malignos personajes, vagamente vinculados a unos laboratorios no menos oscuros y malignos, y que la vacuna contra el virus constituía la perniciosa cobertura de aquel crimen planetario. Por eso ni él ni su mujer se habían vacunado, ni habían permitido que vacunaran a sus tres hijos. Lo afirmaba con el orgullo y el brillo de clarividencia en los ojos que revela a quien se sabe en posesión de la verdad, a quien ha sido capaz, desde el sofá de su casa, de averiguar qué ha sido y por qué se ha producido la mayor pandemia de la humanidad desde la gripe española de 1918, que ha afectado a casi 700 millones de personas y matado a casi siete. También curiosamente, no ha presentado ninguna denuncia contra quienes él considera los mayores asesinos de la historia, que dejan chicos a Mao, Stalin y Hitler. La inteligencia (como el lenguaje) es un arma de doble filo: alumbra, pero también entenebrece. Depende del ánimo y el talante de cada cual. Steve Jobs, un hombre sin duda con un coeficiente intelectual estratosférico, se negó durante nueve meses a que lo operaran de un cáncer de páncreas cuando se lo descubrieron en 2001. Jobs, que además de muy inteligente era budista y vegano, sustituyó las prescripciones de la horriblemente científica medicina occidental por acupuntura, dietas vegetarianas, hierbas medicinales, enemas, ayunos y otros tratamientos esotéricos —algunos los encontró en internet—, y hasta consultó a un vidente. Pero aquella operación que no se hizo al principio de la enfermedad fue, según los médicos, la causa de que el tumor creciera, se extendiera por el cuerpo —le llegaron a trasplantar el hígado, también afectado por el cáncer— y por fin acabara con él en 2011, cuando tenía 56 años. (Jobs había accedido a que le practicaran una pancreaticoduodenoctomía en 2004, pero ya era tarde; además, tampoco quiso que le aplicasen ninguna radio o quimioterapia). No es el único superdotado que ha cometido superestupideces, aunque él las pagara con su propia vida. Sir Arthur Conan Doyle, que era doctor en Medicina y creador de dos personajes universales, Sherlock Holmes y el doctor Watson, caracterizados por una estricta racionalidad, creía en las hadas y toda suerte de criaturas fantásticas, y consultaba casi cada día con una médium. Luc Montaigner, codescubridor del virus de la inmunodeficiencia humana y premio Nobel de Medicina, defendía que el autismo podía tratarse con medicamentos antimicrobianos, que existía una “memoria del agua” que explicaba los efectos de la homeopatía, que el SIDA se trataba con una buena dieta y hasta que la papaya fermentada era eficaz contra la enfermedad de Parkinson (también se opuso a las vacunas porque “envenenaban a los niños” y aseguró que el virus del covid había sido creado en un laboratorio, en lo que coincidía con mi amigo valenciano). Kary Mullis, Premio Nobel de Química, negaba la existencia del virus del sida y del cambio climático, pero defendía los viajes astrales y estaba convencido de haber sido abducido por los extraterrestres (sobre cuya existencia coincidía con mi amigo barcelonés). El bioquímico Linus Pauling, doble Premio Nobel, en Química y de la Paz, se pasó años asegurando que la vitamina C curaba el cáncer. De tan listos, algunos son tontísimos. Pero no para un rato, no: para siempre.

4 comentarios:

  1. Es muy curioso como funciona nuestro pensamiento. Nos cuestionamos unas cosas y en cambio otras las creemos a pies juntillas y creamos compartimentos estancos de certezas que no encajan las unas con las otras.
    Ayer fuí a ver la última -última de Woody Allen y una escena me recordó a tu artículo. En una reunión social uno de los respetables personajes declara creer que algunas desapariciones de personas se deben a que han sido abducidas por extraterrestres...nadie toma muy en serio el comentario y siguen con la charla. Quizás esta sea la mejor actitud ante los desvaríos, jaja!
    Un abrazo Eduardo. Gracias por tus artículos siempre interesantes!

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  2. Gracias a ti, Alejandra, por tu comentario y por seguir ahí. Seguramente, tienes razón: lo mejor ante los desvaríos es la indiferencia. Pero a mí me cuesta seguir este principio. Los desvaríos me irritan y hasta me enfadan. ¡Y uno escucha tantos cada día, también dentro de sí!
    Un beso.

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    1. Gracias por tu respuesta Eduardo.
      ¡En realidad me parece genial que tengas sangre en las venas!
      Besos

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  3. Listísimos, tontísimos... Eduardo, ¿quién es el tonto o el listo?. A veces esos personajes son el reflejo de nuestras frustraciones o carencias. No te enojes por minucias. Creo que nos hacemos mayores y por desgracia, menos tolerantes e inteligentes. Hablo de la inteligencia emocional. Un abrazo, querido amigo.

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